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Suspiró el maestro de armas. Tal vez para alguien versado en la materia, todo aquello encerrase un sentido; pero a él no lo llevaba a conclusión alguna. No lograba comprender qué era lo que convertía esos documentos en algo tan importante, tan peligroso, por cuya posesión había gente que no se detenía ni ante el crimen. Además, ¿por qué Luis de Ayala se los había confiado a él? ¿Quién iba a querer robarlos, y para qué?… Por otro lado, ¿cómo pudo el marqués de los Alumbres, que se autoproclamaba al margen de la política, hacerse con aquellos papeles, que pertenecían a la correspondencia privada del fallecido ministro de Gobernación?

Para eso, al menos, había una explicación lógica. Joaquín Vallespín Andreu era pariente del marqués de los Alumbres; hermano de su madre, creía recordar don Jaime. La secretaría de Gobernación que Ayala tuvo entre manos durante su breve paso por la vida pública se la había ofrecido aquél, en uno de los últimos gobiernos de Narváez. ¿Coincidían las fechas? De eso no se acordaba bien, aunque quizás el paso de Ayala por el Ministerio hubiera sido posterior… Lo importante era que, en efecto, el marqués de los Alumbres podía haber conseguido los documentos mientras desempeñaba su cargo oficial, o tal vez a la muerte de su tío. Eso era razonable; hasta bastante probable, incluso. Pero, en tal caso, ¿qué significaban exactamente, y por qué tanto interés en conservarlos como un secreto? ¿Tan peligrosos eran, tan comprometedores que podía hallarse en ellos una justificación para el asesinato?

Se levantó de la mesa para caminar por la habitación, abrumado por aquella historia de tintes tan sombríos que escapaba por completo a su capacidad de análisis. Todo era endiabladamente absurdo, en especial el papel involuntario que él había jugado y jugaba todavía, pensó estremeciéndose- en la tragedia. ¿Qué tenía que ver Adela de Otero con aquel entramado de conspiraciones, cartas oficiales, listas de nombres y apellidos?… Nombres entre los que ninguno le resultaba familiar. Sobre los hechos a que se hacía referencia recordaba, eso sí, haber leído algo en los periódicos, o escuchar comentarios de tertulia, antes y después de cada intentona de Prim por hacerse con el poder. Incluso recordaba la ejecución de aquel pobre teniente, Jaime Esplandiú. Pero nada más. Estaba en un callejón sin salida.

Pensó en acudir a la policía, entregar el legajo y desentenderse del asunto. Pero no era tan sencillo. Con viva inquietud recordó el interrogatorio a que lo había sometido por la mañana el jefe de Policía junto al cadáver de Ayala. Le había mentido a Campillo, ocultando la existencia del sobre lacrado. Y si aquellos documentos eran comprometedores para alguien, lo eran también para él, puesto que N , había sido su inocente depositario… ¿Inocente? La palabra le hizo torcer los labios en una desagradable mueca. Ayala ya no vivía para explicar el embrollo, y la inocencia la decidían los jueces.

En su vida se había sentido tan confuso. Su naturaleza honrada se rebelaba ante la mentira; pero ¿había elección? Un instinto de prudencia le aconsejaba destruir el legajo, alejarse voluntariamente de la pesadilla, si es que todavía estaba a tiempo. Así, nadie sabría nada. Nadie, se dijo con aprensión; pero tampoco él. Y Jaime Astarloa necesitaba saber qué sórdida historia estaba latiendo en el fondo de todo aquello. Tenía derecho, y las razones eran muchas. Si no desvelaba el misterio, jamás recobraría la paz.

Más tarde decidiría qué hacer con los documentos, si destruirlos o entregárselos a la policía. Ahora, lo que urgía era descifrar la clave. Sin embargo, resultaba evidente que él no era capaz por sus propios medios. Quizás alguien más avezado en cuestiones políticas…

Pensó en Agapito Cárceles. ¿Por qué no? Era su contertulio, su amigo, y además seguía con apasionamiento los sucesos políticos del país. Sin duda, los nombres y los hechos contenidos en el legajo le serían familiares.

Recogió apresuradamente los papeles, ocultándolos de nuevo tras la fila de libros, cogió bastón y chistera, y se lanzó a la calle. Al salir del zaguán sacó el reloj del bolsillo del chaleco y consultó la hora: casi las seis de la tarde. Sin duda Cárceles estaba en la tertulia del Progreso. El lugar estaba cerca, en Montera, apenas diez minutos a pie; pero el maestro de esgrima tenía prisa. Detuvo un simón y pidió al cochero que lo llevase allí con toda la rapidez posible.

Encontró a Cárceles en su habitual rincón del café, enfrascado en un monólogo sobre el nefasto papel que Austrias y Borbones habían jugado en los destinos de España. Frente a él, con la chalina arrugada en torno al cuello y su eterno aire de incurable melancolía, Marcelino Romero lo miraba sin escuchar, chupando distraídamente un terrón de azúcar. Contra su costumbre, Jaime Astarloa no se anduvo con excesivos cumplidos; disculpándose ante el pianista

hizo un aparte con Cárceles, poniéndolo, a medias y con todo tipo de reservas, al corriente del problema:

– Se trata de unos documentos que obran en mi poder, por razones que no vienen al caso. Necesito que alguien de su experiencia me esclarezca un par de dudas. Por supuesto, confío en la discreción más exquisita.

El periodista se mostró encantado con el asunto. Había finalizado su disertación sobre la decadencia austro-borbónica y, por otra parte, el profesor de música no era precisamente un contertulio ameno. Tras excusarse con Romero, ambos salieron del café.

Resolvieron ir caminando hasta la calle Bordadores. Por el camino, Cárceles se refirió de pasada a la tragedia del palacio de Villaflores, que se había convertido en la comidilla de todo Madrid. Estaba vagamente al tanto de que Luis de Ayala había sido cliente de don Jaime, y requirió detalles del suceso con una curiosidad profesional tan acusada que el maestro de esgrima se vio en apuros serios para soslayar el tema con respuestas evasivas. Cárceles, que no perdía ocasión para meter baza con su desprecio a la clase aristocrática, no se mostraba en absoluto apenado por la extinción de uno de sus vástagos.

– Trabajo que se le ahorra al pueblo soberano cuando llegue la hora -proclamó, lúgubre, cambiando inmediatamente de tema ante la mirada de reconvención que le dirigió don Jaime. Pero al poco rato volvía a la carga, esta vez para argumentar su hipótesis de que en la muerte del marqués había de por medio un asunto de faldas. Para el periodista, la cosa estaba clara: al de los Alumbres le hablan dado el pasaporte, zas, por alguna cuestión de honor ofendido. Se comentaba que con un sable o algo por el estilo, ¿no era eso? Quizás don Jaime estuviese al corriente.

El maestro de esgrima vio con alivio que ya llegaban a la puerta de su casa. Cárceles, que visitaba por primera vez la vivienda, observó con curiosidad el pequeño salón. Apenas descubrió las hileras de libros se dirigió hacia ellas en línea recta, estudiando con ojo critico los títulos impresos en sus lomos.

– No está mal -concedió finalmente, con magnánimo gesto de indulgencia-. Personalmente, echo en falta varios títulos fundamentales para comprender la época en que nos ha tocado vivir. Yo diría que Rousseau, quizás un poquito de Voltaire…

A Jaime Astarloa le importaba un bledo la época en que le había tocado vivir, y mucho menos los trasnochados gustos de Agapito Cárceles en materia literaria o filosófica, así que interrumpió a su contertulio con el mayor tacto posible, encauzando la conversación hacia el tema que los ocupaba. Cárceles se olvidó de los libros y se dispuso a encarar el asunto con visible interés. Don Jaime sacó los documentos de su escondite.

– Ante todo, don Agapito, fío en su honor de amigo y caballero para que considere todo este asunto con la máxima discreción -hablaba con suma gravedad, y comprobó que el periodista quedaba impresionado por el tono-. ¿Tengo su palabra?

Cárceles se llevó la mano al pecho, solemne.

– La tiene. Claro que la tiene.

Pensó don Jaime que quizás cometía un error, después de todo, al confiarse de aquella forma; pero a tales alturas ya no había modo de retroceder. Extendió el contenido del legajo sobre la mesa.

– Por razones que no puedo revelarle, ya que el secreto no me pertenece, obran en mi poder estos documentos… En su conjunto encierran un significado oculto, algo que se me escapa y que, por ser de gran importancia para mí, debo desvelar -había ahora una absorta mueca de atención en el rostro de Cárceles, pendiente de las palabras que salían, no sin esfuerzo, de la boca de su interlocutor-. Quizás el problema resida en mi desconocimiento de los asuntos políticos de la nación; el caso es que soy incapaz, con mi corto entender, de dar un sentido coherente a lo que, sin duda, lo tiene… Por eso he decidido recurrir a usted, versado en este tipo de cosas Le ruego que lea esto, intente deducir con qué se relaciona, y luego me dé su autorizada opinión.

Cárceles se quedó inmóvil unos instantes, observando con fijeza al maestro de esgrima, y éste comprendió que estaba impresionado Después se pasó la lengua por los labios y miró los documentos que había sobre la mesa.

– Don Jaime -dijo por fin, con mal reprimida admiración-. Jamás hubiera pensado que usted…

– Yo tampoco -le atajó el maestro-. Y debo decirle, en honor a la verdad, que esos papeles se encuentran en mis manos contra mi voluntad. Pero ya no puedo escoger; ahora debo saber lo que significan.

Cárceles miró otra vez los documentos, sin decidirse a tocarlos Sin duda intuía que algo grave se ocultaba en todo aquello. Por fin, como si la decisión le hubiera venido de golpe, se sentó ante la mesa y los tomó en sus manos. Don Jaime se quedó en pie, junto a él. Dada la situación, había resuelto dejar a un lado sus habituales formalismos y releer el contenido del legajo por encima del hombro de su amigo.

Cuando vio los membretes y las firmas de las primeras cartas, el periodista tragó ruidosamente saliva. Un par de veces se volvió a mirar al maestro de esgrima con la incredulidad pintada en el rostro, pero no hizo comentario alguno. Leía en silencio, pasando cuidadosamente las páginas, deteniéndose con el índice en algún nombre de las listas en ellas contenidas. Cuando estaba a la mitad de la lectura se detuvo de pronto como si hubiera tenido una idea y volvió atrás con precipitación, releyendo las hojas iniciales. Una débil mueca, parecida a una sonrisa, se dibujó en su rostro mal afeitado. Volvió a leer durante un rato mientras don Jaime, que no osaba interrumpirlo, aguardaba expectante, con el alma en vilo.

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