Литмир - Электронная Библиотека
A
A

ROSAURA

en esos días, almorzaba en casa de mi tía Gertrudis, una hermana de mi abuelo materno que vivía cerca del colegio. Llegaba como a las doce y media, cuando mi tía andaba afuera, y me instalaba en el escritorio, la pieza más fresca y tranquila. Las pesadas cortinas permanecían cerradas después de la muerte de mi tío Edmundo, y un muro de vegetación espesa, creado por los árboles de la calle, aislaba el interior. Sobre el sillón de cuero, próximo a la ventana, caía un hilo de sol suficiente para leer. Un refugio en medio de la sombra. El retrato de mi tío Edmundo sonreía desde la oscuridad. Una acuarela, que alcanzaba a recoger algo de luz, hacia fulgurar en la pieza las aguas de un canal veneciano. El resto de las cosas guardaba un mutismo discreto, somnoliento.

Me había propuesto leer todos los libros del estante, por el orden en que estaban alineados, aprovechando el tiempo que transcurría antes del almuerzo. Comencé en el extremo inferior izquierdo, con un volumen de Pedro Antonio de Alarcón, unos apuntes de viaje por las provincias de España. Cuando las ramas asomadas a la ventana y los muebles del escritorio habían desaparecido de la conciencia, una empleada vieja, desde la puerta entreabierta, me sacaba de algún camino polvoriento, atravesado por recuas de mulas, o de alguna posada de mala muerte, con el anuncio de que el almuerzo estaba listo. Sumiso ante la realidad, devolvía el libro a su sitio. Almorzaba solo en el comedor espacioso, entre objetos cuyo aspecto extravagante se iba volviendo familiar. A veces, mientras oía los pasos de la empleada en la cocina, me levantaba sin ruido y me acercaba al gong de cobre, imaginando cómo seria coger el mazo y golpear a toda fuerza, en pleno centro; también observaba el jardín, extrañamente olvidado a esa hora. Tragaba el postre de prisa, para volver al puesto de lectura antes de que llegara mi tía. Pero ella, con absoluta precisión, irrumpía en el comedor en el momento en que tragaba mi último bocado. La casa se llenaba de agitación y de bullicio. Ni la más remota posibilidad de retirarse. Mi tía Gertrudis estaba convencida de que la peor desgracia era la soledad. Si yo hubiera insinuado lo contrario, se habría limitado a sonreir con escepticismo.

Ya con el segundo libro del estante quebranté mi propósito. Era un tomo de poesías del siglo XIX: gruesos bloques rimados, que en lugar de sacarme de la prosa cotidiana, me hicieron sentir más intensamente la aspereza del sillón de cuero y el calor del verano próximo. Lo dejé en su lugar, pensando en el profundo olvido en que yacían las efusiones líricas del autor, y pasé al tercer volumen de la fila, una novela de José Maria de Pereda. Sentado en el mullido asiento, me abría paso con dificultad a través de la descripción de un paisaje montañoso, mientras un primer bostezo me quitaba el hambre, cuando se abrió la puerta. Me demoré en levantar la cabeza, en espera de la voz cascada que anunciaba el almuerzo. El silencio me hizo mirar. En vez de la empleada vieja, me observaba una muchacha algo mayor que yo. Tenía un gesto que no sabría describir -mucha desenvoltura, y un asomo de burla.

– El almuerzo está servido.

Incapaz de contestar, me puse de pie con lentitud, sin cerrar el libro, como si continuara muy interesado. La joven dio media vuelta y alcancé a vislumbrar, a contraluz, unos pechos redondos y tensos, que inflaban el delantal de tela blanca.

Apenas me senté a la mesa, la muchacha entró con un plato de sopa. Dejó el plato en mi puesto, sonriendo indefinidamente, y se puso a ordenar las cosas que había sobre un mueble arrimado a la pared. Yo, que estaba como petrificado, tragué con precipitación -una enorme cucharada de sopa- y me quemé hasta el esófago. Por suerte, la muchacha salió y pude levantarme de la silla, abrir la boca de par en par y gesticular a gusto, paseando por la pieza.

Un rato más tarde, ella entraba de nuevo al comedor. Ahora el silencio se prolongó insoportablemente. Hice acopio de tranquilidad y le pregunté si era nueva en la casa.

– Si -dijo ella, con un tono despreocupado-. Entré a trabajar esta mañana, no mas… Me llamo Rosaura -añadió, con una sonrisa.

Se aproximó a mi asiento:

– ¿Le puedo retirar el plato?

– Sí, Rosaura.

La voz se me había adelgazado. Rosaura se inclinó y sus pechos casi me rozaron la nariz. Salió con el plato vacío y regresó al minuto con uno de jalea verde, que oscilaba y lanzaba reflejos cambiantes. Cuando volvió a salir, ataqué la jalea con voracidad, como si la substancia fresca, que se deshacía en la boca, participara misteriosamente de la naturaleza de la joven.

– ¿Cómo está el postre? -preguntó ella, asomándose por detrás del biombo.

– ¡Rico! -exclamé, limpiándome los labios.

Con reposada satisfacción, contemplé las curvas de Rosaura, que había salido del biombo y miraba el jardín, frente a la claridad de la ventana. La puerta principal se abrió bruscamente, crujiendo y dando paso a mi tía Gertrudis, que venia sofocada por el calor de la calle. Yo había olvidado por completo la hora. Me levanté y besé a mi tía en una mejilla. Rosaura se retiraba en la punta de los pies, con el plato de postre vacío.

– ¿Has comido bien, hijito? -preguntó mi tía, mientras se dejaba caer, suspirando, en la silla de la cabecera.

– Muy bien, tía.

Ella miró la puerta, extenuada. Otras voces resonaban en el vestíbulo. Se puso de pie, con determinación, cambió de sitio dos platos chinos del aparador, movió un milímetro, por razones de simetría, un cenicero de plata, limpió con los dedos una mancha invisible de polvo y se volvió a sentar, fatigada pero rígida. La puerta se abrió de nuevo -una señora pequeña, con cara de urraca, vaciló un segundo antes de divisar a Gertrudis.

– ¿Que haces aquí? -preguntó, sorprendida.

– Le hago compañía a este pobre niño, que se aburre solo -dijo mi tía Gertrudis, con aire de resignación.

La señora pequeña me vio, en ese momento y saludó con una sonrisa de simpatía protector; Prepare el ánimo, sabiendo que la decisión de sacrificio de mi tía Gertrudis era irrevocable.

Mi proyecto de recorrer, como un gusano, los volúmenes polvorientos alineados en el escritorio, fracasó con la llegada de Rosaura. Me paseaba ocioso por las salas del primer piso, Contemplando los efectos de luz de la claraboya o los dibujos de los muebles, donde una ronda de sátiros danzaba entre guirnaldas de flores. Postergaba para más tarde, para cuando cesara la inquietud, el momento de encerrarme a leer pero la inquietud, en vez de amainar, me roía los nervios. A veces, una carcajada de Rosaura, cristalina y vigorosa, brotaba de la lejanía del repostero. Yo caminaba de una punta a otra del salón, sintiéndome absurdamente solo. Durante el almuerzo, en presencia de Rosaura, estos sentimientos descendían a un fondo neutro, caía sobre ellos una especie de lápida.

– Parece que hay una mosca en el postre…

– A ver…

Rosaura, una mano apoyada en el respaldo de mi asiento y la otra en la mesa, se inclinó sobre el plato:

– ¿Quiere que se lo cambie?

Sonrió, muy próxima.

– No tengo ganas de comer más -dije, súbitamente ronco.

– ¿De veras?

Una expresión de sorpresa. En seguida, volvió a sonreir, a pocos milímetros de mi rostro. Se me oscureció la mente. Puse una mano sobre su antebrazo. Ella se aproximó todavía más. Hice presión sobre el antebrazo, cerré los ojos y la besé con torpeza en el cuello. Sonriendo en forma enigmática, Rosaura retiró el plato y desapareció detrás del biombo.

El corazón todavía me palpitaba con violencia cuando apareció mi tía Gertrudis. Creí advertir en su mirada una sombra de sospecha. Por su parte, al regresar desde atrás del biombo, Rosaura tenía una perfecta impavidez.

En los días que siguieron, Rosaura actuó como si no hubiera sucedido nada. Entraba con los platos, hacia alguna observación trivial sobre los guisos o sobre el calor y lo poco que faltaba para el verano, y salía. Tanto que llegué a pensar que lo del beso había sido un sueño. Sin embargo, un día cualquiera la encontré más expansiva, con un brillo especial en la mirada. Me sirvió la sopa y dijo que comiera -si no engordaba me iba a llevar el viento. Preguntó después por el colegio y no me dio tiempo para responder. Ella opinaba que estudiar demasiado hacía mal.

Cuando terminaba el postre, se plantó junto a mi:

– ¿Estaba bueno?

– Si -dije, moviendo la cabeza vigorosamente.

Se inclinó para retirar el plato y sus ojos me miraron con fijeza, entre risueños y tiernos. Tuve que hacer un esfuerzo para tragar el último bocado. Las orejas me ardían. Los ojos de Rosaura se acercaron. Bajé la vista, encontré unos labios que se ofrecían, entreabiertos y húmedos, y me adelanté a besarlos. Tomé distancia, para comprobar que era ella, y la volví a besar, con la sensación de haberme liberado de un peso infinito, de unas ataduras invisibles, que hasta entonces me habían oprimido insoportablemente, sin que me diera cuenta.

La puerta del comedor se abrió con estrépito. Mi tía Gertrudis fue a hablar, como de costumbre, y su boca permaneció abierta, en un gesto de estupefacción. Rosaura salió rápidamente. Rígida, revestido el rostro por una máscara de dignidad ultrajada, mi tía avanzó despacio y se puso a efectuar los pequeños arreglos habituales. Traté de concentrar energías, pero mi cerebro giraba, descontrolado, incapaz de encontrar un punto sólido. Felizmente, mi tía se había decidido por el reproche mudo. Ocupó su sitio en la cabecera, se colocó la servilleta en la falda y agitó brevemente la campanilla, clavando la mirada en un punto situado por encima de las flores del centro de mesa. Entró Rosaura con la vista baja, trayendo el primer plato. Creí notar en ella un dejo de hipocresía. Pero su aparente sumisión consiguió apaciguar a mi tía Gertrudis, que lanzó un imperceptible suspiro.

Según el reloj del aparador, faltaban más de veinte minutos para la hora del regreso al colegio, pero me descubrí sacando fuerzas de flaqueza y anunciando que tenía que partir. Alcancé a arrepentirme, viendo los ojos acerados de mi tía Gertrudis.

– Hasta mañana -dijo mi tía, después de un largo silencio, y puso la mejilla, con siempre, para que le diera el beso de despedida.

Al salir del comedor, el vestíbulo me recibió con una fisonomía extraña e inhóspita. La luz de la claraboya tenia una cruda lividez y los muebles, en la penumbra de las salas, se habían reagrupado en formaciones hostiles. Cuando divisé el escritorio, a través de la puerta entornada, entendí que las lecturas en el sofá de cuero, a la sombra del retrato de don Edmundo pertenecían a un pasado remoto. El golpe de la puerta de calle alejó esa atmósfera de encierro. Me sumergí en las veredas polvorientas, bulliciosas, respirando con delicia el aire de la primavera. Estaba sofocado, confuso, pero si descartaba como una pesadilla, el recuerdo de mi tía Gertrudis, me quedaba la exaltación de un mundo nuevo, lleno de promesas.

6
{"b":"87625","o":1}