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Al día siguiente, Rosaura no estaba en la casa. Sirvió el almuerzo una vieja de anteojos y de caderas gruesas, que caminaba como un ganso.

– ¿Y Rosaura?

– No sé -dijo la vieja, encogiéndose de hombros.

Mi tía Gertrudis llegó de buen humor. Contó su conversación con un maestro medio pitancero, que le barnizaba una cómoda. Me preguntó si me había gustado el almuerzo. Tuve que poner buena cara y decir que si, aunque había comido con desgano. Al poco rato, el tono seguro de mi tía me hacia sentir que lo de Rosaura había sido una locura, el producto de una fiebre.

Sin embargo, esa noche y las que siguieron anduve por calles apartadas, con la esperanza vaga de un encuentro. Creía reconocer una silueta y apuraba el paso, profundamente alterado. Siempre un rostro desconocido, que me devolvía a la aridez, al desierto de la separación.

No la encontré entonces, sino algunos años después, empleada en el departamento de un amigo mío, donde yo solía llegar en las tardes, a falta de un destino mejor.

Mi amigo se llamaba Juan Gil. Era un tipo un poco adiposo, atrabiliario, perpetuamente dominado por una nerviosidad excesiva, que lo llevaba de la euforia a la tristeza con rápidas transiciones. Aficionado a la música y a las bebidas alcohólicas. Yo no conocía bien su historia. En alguna forma, había llegado a poseer ese departamento, cuyos muros se estaban descascarando, y un dinero que, según el capricho del dueño, corría o era defendido con avaricia extrema.

Solía irritarme con Juan, sobre todo después de verlo a menudo, de modo que mis visitas seguían un ritmo intermitente. Una vez que me dejé caer al cabo de semanas de ausencia, me abrió la puerta Rosaura. La encontré muy cambiada. Sus rasgos se habían marcado y ajado ligeramente. Una palidez malsana. Ahora usaba pintura en abundancia y los ojos, que al comienzo reflejaron la sorpresa del encuentro, me observaron en seguida sin la coquetería de antes, más bien con desparpajo y una especie de reto cínico. Disimulando el disgusto, respondí a su saludo con amabilidad.

El salón estaba lleno de humo. Juan, en mangas de camisa, sentado en el suelo, clavaba la mirada brillante en una mesa baja. Junto a él, sobre la alfombra, un vaso semivacío, empañado por el hielo, y un cenicero repleto de colillas. Albumes de discos repartidos por toda la pieza. Un concierto para violín de Vivaldi proporcionaba un fondo suave a las voces alborotadas. Tenía la palabra un joven macizo y de mediana estatura, uno de esos chilenos que aspiran a norteamericanos: corbata de mariposa, pelo corto, ausencia de formalismos, giros yanquis salpicados en la conversación. Otro joven, sentado en la orilla opuesta del mismo sofá y vagamente norteamericano también, subrayaba la conversación del primero por medio de carcajadas estridentes.

– ¿Desde cuándo que está Rosaura aquí? -pregunté a Juan Gil.

Juan levantó la cabeza, sorprendido. Los jóvenes del sofá rieron estruendosamente, golpeándose las rodillas con las palmas de las manos.

– ¡Cuidado! -exclamó el de la corbata de mariposa-. Que Juan está muy enamorado.

Juan gruñó algo en contrario. El joven de la corbata de mariposa me miraba con una sonrisa aprobadora, de complicidad varonil, de la que me esforcé por desprenderme.

– Estuvo empleada en casa de una pariente mía -dije, sentándome en el suelo, con los pies entrecruzados-. Eso es todo.

No obstante, el joven continuó mirándome con su sonrisa turbia, reacio a admitir la inocencia de mi relación con Rosaura, como si le interesara establecer conmigo una camaradería más o menos canallesca.

– ¡Bueno! -exclamó, mirando de pronto para otra parte y retomando el hilo de una conversación interrumpida. Se acomodó en el sofá y aclaró la voz:

– Como les iba diciendo…

Miró su vaso con atención, afectadamente.

– …Era una de las mujeres más macanudas que me han tocado… ¡Unos pechos formidables!

Hizo un gesto para dar idea de la amplitud de esos pechos.

– …¡Y unas piernas!

Modeló las piernas en el aire.

– No sé cómo diablos averiguó mi nombre y mi teléfono.

– ¿Ella te llamó?

El asombro del joven de la otra esquina del sofá no tenia límites.

– Ella -dijo el de la corbata de mariposa, contemplándose las uñas-. El marido había tenido que partir por una semana al extranjero.

Plegó los labios y observó el hielo de su vaso. El otro no lograba salir de su asombro. Sin darse por aludido de esa actitud, el de la corbata de mariposa retiró una hilacha que había descubierto en su pantalón. No soltó la palabra hasta el anochecer, y la verdad es que las historias eran entretenidas: una señora que veraneaba sola en unas termas, la amante del padre del propio narrador, una oficinista neurótica, una joven alemana aficionada al salto alto, de temperamento muy ardiente, la mamá de un compañero de curso, que lo había perseguido con descaro increíble… Solo hubo interrupción cuando Juan, en un rapto de entusiasmo, mandó a Rosaura a comprar comida para todo el mundo. Salió Rosaura y el joven de la corbata de mariposa, que había estado pasándose la lengua por los labios, reanudó el relato. La madeja de los recuerdos se desenredaba lentamente.

Vino a cortar la narración el anuncio de Rosaura de que la comida estaba lista. No era cosa de olvidar una buena comida. Cerré los ojos y tragué un vaso entero de aguardiente. Había bebido varios durante el relato. Ahora, en medio de la niebla que me invadía la conciencia, la voz de Rosaura me produjo una punzada de nostalgia.

– ¿Que te pasa? -dijo Juan, y me golpeó la espalda violentamente.

Avancé al comedor como sonámbulo. Con el alcohol, el relato donjuanesco se había tornado incoherente. El segundo joven, en vez de prestar su atención admirativa, seguía embobado las evoluciones de Rosaura. Yo estaba deprimido. El dueño de casa, abrumado por la embriaguez, inclinaba la cabeza y los párpados se le caían.

Terminada la comida, algo me hizo dirigirme, con pasos inseguros, al repostero. Rosaura, sola en el repostero estrecho, de muros ennegrecidos, lavaba un montón inmenso de platos sucios. Vasos desocupados, botellas vacías, tazas con restos de café, ceniceros repletos de cigarrillos a medio fumar. Volvió la cara y me miró con humildad y timidez, como si la desarmara encontrarse rodeada por esas cosas, testigos de su trabajo diario. No supe que decir. No puedo precisar hasta qué punto mis intenciones eran eróticas, pero me sentí miserable; la estupidez del joven de la corbata de mariposa me golpeó en forma retrospectiva. Divisaba, al fondo, lo que debía de ser la pieza de Rosaura: un cuarto angosto, oscuro, resumen de toda una existencia sórdida.

– ¿Cómo está usted, Rosaura? -pregunté, tratando de que el aguardiente no me trabara la lengua.

– Muy bien, señor.

Hubo un silencio. Rosaura bajó la mirada y se puso a refregar las ollas con más energías que antes. Di media vuelta y regresé al salón. Allí continué bebiendo, sin ocuparme de la conversación excitada de los jóvenes. Me fui a medianoche y no he aparecido de nuevo por el departamento de Juan. A veces, el recuerdo de Rosaura me provoca una momentánea melancolía.

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