Литмир - Электронная Библиотека
A
A

EL CIELO DE LOS DOMINGOS

"vayase a almorzar uno de estos días" le dijo su yerno, la vez que lo encontró en la calle. Iba muy apurado y a doña Celinda le pareció que no había querido precisar la fecha. En todo caso, iría ese domingo. También era la casa de su hija, al fin y al cabo.

Hecha la resolución, doña Celinda se sintió fortalecida. El sábado, compró un paquetón de dulces para la nieta. El domingo se levantó temprano, fue a misa y rezó por la hija, por la nieta, por el yerno -él sostenía ese hogar- y por ella misma, por que sus negocios de ropa usada prosperaran y por la salvación del alma.

– Hoy almuerzo fuera, señora Lucha. En casa de Raquelita.

– Que le vaya bien, doña Celinda.

Sale tranqueando por el patio, cartera y paquetón en mano. No consigue acercarse sin temor a casa de su yerno, sobre todo a falta de invitación formal. Temor a ser humillada, al contacto de una atmósfera que no logra asimilar completamente. A veces, frente al humor expansivo de doña Celinda, el yerno reacciona con una mirada de soslayo y un silencio impenetrable: "él es de buena familia" dice doña Celinda.

Pese a la excitación, tiene que acortar el paso. El sol pica, y son diez cuadras de camino. Llega sin aliento, deja la cartera en el suelo y toca el timbre. Mirándose en los vidrios de la puerta, se arregla el pelo entrecano. En seguida, los ojillos de pájaro se clavan en los vidrios, sin expresión. Detrás de los vidrios viene a dibujarse una sombra.

Nota cierto desgano en la voz de Raquel y entra sin saludar, pisando fuerte y haciendo alaraca por el calor de afuera. La conducen a una salita muy arreglada, con cuadros y muebles de estilo.

– Voy a llamar a la niña.

"Me pasan a esta pieza, como si no fuera de la familia". Doña Celinda suspira y se deja caer en un sillón. Saca un pañuelo y se limpia la frente. Sobre la mesa, el paquetón de dulces. ¡No vayan a encontrarlo pobre! Pero ya no hay nada que hacer.

– ¡Te volviste loca! -exclama su hija-. ¡Que paquete más enorme!

La nieta, enclenque y paliducha, cruza y descruza las piernas, mirando a doña Celinda con cara de susto.

– ¿Y Roberto?

Raquel dice que está bien. De pasada, añade que espera para el almuerzo una gente con quien tiene que hablar de negocios.

– ¡Cómo se te ocurre! -exclama, ante el ademán de partir de doña Celinda-. Te quedas a almorzar con nosotros.

Doña Celinda insiste ardorosamente, sin disuadir a Raquel. Como la discusión no se resuelve, cambia de tema -negocios de compra venta de ropa- y come un dulce. Raquel insinúa que hay mucho trabajo en la cocina -no se puede confiar en la empleada. Sus escrúpulos ceden, ante el interés que demuestra doña Celinda por quedarse en compañía de la nieta, y se

retira de la sala.

La niña, reclinada en la mesa, rumia un caramelo y se mira la punta de los zapatos. Sus piernas son como palillos.

"Debieran llevársela al campo ’ piensa doña Celinda. "¿Para qué tienen plata, entonces? En fin, mejor no me meto…"

– ¿Por que no vas a jugar al jardín?

Un destello de vivacidad atraviesa los ojos de la muchacha.

– Anda al jardín, te digo.

La muchacha deja el paquete sobre la mesa y sale corriendo.

"Chiquilla tonta" piensa doña Celinda. Saca de su cartera un pequeño espejo y se empolva la nariz gruesa, la sombra del bigote. Sonriendo con desdén, recuerda su infancia en el campo. Es una evocación confusa de trabajos y violencias, juegos y terrores primitivos. ¡Qué diferente! Guarda el espejo y se pone de pie. ¿Para qué se va a despedir? En el corredor sombrío no hay nadie. Abre la puerta, silenciosamente, y sale a la calle inundada por el sol.

Se va con paso firme, respirando fuerte. La gente conversa en las esquinas. Gritos, automóviles y el zumbido del calor. Trata de penetrar los rostros, como si eso sirviera para detener el torbellino de las ideas. Sin saber por qué, la altura del cielo le produce alegría y tristeza. Allá lejos, unos árboles se yerguen sobre unos muros grises. Pasa una carretela, cimbreándose y crujiendo que se desarma.

Don Cayetano en el interior del almacén, detrás del mostrador. En la semioscuridad, su chaqueta blanca, impecable. Doña Celinda no se atreve a entrar. Imagina la caja de don Cayetano, repleta de billetes. Hoy día, las muchachas jóvenes andan detrás de la plata; ella lo ha visto con sus propios ojos. ¡Llegan con un descaro! Don Cayetano, con la hermosa cabellera encanecida, que sobresale a los lados de la cabeza y enmarca una calva reluciente, está inclinado sacando una cuenta. Doña Celinda sigue su camino.

– ¡Quién se va a casar con una vieja sin chapa!

Lanza una carcajada sonora. Empujando con energía una puerta batiente, entra al Club Nortino, situado a continuación del almacén. Un bistec con harto jugo, y una ensaladita…

En el mesón, el ojo duro de un pescado, entre torrejas de limón y hojas de perejil, la seduce.

– ¿Señora?

– ¿Está fresco el pescado?

– ¡Fresquito!

Las manos del mesonero actúan con expedición asombrosa. Pronto el trozo blanco, tierno, levemente dorado, cae al papel de mantequilla; es colocado en la balanza, envuelto y entregado a través del mesón.

– Y una ensaladita, si me hace el favor.

La ensalada demora un poco más.

– ¡Que calor, no!

– Así es -contesta el mesonero, con indiferencia.

En un santiamén, hace un nudo, corta el cordel sobrante y arroja el paquete al mesón.

– Servida, señora.

Con la cartera y tanto bulto, doña Celinda se complica para pagar Se le ocurre que don Cayetano acude en su ayuda Hasta siente su presencia por encima del hombro. Minuciosa, separa los billetes y los va entregando.

Otra vez en la calle, rumbo a casa medio aburrida ya de tanto caminar. Los árboles, allá lejos. El cielo alto. Emana de todo una ligera tristeza.

En la pensión, recuerda haberle contado a la señora Lucha que almorzaría con su hija. Cierra la puerta cuidadosamente -mejor que no sepa la señora Lucha- y se dirige a la habitación en la punta de los pies. Encerrada en su cuarto, al otro extremo del patio, debe de estar la señora. Rumiando sus maldades.

Doña Celinda abre la ventana de par en par. Del fondo del ropero saca una botella de vino. Aunque medio vacía, alcanza para pasar el pescado. Retira el florero y coloca un plato encima de la mesa. Junto al plato, la botella, cuya porción de líquido rojo es un consuelo. El pescado se deshace al sol. Los tomates tienen un brillo de gloria.

"Comamos el pescado, pues…" Coge un tenedor, pero antes de atacar, la deja absorta, con la vista fija en la calle, una súbita melancolía.

– ¿No había ido a almorzar con su hija, doña Celinda?

Es la sonrisa turbia de la señora Lucha, que la examina desde la vereda.

– Resulta que habían partido al campo. Como no les avisé… Usted sabe, les gusta salir en los feriados. En el auto de mi yerno van a Cartagena, a Viña del Mar, a todas partes… Para eso tienen plata… Una que es pobre, obligada a quedarse, ¿no le parece?

– ¿Qué gracia le hallarán a moverse tanto?

– Toman aire, pues, y ven cosas distintas. Yo, si tuviera como, me pasaría moviendo.

– Yo, no. ¿Para que tanto paseo?

– No pudiendo, mejor así -dice doña Celinda con una sonrisa burlona.

Coge con la punta del tenedor un enorme bocado y lo engulle voluptuosamente. Botella en mano ofrece un vaso de vino a la señora Lucha.

– Gracias, doña Celinda. Usted sabe que no me gusta el trago

– ¡A su salud, entonces!

La señora Lucha se retira y doña Celinda con la boca repleta, no alcanza a despedirse.

– ¡Que lo pase muy bien! -exclama, después de tragar, cuando la señora desaparece tras la saliente del muro.

Bebe con fruición y se lame los bigotes. Después de limpiar el plato y de acabar con el concho de la botella se queda mirando al cielo. Hay algo extraño y perturbador en el cielo do los domingos. Algo que sin razón, produce nostalgia. Sobre la superficie tersa, pasa una corriente invisible, llena de rumores agudos, cargada de incitaciones.

¿Cuantos domingos ha vivido? ¿Cuantos le quedan por presenciar? No puede apartar los ojos del cielo azul, y el asombro del tiempo que ha transcurrido entreabre su boca ligeramente Una repentina frescura y un cambio de luz, apenas perceptible, insinúan el atardecer. Doña Celinda apoya el rostro en la mesa -así no la ven desde la calle- y cierra los ojos, tratando de dormir. Las caras de la hija y de la nieta revoletean en la memoria, entre los pasos y las voces entrecortadas que llegan de la calle. Al rato, los ronquidos imperan en la habitación. En la casa del frente, los rayos del sol caen oblicuos. Pronto habrá llegado la oscuridad.

5
{"b":"87625","o":1}