BAJA las escalas despacio, alicaído, con las manos en los bolsillos. En la calle, lo reanima el impacto del aire fresco. Sobre los edificios, el cielo continúa claro. Un hombre rechoncho y musculoso le da un empujón al pasar. El entreabre la boca, para murmurar no sabe qué…
Mira hacia la acera del frente y avanza. Se detiene justo a tiempo, a un milímetro de la exhalación azulina de un automóvil… ¿A dónde ir? Resuelve caminar rumbo al poniente. Tiene la sensación de haberse olvidado de algo. Entre los papeles de su escritorio, los telefonazos, la lista con la letra del gerente… Arruga el rostro, angustiado.
Le parece que su nombre se desprende del bullicio.
– ¿Estás sordo? Hacia rato que te llamaba.
Sonrisa forzada. El pariente lo toma del brazo y reanuda el monólogo que ha interrumpido unos días antes.
– Ese libro es lo más entretenido que se ha escrito en Chile. ¡Seriamente! Y está muy bien documentado. A muchos personajes de la época los deja como figurones. ¿Te acuerdas de esa parte…?
– No lo he leído.
– ¡Ah, verdad! ¡Verdad que no lees más que latas! Como te digo…
En ese instante, pasa un taxi desocupado y su pariente corre a detenerlo.
– ¡Te llevo! -grita.
El dice que prefiere seguir a pie. Va muy cerca.
– ¿De veras?
La bocina poderosa de un bus, desde atrás del taxi, obliga al pariente a deponer su insistencia. Pasa el bus interminable, lentamente, y la esquina queda despejada. Una mujer vestida de blanco, de pechos enormes, cruza con majestuosa serenidad…
¿No se le ha olvidado algo importante, en medio de los papeles? Cierra los ojos y mueve la cabeza con brusquedad, para espantar la idea. Siempre la misma idea, que roe poco a poco su cerebro, que lo interrumpe en plena lectura o cuando se esfuerza denodadamente por conciliar el sueño…
– ¡Tonterías! -dice, y mira a una señora vieja que camina a su lado, por si lo ha oído hablar solo. Pero la señora, con la vista perdida, rumia algo propio. Más allá, la mujer de pecho voluminoso comienza a desaparecer en la marea de los transeúntes…
Un escaparate de libros atrae su atención. Observa un buen rato el escaparate y entra. "No debo comprar más libros". ¿Qué tiene que hacer mañana, a primera hora? En ese preciso momento cree ver, a través de la vidriera, la mandíbula agresiva del gerente, que husmea y sigue de largo. "Prepare inmediatamente este informe. Cinco puntos. Conciso y claro." Le entregaba el papel, y el papel quedaba encima del papelerío del escritorio, con prioridad. Punto uno. Escribía el número al comienzo de la página. Le dibujaba una base, otra, un paréntesis. Repasaba el número. ¿Qué decían las instrucciones? La letra desorbitada del gerente le causaba malestar. Empezaban a salir las palabras, por fin. Se atascaba, daba vueltas y vueltas a una frase… De pronto, estaba en la tercera página, temiendo que la ansiedad lo paralizara antes de llegar a la meta.
El gerente giraba en la silla, se echaba para atrás y leía en silencio. En la mitad de la lectura, mirándolo por arriba de los anteojos:
– Déjelo, no más. Ya lo llamaré.
Lo entusiasma una edición de una crónica de la conquista, con reproducciones de antiguos grabados. Algún país de America Central. Indígenas desnudos, pero con rico atuendo de plumas. Templos de piedra escalonada. Un guacamayo sobre la curva de una rama.
– ¿Cuánto vale?
La señorita examina el libro:
– Doce mil pesos.
– ¡Muy caro!
– Puede pagarlo a plazo, si desea…
– No…
Se despide de la señorita, cohibido. Al llegar a la puerta, echa pie atrás.
– Creo que voy a llevarlo…
– ¿Desea cancelar a plazo, señor?
Mira al techo y se restriega los ojos y las mejillas, con expresión de agobio.
– Al contado, mejor.
La cartera queda vacía. ¡En fin! El peso del libro le da la satisfacción del dinero bien empleado. Anda rápido, resuelto, saboreando la certeza de calmar, dentro de breves minutos, la curiosidad.
El ritual de cada tarde. Entrar a la cocina, sacar un agua mineral del refrigerador y beberla parsimoniosamente. Una cucaracha huye por la orilla del lavaplatos. ¿Cuándo les va a poner veneno? Sentarse junto a la ventana, arrimar un cenicero, abrir el libro. Ayer ha sido una novela inglesa del siglo XVIII. Una alusión, no recuerda dónde ni de quién, lo llevó a ese territorio. Veinte páginas, y cuando el protagonista, al vaivén de una diligencia, llegaba recién a una posada, en la mitad de su trayecto, había sonado el teléfono. Por ahí quedó la novela. Fue un alivio que la llamada telefónica le diera pretexto para ponerse ropa limpia y salir. Una comida sin ton ni son. Hablaron del costo de la vida en Chile, comparado con otros países. Conclusión: ¡hasta Paris era más barato que Santiago! Llegó Marcela, con un tipo mal agestado. Entre nerviosa y sobradora. El tipo resultó ser psiquiatra.
"¿Qué te has hecho?" El se había encogido de hombros. Nada especial. Discutió con el tipo sobre la psicología de los chilenos, con la mayor amabilidad, casi cordialmente. Les dieron una carne dura y una salsa indigesta. El vino estaba bueno, pero se acabó y hubo que resignarse al aguardiente.
Cuando la conversación se animaba, él se puso de pie. Al dar la mano a Marcela, advirtió en sus ojos un fulgor de odio. Continuó impasible la rueda de las despedidas, deteniéndose para decir una broma, exaltado por su dominio de la situación. "Mucho gusto de conocerlo" dijo el tipo, solícito, y él correspondió con discreta efusión.
En el ascensor, la soledad, que se había recogido, regresó con furia y estruendo. ¿Por qué no volver al departamento, junto a Marcela, si dominaba realmente la situación?… Pero las puertas automáticas se abrieron, implacables, y lo arrojaron a la noche. En su casa, no tuvo valor para reanudar el viaje con el protagonista inglés. No supo a qué libro recurrir. Permaneció mirando las estrellas, recordando vagamente la última vez que Marcela había estado en esa habitación. Algo le había dicho ella de su psicoanalista. El no imaginó a ese tipo pequeño, cuya expresión arisca era desmentida por la voz y los modales engolados. Había sentido lástima por Marcela, un dejo de vergiienza y tristeza…
Desata el paquete y mira las láminas, que no son tantas como había creído. Difícil hincar el diente a ese estilo arcaico, lleno de rodeos e indicaciones superfluas. Anteayer, una historia del Mediterráneo. En el segundo capitulo se le habían cerrado los ojos. "¿Qué me pasa?… ¿Llamaré a Marcela?" Antes era capaz de leer entero a un autor y de releerlo. Ahora, la máquina mental se obstruye; un resorte se ha vencido.
Camina por la pieza, observando de reojo las hileras de libros. ¿No es bueno, algunas veces, tomar resoluciones drásticas, suprimir hábitos inveterados? Saca un volumen descuadernado, con un horrible dibujo en la portada. "¡A la basura!… ¡Este también!… ¡Y este también!" Algo, en el umbral de la conciencia, le señala la posibilidad de venderlos a una librería de segunda mano, previa selección. Pero lo ha dominado, en forma súbita, un ímpetu destructivo que no hay modo de contener. Se atesta el canasto de basura, lo mismo que unas cajas de cartón que descubre en el cuarto de guardar, y los libros, partidos en dos, empiezan a volar al suelo del repostero. Un ímpetu febril, que sólo perdona algunos autores muy venerados: cuero sólido, bloques de papel noble. Después de una hora de actividad, el repostero es un cementerio de ensayos sutiles, cuyo título es ya un alarde de originalidad, de poemas amanerados, de novelas inútiles. Cierra la puerta para aislar esos promontorios de papel, cuya sola presencia amenaza con envenenarle todavía más el cerebro, y respira tranquilo, contemplando los tomos que han quedado tendidos en los anaqueles semidesiertos. Los ordena y ocupan sólo un mínimo rincón, pero un rincón que infunde confianza…
Descansar, después de la tempestad, fumando un cigarrillo. Apenas se da cuenta de que ha descolgado el fono y de que marca un número. No contestan. Bien. Abre la ventana y aspira el frescor de la brisa. Los ruidos y las luces, abajo, en una lejanía inalcanzable… Se aproxima al estante. Un libro verde, pesado, lo acompaña hasta el sillón y descansa, abierto, sobre sus rodillas. Da vuelta una página y otra, reposadamente. Se detiene y lee, con una sonrisa indefinida, el diálogo clásico del amor:
Yo soy la rosa de Sarón,
Y el lirio de los valles.
Como el lirio entre las espinas,
Así es mi amiga entre las doncellas.
Como el manzano entre los árboles silvestres,
Así es mi amado entre los mancebos:
Bajo la sombra del deseado me senté,
Y su fruto fue dulce a mi paladar…