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El maestro de esgrima aspiró profundamente el aire fresco de la noche, empuñó con fuerza el bastón y emprendió el camino de su casa. Había llegado el momento de saber, porque sonaba la hora de la venganza.

Tuvo que dar algunos rodeos. Aunque ya eran las once de la noche, las calles estaban agitadas. Piquetes de soldados y guardias a caballo patrullaban por todas partes, y en la esquina de la calle Hileras vio los restos de una barricada, que varios vecinos desmontaban bajo supervisión de las fuerzas del orden. Hacia la Plaza Mayor se escuchaba un lejano rumor de tumulto, y un piquete de alabarderos de la Guardia se paseaba frente al Teatro Real con las bayonetas caladas en los fusiles. La noche se presentaba agitada, pero Jaime Astarloa apenas se fijó en lo que ocurría a su alrededor, concentrado como iba en sus pensamientos. Subió apresuradamente los peldaños de la escalera y abrió la puerta, esperando encontrar allí a Cárceles. Pero la casa estaba vacía.

Encendió un fósforo y lo acercó a la mecha del quinqué de petróleo, sorprendido por la ausencia del periodista. Asaltado por malos presentimientos miró en el dormitorio y en la galería de esgrima, sin resultado. Al regresar al estudio escudriñó bajo el sofá y tras los libros de la estantería, pero tampoco estaban allí los documentos. Aquello era absurdo, se dijo. Agapito Cárceles no podía marcharse tranquilamente sin haber hablado antes con él. ¿Dónde habría guardado el legajo?… El curso de sus pensamientos lo llevó a un punto que no pudo abordar sin sobresalto: ¿se los había llevado consigo?

Sus ojos tropezaron con una hoja de papel colocada sobre la mesa de escritorio. Antes de salir, Cárceles escribió una nota:

Apreciado don Jaime.

El asunto va por buen camino. Me veo obligado a ausentarme para hacer unas comprobaciones. Confíe en mí.

Ni siquiera estaba firmada la esquela. El maestro de esgrima la sostuvo un momento entre los dedos antes de arrugarla, tirándola al suelo. Estaba claro que Cárceles se había llevado los documentos, y eso le hizo sentir una súbita ira. Inmediatamente lamentó haber depositado su confianza en el periodista, y se maldijo en- voz alta por su propia torpeza. Sabía Dios por dónde se estaría paseando aquel individuo con los documentos que habían costado la vida de Luis de Ayala y Adela de Otero.

Tardó muy poco en tomar una resolución, y antes de considerarla a fondo se encontró bajando por la escalera. Conocía el domicilio de Cárceles; estaba dispuesto a presentarse allí, recuperar los documentos y obligarlo a contar cuanto sabía, aunque se viera obligado a arrancárselo por la fuerza.

Se detuvo de pronto en el descansillo, y se forzó a reflexionar. Aquella historia había tomado un rumbo que distaba mucho de ser un juego. «No vamos a empezar otra vez perdiendo la cabeza», se dijo mientras procuraba conservar la calma que estaba a punto de abandonarlo. Allí, a oscuras en la escalera desierta, se apoyó contra la pared y calculó sus próximos pasos. Por supuesto, tenía que ir primero a casa de Cárceles; eso era evidente. ¿Y después?… Lo razonable, después, sólo pasaba por un camino: el que conducía, derecho, a Jenaro Campillo; ya estaba bien de jugar con él al escondite. Meditó amargamente sobre el tiempo precioso que sus propias reticencias habían echado a perder, y decidió no repetir aquel error. Se franquearía con el jefe de policía, entregándole el legajo de Ayala, y que al menos la Justicia siguiera su curso convencional. Sonrió tristemente al imaginar la cara de Campillo, al verlo aparecer a la mañana siguiente con los documentos bajo el brazo.

También consideró la posibilidad de acudir a la policía antes de ver a Cárceles, pero eso planteaba ciertas dificultades. Una cosa era llegar con las pruebas en la mano, y otra muy distinta narrar una historia que podía ser creída o no; una historia que, además, encerraba graves contradicciones con lo manifestado por él en las dos entrevistas que había mantenido con Campillo durante el día. Además, Cárceles, cuyas intenciones ignoraba, podía limitarse a negarlo todo; ni siquiera había firmado la nota y en ella no hacía la menor referencia al asunto que los ocupaba… No. Estaba claro. Había que buscar primero al amigo infiel.

Fue en ese momento, tan sólo entonces, cuando tomó conciencia de algo que le hizo sentir un desagradable escalofrío. Quienquiera que fuese el responsable de lo que estaba ocurriendo, ya había asesinado dos veces, y posiblemente estuviese dispuesto, en caso necesario, a hacerlo una tercera. Sin embargo, el descubrimiento de que también él corría peligro, de que podía ser asesinado como los otros, no le causó excesiva inquietud. Meditó sobre aquello durante unos instantes, descubriendo con sorpresa que tal posibilidad le inspiraba menos temor que curiosidad. Bajo aquella perspectiva las cosas se tornaban más simples, podían ser abordadas a la luz de sus propios esquemas personales. Ya no se trataba de tragedias ajenas en las que se veía envuelto a su pesar, forzado a la impotencia; ésa, y no otra, había sido hasta aquel momento la causa de su turbación, de su espanto. Pero si él podía ser la próxima víctima, entonces todo era más fácil, ya que no tendría que limitarse a presenciar el sangriento rastro de los asesinos; éstos vendrían a él. A él. La sangre del viejo maestro de esgrima batió acompasadamente en sus gastadas venas, dispuesta a la pelea. Demasiadas veces a lo largo de su vida se había visto forzado a parar todo tipo de estocadas para que un golpe más lo inquietase, aunque fuera a venir por la espalda. Quizás Luis de Ayala o Adela de Otero no hubiesen estado lo bastante sobre aviso; pero él sí lo estaría. Como solía decir a sus alumnos, la estocada de tercia no se ejecutaba con la misma facilidad que la de cuarta. Y él era bueno parando estocadas en tercia. Y asestándolas.

Había tomado su decisión. Iba a recobrar aquella misma noche los documentos de Luis de Ayala. Con ese pensamiento subió otra vez la escalera, abrió la puerta, dejó su bastón en el paragüero y cogió otro, de caoba con puño de plata, algo más pesado que el anterior. Volvió a descender con él en la mano, rozando distraídamente los barrotes de hierro del pasamanos. En el interior de aquel bastón había un estoque del mejor acero, tan afilado como una navaja de afeitar.

Se detuvo en el portal, para echar un vistazo prudente a uno y otro lado antes de aventurarse entre las sombras que cubrían la calle desierta. Bajó hasta la esquina de la calle Arenal, y consultó el reloj a la luz de una farola, junto al muro de ladrillo de la iglesia de San Ginés. Faltaban veinte minutos para la medianoche.

Caminó un poco. Apenas se veía a nadie en la calle. En vista del cariz que estaban tomando los acontecimientos, la gente había resuelto encerrarse en sus casas y sólo algún que otro noctámbulo se atrevía a circular por Madrid, que tenía el aspecto de una ciudad fantasma a la débil luz del alumbrado nocturno. Los soldados de la esquina de Postas dormían envueltos en mantas sobre la acera, junto a los fusiles montados en pabellón. Un centinela, con el rostro en sombra bajo la visera del ros, se llevó la mano a la gorra para responder al saludo de Jaime Astarloa. Frente a Correos, algunos guardias civiles vigilaban el edificio con la mano apoyada en la empuñadura del sable y la carabina al hombro. Una luna redonda y rojiza despuntaba sobre las negras siluetas de los tejados, al extremo de la Carrera de San Jerónimo.

Hubo suerte. Una berlina de alquiler se cruzó con el maestro de esgrima en la esquina de Alcalá, cuando ya desesperaba de encontrar un carruaje. El cochero iba de recogida y aceptó de mala gana al pasajero. Se acomodó don Jaime en el asiento y dio la dirección de Agapito Cárceles, una vieja casa próxima a la Puerta de Toledo. Conocía el lugar por pura casualidad, y se felicitó por ello. En una ocasión, Cárceles se había empeñado en invitar allí a toda la tertulia del Progreso para leerles el primero y segundo actos de un drama compuesto por él bajo el título: Todos a una o el pueblo soberano, una tormentosa composición en verso libre cuyas dos primeras páginas, de haberse representado alguna vez sobre un escenario, hubieran bastado para enviar al autor a pasar una larga temporada en cualquier presidio de África, sin que el hecho de que se tratase de un descarado plagio del Fuenteovejuna hubiese servido como atenuante.

Las sombrías callejuelas desfilaban, desiertas, al otro lado de la ventanilla del simón; en ellas sólo resonaban los cascos del caballo junto con algún chasquido del látigo del cochero. Jaime Astarloa meditaba sobre la conducta adecuada cuando se hallase frente a su amigo. Sin duda el periodista había encontrado en los documentos algo escandaloso, de lo que tal vez quisiera hacer uso particular. Eso no estaba dispuesto a tolerarlo, entre otras razones porque lo indignaba el abuso de confianza de que había sido objeto. Tranquilizándose un poco, pensó después que también cabía la posibilidad de que Agapito Cárceles no hubiese obrado de mala fe al llevarse el legajo; quizás tan sólo pretendiera hacer algunas comprobaciones con los documentos en la mano, consultando datos que tuviese archivados en casa. De todas formas, pronto iba a salir de dudas. El simón se había detenido y el cochero se inclinaba desde el pescante.

– Aquí es, señor. Calle de la Taberna.

Se trataba de un estrecho callejón sin salida, mal iluminado, que olía a suciedad y a vino rancio. Pidió don Jaime al cochero que aguardara media hora, pero éste se negó diciendo que ya era demasiado tarde. Pagó el maestro de esgrima y se alejó el carruaje. Entonces se adentró en el callejón, intentando reconocer la casa de su amigo.

Tardó algún tiempo en encontrarla. Lo logró gracias a que la recordaba en un patio interior al que se entraba por un arco. Una vez allí, buscó casi a tientas la escalera y subió hasta el último piso apoyándose en la barandilla, mientras escuchaba crujir los peldaños de madera bajo sus pies. Cuando se halló en la galería interior que discurría a lo largo de las cuatro paredes del patio, sacó una caja de fósforos del bolsillo y encendió uno. Esperaba no haberse equivocado de puerta, porque de lo contrario tendría que perder tiempo en enojosas explicaciones; no eran horas para despertar a los vecinos. Llamó dos veces, tres golpes en cada ocasión, con la empuñadura del bastón.

Aguardó inútilmente. Volvió a llamar y acercó la oreja a la puerta esperando escuchar algo; pero en el interior reinaba el más absoluto silencio. Descorazonado, pensó que tal vez Cárceles no estuviese allí. ¿Dónde podría encontrarse a aquellas horas? Titubeó, indeciso, y volvió después a llamar más fuerte, esta vez con el puño. Quizás el periodista durmiese profundamente. Escuchó de nuevo, sin resultado.

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