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– Tenía un compromiso…

– ¿Por qué no me vas a ver en la tarde?

– ¿A qué hora?

– A la hora que quieras.

Francisco mira hacia arriba, como si revisara sus planes y dice finalmente que bueno.

– Te espero a las siete.

– Siete y media -dice Francisco.

Quedan de acuerdo en las siete y media.

El martes, supuso que había llegado el marido de Matilde. En los días que siguieron, evitó cuidadosamente encontrarla. Una tarde que la divisó al otro extremo del corredor, caminando en dirección a él, entró a la oficina que se hallaba más cerca.

Un cuarto angosto, con estantes que cubrían los muros y llegaban al techo, cargados de Papeles. Para Francisco, las funciones de esa oficina eran un misterio. Dos empleados, hundidos detrás de escritorios enormes, lo miraron con indiferencia.

– ¿No han visto a Varela por aquí?

– No -respondieron, a un tiempo.

– ¿Y al jefe?

– Tampoco.

– … ¿Podrían prestarme el teléfono?

– Úselo, no más.

Marcó el número de la oficina y estaba ocupado. Colgó. Su vista recorría los papeles sucios, pasto probable de ratones. Volvió a marcar y seguía ocupado.

– Gracias -dijo, abandonando el teléfono

Le respondieron con un gesto abúlico.

Abrió la puerta y alcanzó a ver la espalda de Matilde, que se alejaba con lentitud. El salió disparado, rumbo a su oficina.

Días más tarde, supo que Matilde se retiraba del puesto. Ella se lo había dicho. A su marido no le gustaba que trabajara. Francisco fue a despedirse. Como no la encontró, le dejó un mensaje. Ella no se dio por aludida. El fue a despedirse por segunda vez y le dijeron que ya se había retirado del empleo. Durante un tiempo, estuvo tentado de llamarla por teléfono, pero llegado el momento no se decidía.

Han transcurrido los meses de invierno. Avanza el crepúsculo de un día de sol, uno de los que inician la primavera. Francisco, que acaba de recibir del Director una vaga promesa de aumento de sueldo, camina rápido por el pasillo y entra a su oficina como un bólido. Varela está sacando las palabras cruzadas del diario de la tarde.

– ¿Que hay?

– Nada -dice Francisco, y se pone a pasear entre los cuatro rincones de la pieza.

– Sabes -dice, al cabo de un minuto-. Me tomaría una botellita de vino. ¡Qué te parece!

– ¡Vamos! -dice Várela, aplaudiendo y sobándose las manos.

Varela y Francisco salen casi al trote, refocilándose con la idea de la botella que se van a echar al cuerpo. Con una inclinación de cabeza, se despiden del Director, que sale también, pausada y dignamente.

Dos cuadras más allá divisan a Matilde, del brazo del marido,

– ¿Te acuerdas de Matilde? -pregunta Francisco.

Várela hace una mueca desdeñosa. Su miedo a las mujeres se ha transformado en resentimiento incurable, que fácilmente podría desembocar en odio. Sólo se siente seguro frente a las prostitutas, y en esas ocasiones abusa de su poder.

Meditando en esto, Francisco sonríe con pesadumbre.

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