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Apuntó con un dedo enérgico el anillo que aún permanecía en mi mano, visible.

– Me pertenece. Si usted sabe hebreo, podrá leer en su interior los nombres de Ana y Rubén. Fueron mis padres.

Tendió la mano con la palma abierta.

– Todavía no -le dije.

– ¿Quiere algo más?

– Es muy posible que yo no sea el que usted cree. Y, si vengo a verle, no es sólo para decirle que las cenizas de Irina las guarda el obispo ortodoxo de París. Eso, a usted, seguramente no le importa.

– Pero soy el responsable, ¿no?

– Por eso vengo. Hay una historia que quiero conocer: cómo, por qué hizo usted a Irina, y no a otra, del muñeco que le entregaron, sin nombre y con la memoria virgen.

Dejó que la mirada se le perdiese más arriba de los árboles.

– La justicia de Jahvé es implacable, y a los hombres nos sacude el frenesí de los orates. No crea, sin embargo, que estoy aquí por eso, sino porque mi obra les dio miedo: yo podía inventar un muñeco al que todos tuvieran que obedecer. A un tirano vivo se le asesina, se le derroca; pero un muñeco puede ser inmortal. ¿Imagina usted un Stalin electrónico?

– Usted mostró claros síntomas de rebeldía.

– Contra Jahvé, que es más terrible, y así vivo, rebelde, pese a esta miseria en que me ve. Lo de Irina tiene que ver con eso, no como causa, sí como resultado. La historia que me pide es, sin embargo, la historia de un fracaso. Si usted entendiera de arte…

Le interrumpí:

– Imagínese que entiendo.

– ¿Usted? ¿Un capitoste de los más encaramados? ¡Déjeme que ría!

– Ya le advertí que no se fíe de las apariencias. Puedo entender, y entiendo, el fracaso de un poeta y el de cualquier creador. En este caso, mi interés va más lejos que mi curiosidad.

Se levantó súbito.

– ¿Es que también la amaba?

No le respondí. Me quedé mirándolo. Le caía encima el sol, y estaba aquel judío entre hermoso y terrible, con algo de ese brillo de los genios en la mirada.

– ¿Por qué no se sienta? ¿Por qué vamos a hacer una tragedia? Irina ya no existe.

– ¿Cómo supo lo que era?

– Cuando fui a socorrerla. Por la herida salían cables en vez de sangre.

– Ése fue un detalle que se le olvidó al doctor Burmerhelm. Bueno, no se le olvidó: lo tuvo en cuenta, pero no halló la manera de que el muñeco tuviese sangre. A esos tipos les sorprende que se pueda dotar a un autómata de todas las perfecciones espirituales, cuando lo que les falla, al fin y al cabo, es el mecanismo. Son materialistas de la peor especie: lo son porque se creen en la necesidad de serlo. En el fondo, todos creen en Dios, pero le tienen miedo, no a Dios, sino a su propia creencia. Viven como si tuvieran en casa un huésped al que no quieren ver, y le cierran las puertas. Les da vergüenza y lo esconden. Burmerhelm es un alemán ateo, más orgulloso de su mecanismo de lo que estuvo Dios cuando hizo al hombre, todo porque la muñeca que fabricó no puede coger el tifus. No se da cuenta de lo que llegué a hacer sembrándole ideas locas.

Volvió a erguirse, a levantarse, a mirarme con furia.

– ¿Usted cree en Dios? Dígame, ¿sospecha lo que está detrás de esas nubes?

Le señalé la chaisse-longue, y él se sentó mansamente. Luego le dije:

– En esta cuestión, yo no cuento. Pero querría saber por qué Irina creía en Dios, por qué tuvo experiencias místicas, por qué murió clamando a Gospodin.

– ¿Eso es cierto? Pues no lo entiendo.

Se quedó pensativo.

– Sí. Eso va más allá de mis propias previsiones y de mis propias esperanzas.

Otra vez se metió en sí mismo, pero como si yo no estuviera delante, como si no existiese alguien que esperaba su palabra. Finalmente, regresó de aquella especie de inmersión y dijo:

– En cierto modo, es lógico, pero, al mismo tiempo, no lo es.

– ¿Es todo lo que se le ocurre? Usted lo encuentra lógico porque no conoce el proceso; es ilógico porque excede sus previsiones. Pero yo, como lo ignoro todo, lo encuentro sencillamente grotesco. Señor Siffer, ¿es lo corriente, en el mundo de los autómatas, que uno de ellos tenga contactos involuntarios con el Misterio y que muera invocando a la Divinidad? ¿A eso llama usted lógica, o más bien lo conceptúa ilógico?

– Y usted, ¿no tiene imaginación? ¿Es también materialista?

Me miraba de una manera iracunda, casi acusadora.

– Ustedes dicen que los personajes literarios están vivos, consideran como a sus semejantes a Iván Karamazov o al Príncipe Hamlet, discuten sus destinos y evalúan sus actos moralmente. ¡Ana hizo mal en engañar a su marido, Don Juan es un bellaco envidiable, el vuelo de Francesca nos conmueve! De acuerdo. Ustedes los eligen como representantes de lo más delicado, de lo más alto, también de lo más bajo, que alcanzaron los hombres. Pues bien, ¿qué más da, una imagen viva en las palabras, llámele usted don Quijote, o una muñeca en acción? Puede creer como Alíoscha o dudar como Hamlet. ¿Qué más da? Yo inventé a Irina como a un personaje literario, eso es todo. La inventé después de haber leído profundamente a Shakespeare. Me trajeron una muñeca receptiva, dotada de un aparato capaz de almacenar todo lo almacenable de lo humano y de lo divino.

– ¿Nada más?

– ¿Por qué me lo pregunta?

– Puedo hacerlo con palabras más explícitas. Cuando Irina salió de sus manos, ¿sabía usted que acabaría escribiendo poemas, dejándose arrebatar por lo Inefable, y llamando a Dios al morir? Todo eso ¿se lo había programado?

Me respondió sordamente:

– Yo le programé la libertad. Nada más. Ella combinó lo que llevaba dentro, quizás haya imitado. Los muñecos, como los hombres, se hacen a sí mismos imitando.

– Eso no explica todo, aunque lo explique en parte. Ella me dijo, cierta vez, que era una muchacha rusa educada en el marxismo-leninismo. ¿Cómo puede saltar de ahí a poner velas a la Virgen de Kazan? Sea lógico en la respuesta, se lo ruego. Sea lógico, si puede.

No me contestó, tampoco se ensimismó, ni siquiera se removió en el asiento. Quedó sencillamente quieto y mudo, y, durante unos instantes, su mirada inteligentísima pareció nublarse o velarse con el velo de la estupidez. Sin moverse, me preguntó si tenía tabaco, pero en seguida rectificó:

– Oiga, no de esos cigarrillos nacionales que nos dan aquí racionados, ni tampoco de los americanos o de los ingleses que fuman los esnobs de las altas esferas. Yo, cuando era libre, compraba en el mercado negro, en un mercado negro muy restringido y poco conocido, de esos cigarros que Fidel Castro envía a algunos capitostes y que ellos mandan vender a sus servidores. O a lo mejor es que sus servidores se los roban, no lo sé. No he catado uno de ellos desde que estoy aquí.

– ¿Cuánto tiempo?

– ¿No lo sabe? Cinco años, tantos como que Irina…

Le dio, de pronto, como un miedo.

– Pero, ¿quién es usted? «Alexis» sabe perfectamente todo esto.

– Sí, pero «Alexis» no le daría a usted un cigarro puro.

Le di los dos que le traía preparados. Su mano los agarró como su presa el buitre y los escondió en el pecho. Miró a su alrededor y, como si cambiara de opinión, sacó uno, lo olisqueó…

– ¿Tiene cerillas? Aquí no nos las permiten usar, por miedo a los incendiarios. Yo lo hubiera sido, ¿sabe?, hubiera muerto abrasado en holocausto a la libertad.

Le di fuego y le dejé que absorbiera el humo del veguero hasta que empezaron a llorarle los ojos. Se los limpió con el dorso de la mano, y dio al cigarro la primera chupada.

– Excelente. Gracias. ¿Usted leyó la historia de Pinocho?

– Sí.

– ¿Y no recuerda que fue desobediente, que se escapó de su casa, en fin, todo lo que le sigue, incluidas las orejas de burro? El carpintero que le talló la nariz hubiera querido hacer de él un buen muchacho…

Estuvo a punto de arrojar el cigarro a causa de una rabia súbita.

– …y yo quise hacer de Irina una mujer importante, ¿se da cuenta?, una de las que pasan a la Historia como Semíramis, como Cleopatra, como Isabel de Inglaterra. Pero no una ramera como la Kolontai. ¿Usted sabe que Isabel de Inglaterra les enseñaba el sexo a los embajadores, y les estropeaba así el discurso en latín que le estaban endilgando? Hay mujeres que se ríen de la Sociedad, del Estado, de los hombres y de los dioses. ¿Ha pensado alguna vez por qué, para ese menester, el Destino elige siempre mujeres, jamás hombres? Calígula era un imbécil. Cleopatra una divinidad. A Irina, yo la había destinado a destruir todo esto de aquí, el Comité Central, el Estado Soviético, los comisariados, el ejército rojo… Yo proyecté para ella una personalidad como la de Catalina: puta, fría, capaz de matar a sus amantes, pero también de mandar, de gobernar… Catalina II instalada en el Kremlin e instaurando otra vez las orgías del sexo y de la muerte. Para eso, como punto de partida, la informé de que había sido violada… ¿Usted lo entiende? La biografía de Irina se la fui dictando al oído, palabra a palabra, hecho a hecho: unitaria, coherente, excepcional, lo que se dice una gran personalidad. Lo que yo le dictaba, le quedaba en la memoria como si hubiese sucedido de verdad, y desde allí actuaba, como actúan en nosotros los celos o la envidia. Le causaba los mismos dolores o las mismas alegrías… Yo la informé de que la habían violado, sólo para crearle un resentimiento que la hiciera capaz de la venganza y de la destrucción. La historia, su protagonista y sus peripecias, no importan ahora, una historia que podía servir de base a su conducta posterior, a su odio inmenso. ¿La imagina aniquilando jerarcas porque uno de ellos la había desvirgado? Pues ¿sabe qué hizo? Perdonar al violador. Yo le había programado la libertad, pero también le había dado a leer al maldito Dostoievski. Antes de tiempo, ¿me comprende? Fue un error mío. Aprendió a perdonar.

– ¿Sólo por eso la detesta?

– A usted, ¿qué le importa?

Me eché a reír.

– Pygmalion acaba siempre enamorado de la estatua.

Giró hacia mí lentamente.

– Me dijo que no me amaba lo suficiente como para acostarse conmigo, ¿se da cuenta? ¡Pinocho desobedece a maese Goro! Y la que yo destinaba a dominadora del Kremlin y de todas las Rusias, se quedó en poetisa de vanguardia… según me han dicho. Una poetisa que les hace a los de la KGB pequeños servicios profesionales, quizás haciendo con otros lo que no quiso hacer conmigo. ¡Bah!

No dijo nada más. Pero justificaba su silencio dando chupadas al puro e impregnando el aire de aroma de la Vega. Cuando salió del mutismo, no pareció tenerme en cuenta.

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