Литмир - Электронная Библиотека
A
A

De nuevo asoma una cabeza por la puerta de la oficina:

– El viejo lo sigue esperando.

– Hágalo pasar -dice el jefe.

Varela y Francisco se retiran, mientras un viejo de pequeña estatura, mal vestido, se desliza junto a ellos.

– El vino me da dolor de cabeza -dice Francisco.

Frente a su escritorio, se derrumba en la silla. Intenta decirle a Varela que le duelen los huesos. Levanta la cara, pero no pronuncia palabra y queda con la mirada fija en la pared. En su mente se ha hecho el vacío.

Diez minutos después, la puerta se abre muy despacio. Aparece el viejo que había entrado al despacho del jefe. El viejo mira a Varela, detrás de unos anteojos que brillan. Pero Varela se ha puesto a examinar un almanaque concienzudamente y no le hace caso.

– ¿Señor?

Arrastrando los pies, con el sombrero en la mano, el viejo se aproxima al escritorio de Francisco. Ha presentado hace días una solicitud y viene a preguntar por ella.

– ¿Cómo se llama usted?

– Joaquin Helvetius -dice el viejo.

– ¡Ah, si! Ahora me acuerdo -dice Francisco, rascándose la cabeza y mirando, descorazonado, un alto de papeles-. Su solicitud está para informe de la Fiscalía.

– ¿Puedo venir mañana, entonces?

Los ojillos azules del viejo se clavan en Francisco, aparentemente humildes, pero con implacable obstinación.

– Tiene que esperarse una semana, por lo menos -dice Francisco.

– ¡Ah!

El viejo mueve la cabeza y no se decide a partir. Francisco lo conduce a la puerta…

– ¿Una semana?…

– Si, señor -dice Francisco.

El viejo le da la mano, inclinando la cabeza varias veces, y se aleja por el corredor. Camina un poco encorvado. Su marcha es como un trote suave, en el que las rodillas se disparan hacia afuera.

Francisco lo sigue con la mirada hasta verlo desaparecer. Piensa en el destino, que une por un instante las vidas más dispares. Después sacude la cabeza. Está pensando idioteces. Una voz femenina lo saca del ensimismamiento.

– Se ha olvidado de traer el libro que me prometió…

– No, Matilde, no se me ha olvidado -dice Francisco, atolondradamente-. Lo que pasa es que me lo tiene otra persona. Pero en la tarde se lo puedo ir a dejar, si quiere. ¿No vive por aquí cerca, usted?

– Si -dice ella, sonriendo-. A cinco cuadras. Le doy la dirección… ¡Siempre que no sea una molestia!

– ¡Ninguna molestia! Por el contrario…

Francisco apunta en su libreta y vuelve a la oficina, exaltado, con una sonrisa que no puede aplacar por más esfuerzos que hace. Abre un cajón y observa el libro que yace al fondo, a la espera de la ocasión más propicia. Varela se acerca, leyendo el almanaque, con cara preocupada.

– ¿Sabes cuánto aumenta cada año la población del mundo?

Francisco hace un gesto de indiferencia. Varela da una cifra y queda meditabundo, seriamente alarmado.

Ha esperado que se vayan los demás, que avance la noche. Lástima que en la mañana no se puso el traje nuevo. Y la corbata es una hilacha. ¡No haber sabido! El libro, fuera de su escondite, aguarda sobre la carpeta, exactamente en el centro de la carpeta… Podría ir caminando despacio, mirar un poco las vitrinas. Coge el libro, se contempla por última vez en los vidrios de la ventana, echa una mirada a la oficina, como para cerciorarse de que no lo ha sorprendido nadie, apaga y cierra la puerta.

Hay mucha gente en la calle. Los empujones y el ruido de las bocinas lo aturden. Además, la imaginación anticipada del encuentro con Matilde le produce palpitaciones. Como que las piernas no obedecen. Sin embargo, camina, sale del centro a callejuelas olvidadas, pasa frente a un depósito de artefactos sanitarios, que lo deprime. Unos metros más adelante se halla la dirección buscada. Sube por un ascensor deteriorado, desemboca en un vestíbulo oscuro y toca un timbre. Ya no hay manera de retroceder.

¿Ella no habrá llegado todavía? El timbre resuena otra vez en el interior, sin respuesta.

Lentamente baja la escala. Le parece una burla estar de nuevo en la calle, junto al depósito de artefactos. En lugar de la inquietud sorda de

hace dos minutos, lo devora la impaciencia. Resuelve caminar un poco.

De regreso en el centro, divisa entre el gentío al viejo de la solicitud, que lleva un paquetón deshecho debajo del brazo. ¿En que trajines andará? Algo impulsa a Francisco a cruzar a la acera del frente, pero sigue al viejo con el rabillo del ojo. Escucha un bocinazo, el crujido de unos frenos, y alcanza a vislumbrar, confusamente, la mole de un bus que se precipita sobre él.

¡Pasó raspando! Francisco salta a la acera y camina de prisa. Sólo disminuye la marcha cuando los latidos del corazón empiezan a normalizarse. Un sopor tibio le hormiguea por los músculos, una modorra… El cielo, sobre las luces artificiales, está negro. "Vamos a casa de Matilde. Vamos despacio. No hay por qué agitarse… Despacio… La noche es larga."

Retrospectivamente, imagina un círculo de curiosos; el chofer, lívido, pasándose un pañuelo por la cara; el carabinero que moja el lápiz con la lengua, impávido, y escribe en su libreta; sirenas; revuelo indefinido; murmullo creciente; el cadáver cubierto con papel de diario; un zapato asomado; en la última fila, el viejo de la solicitud, que se empina, pero no logra ver nada…

Sacude la cabeza como en sus tiempos de seminarista, cuando desechaba las ideas pecaminosas con arrebatos de voluntad. Arrebatos cada día más débiles, compuertas carcomidas por la proliferación de las tentaciones…

¿Qué estoy pensando?" El depósito de artefactos sanitarios, sometido aún a la luz fluorescente, tiene la inesperada propiedad de restituirlo a su propósito. A escasos metros, la puerta del edificio, que la memoria ya había deformado.

El ascensor sube con lentitud, tiembla y demora demasiado en abrirse. Sonido áspero y ronco del timbre, que desgarra el silencio…

– Estoy de nuevo en el convento. La oficina es un convento.

– ¿De veras que fuiste seminarista?

– De veras. Recién me estaba acordando. Casi me atropellaron y me acorde. Asociación de ideas.

– Te juro que no puedo creer.

La incredulidad de Matilde se transforma primero en sorpresa, después, en una ligera y escondida desconfianza.

– Si -dice Francisco, enarcando las cejas tristemente. Repite que si, meditabundo, y bebe de un golpe el vaso de aperitivo.

– ¿Quieres más?

Un signo de afirmación. Matilde le llena el vaso y se instala frente a él. Una sonrisa de ternura desplaza la desconfianza.

– La verdad es que no quiero hablar -dice Francisco.

Un pliegue despectivo de los labios.

– No quiero acordarme.

Vuelve a levantar el vaso. La cuarta copa desciende por el esófago con perfecta facilidad. Apoya su mano en la de Matilde, en un extremo

de la falda escocesa.

– ¿Dónde está tu marido? -pregunta.

Cae en la cuenta de que ha hecho una pregunta estúpida.

– En Buenos Aires -dice Matilde, sin alterarse.

– Mm…

Durante el silencio, Matilde no cesa de mirarlo y de sonreir. Francisco se pasa un dedo por el cuello de la camisa. Observa los muebles. Tose. Al fin, debe someterse de lleno a los ojos inquisitivos. La vista se le nubla. Coge por la nuca a Matilde, la aproxima y aplasta sus labios contra los de ella.

– ¡No seas brusco! -dice Matilde, con suavidad, cuando logra zafarse-. Por poco me estrangulas.

Con ambas manos, Matilde se echa para atrás los cabellos que le estorban la cara. Acerca la silla unos centímetros. Se acomoda bien y cruza los brazos por detrás de los hombros de Francisco.

– Seminarista -dice, antes de avanzar los labios entreabiertos.

Después del segundo beso, la sangre afluye de golpe al rostro de él. Los pulmones empiezan a expandirse y a respirar ansiosamente.

Ven a verme mañana.

– Te llamo por teléfono, mejor… Tengo que librarme de otro compromiso.

Con la frente pegada a los vidrios, contempla los techos grises, irregulares, sumidos en la oscuridad. Adivina, a su espalda, la mirada de Matilde. Los besos y el asalto amoroso han arrasado con la máscara del maquillaje. Pálida, con la piel ajada, parece diez años mayor. Cierto que las pantorrillas guardan la elasticidad juvenil. Pero alrededor de los ojos hay un mapa de arrugas finas que el desgaste sexual ha marcado.

– ¿Vas a llamarme sin falta?

Los ojos de ella continúan dilatados, anhelantes.

– Sin falta -dice él, cogiendo la chaqueta y arreglándose el nudo de la corbata.

Se inclina sobre la cama para despedirse. Los brazos de Matilde forman un nudo ciego, que lo ahoga.

El nudo, por fin, se deshace. Francisco sale a la calle y el aire frío le espanta la somnolencia.

En la madrugada del domingo, Francisco, que ha tenido una noche de insomnio, mira la calle desde su ventana. Emelina vuelve de misa, paso a paso, envuelta en un abrigo negro. En las manos el misal deshojado que heredó de misia Mercedes, la madre de Francisco. Sol de invierno. Unos muchachos juegan en la calzada con una pelota de trapo. La pelota pasa silbando junto a la cabeza de Emelina, que se encoge, cierra los ojos y sigue su marcha gruñendo.

– Chiquillos de moledora -comenta Emelina, al llegar a la casa. Cruza hasta el huerto Y mira el horizonte, con los botines hundidos en el barro. Las montañas bajas, de cumbre redondeada, dan la sensación de hallarse más cerca que otras veces.

Francisco se pasea por la galería en mangas de camisa.

– ¿Qué se pasea tanto? -grita Emelina-. ¿Por qué no sale a tomar un poco de aire?

– ¡Y vos! ¿Qué te metes?

Emelina, con los ojos chispeantes de furia:

– ¡A usted lo tiene agarrado el demonio! ¡Ahí está! ¡Eso es lo que le pasa a usted!

– Déjame tranquilo, ¿quieres? -dice Francisco, riendo con desgano.

– ¡Eso es lo que le pasa a usted! -repite Emelina, cada instante más desorbitada.

– ¡Vieja de porquería!

Ella se retira al repostero, persignándose. Con expresión dolorida, como si sufriera por los pecados de los hombres, saca las ollas y el resto de los utensilios. Francisco regresa al dormitorio y se tiende en la cama. La trizadura del techo es un río cada vez más profundo. Cierra los ojos, pero no logra conciliar el sueño.

El lunes por la tarde encuentra a Matilde en la oficina del habilitado. Salen juntos de la oficina y hablan del atraso en los pagos, de lo nada que cunde el sueldo, de una orden de servicio que reitera la obligación de firmar el libro de asistencia bajo amenaza de severas penalidades…

– No me llamaste por teléfono -dice ella, cuando se van a separar.

3
{"b":"87625","o":1}