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– ¿Debo entender que propone que el coronel Etvuchenko actúe por su cuenta?

– Me da lo mismo.

Nada de lo que siguió tiene ya interés como para que lo cuente con detalle. Me dejaron solo, pero me vigilaron según mis instrucciones. La noche estaba lluviosa, pero no fría, e incluso el azul del aire era hermoso. No dejé de fijarme en que una mujer arrodillada y sentada sobre sus piernas, tocaba tiernamente una flautita. Podía tener lo mismo doce que veinte años: rubia, delgada, recordaba a algún personaje de cuento céltico, donde los mendigos son siempre ángeles o santos, cuando no la misma Virgen María. Me alejé de ella con melancolía. Dejé el coche junto al único farol de la plazoleta, uno de gas, de los antiguos. Sonaba un acordeón lejano, quizá sólo un disco o una radio. Y, como la lluvia era menuda, daba la sensación de niebla, una niebla que englutiese casas y árboles y los fundiese en un conjunto borroso. No sé por qué recordé a Irina: acaso porque la sensación encaminaba más a la poesía que al miedo. Entré en la casa, deposité el dinero, esperé en el coche, recogí después los cartapacios del Plan Estratégico y los fui trasladando al exterior, vigilado por varias metralletas y por la mirada escrupulosa de Iussupov, a quien probablemente aquello parecía menos fácil y más elemental de lo que era en realidad. Poco tiempo después, aquel montón de papeles estaba en el despacho del Embajador. Ni éste, ni el General, ni Iussupov, ni siquiera el doctor Klein, se atrevían a tocarlo, aunque sí lo rondasen. Pero la situación la había alterado la presencia de un personaje inesperado (para mí una sorpresa). Irina Tchernova acarició con sus delicados guantes los cartapacios ásperos. Se volvió a los presentes.

– ¿Recuerdan lo del caballo de Troya? -dijo, con cierta burla en la voz.

Iussupov le contestó que sí, que por supuesto.

– Pues no estaría de más que los señores del Estado Mayor lo recordasen también. Éste, al menos, es mi consejo.

No se había quitado el impermeable, se había limitado a desabrochárselo. Al ver el Embajador que parecía disponerse a marchar (y sólo por el movimiento de sus dedos en los botones), le preguntó:

– ¿Pero va usted a dejarnos en esta perplejidad? ¿Por qué nos dice eso? ¿Qué es lo que sabe?

– Nada, señor Embajador. Mera deformación profesional. No olvide que soy poeta, y lo que acabo de hacer es una cita poética, aunque sólo en cierto modo.

Sus palabras parecían, efectivamente, liquidar el coloquio, pero, en cambio, había interrumpido a mitad del camino el recorrido de sus dedos por los botones del impermeable. El General recurrió al cigarrillo con que solía cubrir vacíos y rellenar pausas, y después dijo:

– Irina, nada más lejos de mi intención que intervenir en el sistema al que usted pertenece y cuyos canales de comunicación no coinciden, evidentemente, con los míos. No voy a preguntarle lo que sabe, sino sólo si sabe algo.

– ¿Saber? No, General. Pero he reflexionado. Si nuestro Estado Mayor hizo llegar a la NATO un estudio estratégico escrupuloso para enterarles, no sólo de que su sistema de defensa tenía un punto vulnerable, sino de que nosotros le sabíamos, lo natural es que ellos hayan elaborado un estudio semejante y nos lo hayan hecho llegar, ahí lo tenemos delante de nosotros, no para convencernos de que somos invulnerables, sino para hacérnoslo creer. Nos responden adecuadamente, pero el efecto que intentan causarnos con su respuesta es el contrario del que nosotros nos hemos esforzado en causarles a ellos. Lo encuentro, sobre todo, elemental, y me admira que a ninguno de ustedes se le haya ocurrido.

El Secretario se adelantó, en el uso de la palabra, al General, y le cortó el ademán correspondiente:

– Y, díganos usted, Irina: ¿somos nosotros quienes hemos de comunicar esa sospecha al Estado Mayor, o lo hará usted directamente?

La mano de Irina abrochó el último botón.

– Ustedes por su lado, yo por el mío. Procuren redactar el mensaje de tal modo que no vayan a entender precisamente lo contrario, pues las contradicciones les inquietan como a todo el mundo. Aunque, por supuesto, no aspiro a una coincidencia literal, que sería impensable. Tengo, sin embargo, serias razones para esperar que a quien harán caso será a mí, lo cual no dejo de lamentar, pues yo no pertenezco al Servicio para entretenerme en estos juegos y en estos amagos de un Estado Mayor a otro, tengo algo más importante que hacer.

– ¿Algo demasiado secreto? -le preguntó, amable y un poco deslumbrado, el General.

– Buscar a alguien y matarlo, en el caso de que sea alguien y de que sea mortal.

Sentí un escalofrío, mientras Iussupov preguntaba a Irina si se trataba de un traidor a la URSS o más bien de un amante traidor. No recibió de Irina, no ya respuesta: ni siquiera mirada. Ella recogió el paraguas y la cartera, que había dejado encima de una silla, y salió. Todos escuchamos cómo el ruido de sus pasos se alejaba, tranquilo, por el pasillo. Cuando dejó de oírse, empezaron a hablar, y yo aproveché un momento en que Iussupov exponía su punto de vista acerca de los hechos, que era el mismo que antes, aunque modificado en algunos detalles y, sobre todo, en sus conclusiones, para lo cual había comenzado por recordar no sé qué de lo acontecido a un espía egipcio en la corte de los Mitani; lo aproveché pidiendo al General permiso para retirarme, porque la operación, le dije, me había fatigado. Salí de la Embajada sin cautelas. Vi, sin embargo, un coche parado a escasa distancia de la puerta: iba a esquivarlo, pero de su interior me llamó la voz de Irina. Me acerqué.

– Entra -me dijo.

Irina invitaba al coronel Etvuchenko, quizá con el intento de que el soldado victorioso descansase del esfuerzo de la pelea y hasta es posible que del tedio de la gloria, aunque, como ésta no se había manifestado de ninguna de las maneras habituales (¡Una felicitación, al menos, del señor General!), no dejaba de ser admisible la hipótesis de que Irina intentase suplir o corregir con sus manos suaves, con su voz profunda y acogedora como una caverna, aquella deficiencia, lo cual, tratándose del coronel Etvuchenko, no parecía, en principio, desagradable. Dejé a mi personaje que entrase en el coche y yo entré con él, servidumbre inevitable. Irina me dio un beso.

– ¡Te has portado bien, Yuri!

Probablemente a Yuri le hubiesen bastado el beso y la felicitación de Irina para renunciar al estado de tensión profesional y sustituirlo por el de tensión sentimental, con la esperanza de una satisfacción completa a medio plazo, o acaso a plazo breve, si las cosas se precipitaban. Yo hice lo que Yuri hubiera hecho, aunque con otras intenciones.

– ¿Te parece que vayamos a cenar a cualquier rincón bonito?

– Mi casa -respondió Irina- es un rincón incomparable, y tiene la ventaja sobre cualquier figón de la Orilla Izquierda de que los cristales de las ventanas son a prueba de balas.

– ¿Algún temor? ¿Quizás alguna sospecha?

– ¡Una simple precaución, amor mío! Los agentes de la NATO, a estas horas, andan excitados como las moscas en verano. Y algunos me conocen.

– Pero tú no has tenido nada que ver en este asunto.

– No, pero estaba al corriente.

Había arrancado el coche. Los limpiaparabrisas recorrían agitados su camino de cristal. Di a Irina un cigarrillo encendido y yo puse otro entre mis labios.

– ¿Cómo sabes -le pregunté-, el contenido del Plan? Porque yo soy el único que lo ha tenido en sus manos, e ignoro totalmente en qué consiste.

– Tengo mis confidencias.

– ¿El comandante Levillier?

– No tan arriba, pero tampoco demasiado abajo.

– ¡Ah!

Pensé inmediatamente en Crosby, pero me resistí a aceptar, ni aun como hipótesis de trabajo, que Irina se hubiera acostado con él para obtener aquellas confidencias. Subíamos por la calle de Rennes, hacia la estación de Montparnasse. La casa de Irina estaba por aquel barrio, a la derecha de la estación, en una placita de castaños bastante recogida. Pero no fuimos a ella directamente. Irina dejó su coche en un garaje, tomamos un taxi, dio su dirección, me entregó una llave.

– Sal tú y abre la puerta de la calle mientras yo pago.

Lo hice. Apenas Irina había cruzado el espacio entre el taxi y la puerta, una ráfaga de muerte silbó en aquel silencio. Me miró y me empujó hacia el ascensor. Nos detuvimos un piso más arriba, bajé delante, abrí también y la esperé. Irina no manifestaba miedo: se limitaba a tomar precauciones inteligentes, aunque elementales. Yo, mientras tanto, intentaba averiguar, por mera deducción, a quién se le habría ocurrido vigilarla y autorizar que la matasen. Pensé en D39, sigla que enmascara a un oficial holandés alto, tozudo y no demasiado imaginativo, aunque buen trabajador y bastante fanático; un hombre que entiende que las mujeres pertenezcan al Servicio, pero que se sentiría verdaderamente realizado si llegara a contemplarlas muertas a sus pies.

Después de cerrar y echar varios cerrojos de seguridad («¡No me gustaría que nos estropeasen la noche con un doble asesinato!») Irina se metió en la cocina, y, desde el sillón en que me había sentado, la oía trajinar. Por los olores que me fueron llegando, averigüé un programa culinario de lo más ruso, que resultó además de gran poder restaurador. ¿Me consideraba fatigado o precavía posibles fatigas ulteriores? ¡Irina, cada vez más adorable, digna de quien pudiera adorarla, y no de mí! El vino, sin embargo, no fue ruso, ni siquiera el aguardiente: un burdeos de buen año y un calvados. Pero, mientras llegaba con las bandejas, examiné la habitación más atentamente de lo que lo había hecho aquella tarde, y el análisis de los objetos y de sus combinaciones me fue descubriendo a una mujer de espíritu bastante atractivo, no sólo su cuerpo, al que no cabía poner tacha. Los libros de poesía, en los plúteos, encima de la mesa, o el que, abierto aún, había abandonado aquella misma tarde -acaso en el sofá-, no eran ni más ni menos que los que yo esperaba, e incluso los que yo hubiera leído de presentarme como De Blacas y no como Etvuchenko. La persona del capitán de navío me fue siempre simpática por su afición a las Matemáticas, a la poesía y a las mujeres bonitas, y me hubiera gustado tratar a Irina desde el pellejo de De Blacas, pero aquella etapa de la aventura no había sido prevista. Continué mi inspección. Algunas contradicciones, como la vecindad de Lenin con una Madona de Kazan alumbrada de velitas color miel, no me sorprendieron demasiado, ya que respondían a la idea más tópica que tenemos de los rusos, sobre todo de los soviéticos, pero no dejaba de ser interesante que aquella muchacha encendiese velas a la Madona de Kazan. Aunque también podía ser mero detalle decorativo, y, ¿por qué no ingrediente de un disfraz? Visto así, en virtud de esta sospecha, todo lo que me rodeaba, incluidos los libros, podía significar varias cosas a la vez. Todo signo es ambiguo, y dice lo que queremos que nos diga, salvo cuando creemos que dice lo que quien los emite se propone que diga. Y no hago aquí este inciso teórico por mero capricho o por afán de mostrar mi sabiduría, sino porque, en el fondo de este relato, como llegará a verse, luchan unos signos contra otros, signos que dicen una cosa y que son otra. ¿Habéis retenido el nombre de Eva Gradner, a quien llamaré también Gadner o quizá Grundig? ¡Procurad no olvidarlo! Sin embargo, no llegué a creer, en aquel momento, durante aquella espera, que la dilucidación de tal problema pudiese entretenerme, menos aún interferir mis planes inmediatos: que consistían ni más ni menos que en devolver rápidamente al verdadero Etvuchenko su personalidad y su papel, y reintegrarme al del capitán de navío De Blacas, en cuyo puesto pensaba esperar la llegada de la citada Eva. De este acontecimiento ignoraba algunos detalles, pero la fecha era el más importante. Siempre confié en que uno de mis agentes en Nueva York me tuviese prevenido. Llegada Eva, lo que podía suceder entre nosotros era totalmente imprevisible. Y esa incertidumbre me hacía feliz, aunque también implicase mi posible muerte.

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