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Una de las respuestas era fácil: buscar en el bolsillo de la chaqueta el puñalito con que Irina había intentado matarme, y clavármelo, no en el corazón (¿lo tengo por ventura?), sino sencillamente rasgar la piel de la mano hasta causarme sangre… o hasta descubrir, debajo de la epidermis vulnerada, una segunda capa de gutapercha, algo más tosca acaso. Bueno. Y, entonces, ¿qué? ¿Buscar por todo el mundo al mecánico capaz de restaurar a Irina y celebrar con ella las bodas del cielo y del infierno? ¿Traer a la ceremonia a Eva Gradner como gran diaconisa oficiante, casullas y tiaras, y a su centenar de secuaces como testigos que nos arrojan después puñaditos de arroz? Tuve el puñal en las manos, dejé que reflejara el resplandor escaso de la luz piloto, pero no fui capaz de herirme, y lo guardé. No lo arrojé fuera del coche, no. Conservaba, queriéndolo o sin quererlo, todo su valor sentimental.

No sé qué hora sería, no se me acuerda ya la vorágine que engullía imágenes y pensamientos, cada uno más irreal y menos satisfactorio. Un resplandor clarividente, un esfuerzo de voluntad, me permitieron comprender que sólo sobreponiéndome a aquella tumultuosa fluencia, podía pensar con sosiego y buscar una solución, ante todo, al más inmediato de los problemas: ¿qué hacer con el cuerpo de Irina? Por un momento, pensé llevarlo conmigo a casa de Von Bülov y esconderlo por tiempo indefinido (era una muerta incorruptible, aunque probablemente oxidable): podía construirle en el sótano un altar y consagrarme, Von Bülov para siempre, al culto de su nostalgia. ¿Y quién duda que acabaría por volverme loco e implicar en mi locura el nombre y la biografía de un profesor intachable que, además, era conde? ¿Iba a granjearme el odio, no sólo de los Estamentos Militares y de los Servicios de Información, que ésos ya los tenía seguros a un lado y a otro del Elba, sino también de los nombres ilustres del último Almanaque de Gotha fiable? Pero no fue esto lo que estorbó mi propósito, lo que me hizo arrumbarlo en el trastero de las renuncias olvidables, sino el inconveniente de las fronteras, dos nada menos, que tenía que atravesar para salir en coche de Berlín Oeste y llegar a la casa de Von Bülov, y aunque nunca me habían puesto dificultades personales, fuese la hora que fuese, siempre me habían registrado el coche, unos y otros. Si un muerto es difícil de ocultar, también lo es una muñeca que atrae sobre sí el ritual y el respeto de los muertos. ¿Y el embarazo de explicarlo? «Al profesor Von Bülov le ponía los cuernos su muñeca, y la mató.»

Me había enfriado: mis pies, mis piernas, no parecían sensibles. Puse el coche en marcha, encendí el circuito del calor, y me eché a recorrer avenidas desiertas bajo tilos desnudos. Pero, conforme caminaba, mientras inquiría en la niebla posibles bultos vulnerables, se me hizo, más que clara, acuciante, la certeza de que andar con una muñeca de forma humana e inmóvil en un rincón del coche podía traerme inconvenientes, aun dentro del propio Berlín, no porque fueran a hacerme responsables de un crimen, sino porque, ante la evidencia de un robot descompuesto, la Policía no se abstendría de intervenir, aunque no fuera más que por rutina, y, en ese caso, por muy bien parado que saliese yo, perdería lo que quedaba de Irina. ¿Y qué sería de aquello, entonces? Cuerpo, artilugio, muñeca… Acabaría, sí, en el laboratorio de un lugar bien conocido de Massachusetts, pero, hasta llegar allí, ¿cuántas violaciones tendría que sufrir? Se juntaban en él la tentación de la muñeca erótica y de la moza cuya hermosura no ha vencido aún la muerte: podían llegar a robarla… Y lo que me movía no eran celos, sino una especie de repugnancia, un resto de cariño hacia un objeto que había amado, aunque inexplicablemente (la inexplicabilidad, su conciencia dolorosa, se reiteraba a cada cambio de situación). Después de muchas vueltas por las calles (tuve que repostar gasolina) y de las infinitas de mi cabeza, llegué a la decisión de que el cuerpo de Irina había que destruirlo, y que el modo más noble de hacerlo era la incineración: preferible a inhumarlo, porque la tierra oxidaría (ya lo dije) unos metales, pero no los destruiría fácilmente. Y un cuerpo inhumado en secreto y no comido por la tierra puede descubrirse un día: el cuerpo de un robot. ¡Y qué historias después!

Me acerque al hotel. El vigilante dormía, apoyado en el mostrador de recepción. Le pedí la guía de teléfonos, busqué un número y una dirección. Iban a ser las siete de la mañana, sentía hambre y sueño. Le pregunté dónde podría encontrar una taza de café, y él mismo me la procuró con algo sólido: un piscolabis para ir tirando, y una copa de aguardiente.

– ¿No le da miedo al señor Conde andar por ahí a estas horas, con la niebla que hace?

Llamé a un teléfono, hablé largo, y obtuve una respuesta. Me dirigí torpemente a un edificio municipal cuya situación ignoraba: la orientación recibida era vaga. Di bastantes vueltas, y ya empezaba a clarear cuando un policía de tráfico ocupó su puesto a mi vista: le interrogué, me guió, tardé un buen cuarto de hora. Dejé el coche parqueado, y a Irina disimulada en su envoltorio, postura de durmiente. Pregunté por el forense de guardia. Me respondieron que me esperaba, y me llevaron, por unos corredores fríos, a un despacho amueblado funcionalmente, con barras de neón en el techo y fuerte calefacción. Había una percha con batas blancas y ropa oscura, y un anaquel repleto de archivadores. El forense era un hombre joven, semejante a casi todos. Se levantó.

– Soy el profesor Von Bülov. Quizás haya oído hablar de mí. Puede usted comprobarlo.

Arrojé unos documentos encima de la mesa. Los examinó en silencio. Me miró largamente. Después rió. Y, al reír, se vio que no era tan igual a los otros como me había parecido. Por lo pronto, su risa era aguda y suspicaz. Y se le cerraban los ojillos al reír.

– ¿Qué le sucede? ¿Hay que identificar el cadáver?

Yo reí también, pero con cautela.

– No, pero sí examinarlo.

– ¿Dónde lo tiene?

– Ahí fuera, en mi coche.

Se puso en guardia el forense.

– No tiene usted aspecto de gastarme una broma.

– En modo alguno, doctor, pero el trance en que me hallo sólo puede resolverse tras un examen que sólo usted está autorizado a practicar, si lo desea, de algo que se asemeja a un cuerpo. No sé si decir muerto será aproximación o exageración patente.

Le tendí las llaves de mi coche.

– Es un «Volkswagen» como todos, de ese beige grisáceo de los «Volkswagen», el situado en el tercer puesto, al salir, a la derecha. Verá usted una persona dormida, envuelta en una manta. No tema despertarla. Le ruego que examine la herida, situada encima del pecho izquierdo. No le costará trabajo desabrocharla, porque antes lo hice yo. Le recomiendo llevar una linterna.

– ¿Y usted?

– Yo esperaré aquí, o donde ordene, para darle confianza. Puede encargar, si quiere, que me vigilen, pero puedo también acompañarle.

– Quédese.

Cogió las llaves y jugueteó con ellas unos instantes. Me miró.

– ¿Se da cuenta, profesor, de que todo esto es, más que extraño, sospechoso?

– Sí, doctor; pero yo estaré aquí vigilado, y ahí tiene el teléfono para avisar a la Policía, si lo considera necesario.

– ¿Ahora mismo?

– Después del examen. S'il vous plait.

Cogió un abrigo y se lo echó por los hombros.

– Hace mucho frío, doctor. Y no olvide la linterna. -Volvió a mirarme, se encogió de hombros, y salió. Yo me senté y encendí un cigarrillo. La puerta de aquel despacho tenía una mirilla de cristal, y vi, a su través, que alguien me examinaba. Seguí fumando y estuve a punto de transirme. Quizá lo haya hecho. No sé qué tiempo transcurrió: el médico me despertó al entrar. Se despojó del abrigo, arrojó las llaves encima de la mesa, se sentó y tardó unos instantes en hablar.

– ¿Qué diablos es eso, y qué pretende de mí?

– En lenguaje vulgar se le llama un robot. Alguien más informado le diría que pertenece al modelo B3, de fabricación soviética, que va quedando anticuado. Como habrá podido adivinar, alguien lo tomó por una persona y le disparó. Está inservible y no es posible repararlo, aunque sí reciclarlo, pero el resultado no es lo mismo, porque habrá perdido la memoria a causa de la avería y, con ella, la personalidad: más o menos como cualquiera de nosotros si le ataca la amnesia total y se recobra después. Podría ser reeducado, pero su personalidad no sería la misma, al no ser la misma su biografía, porque, querido doctor, esa clase de bichos, al igual que nosotros, se van haciendo conforme se ven metidos en la realidad, conforme chocan con ella. Las razones por las que se halla en mi coche son largas y complicadas, toda una historia de espionaje, pero, al ser una historia secreta en la que involuntariamente estoy mezclado, me conviene deshacerme del cuerpo y de la historia. Le di muchas vueltas a la situación, y pensé que lo mejor sería incinerarla. Se le habrá ocurrido, lo mismo que a mí, que alguna gente, a la vista de su belleza y de su inercia, se sentirá atraída, inclinada a una experiencia erótica irrepetible. Me repugna, es una idea que rechazo. ¿Cree que, con un certificado expedido por usted, los empleados del horno crematorio la quemarían?

– ¿Un certificado de que es un cadáver?

– Un certificado verdadero, doctor: de que no es un cadáver. Antes de proceder a la cremación, los técnicos deberán comprobar…

Estaba jugando con un bolígrafo. Jugó un poco más.

– ¿Quiere contarme la historia entera? -Y, antes de que yo hablase, añadió-: ¿Se da cuenta, profesor, de la excepcionalidad del caso? No hay una sola ley, un solo reglamento, un solo precedente que se le pueda aplicar. ¿Por qué no va a la Policía? Y, si no quiere meterse en líos de explicaciones o de declaraciones, ¿por qué no la arroja a un canal? Un día como el de hoy puede hacerlo impunemente. Un chapoteo. ¿Y qué? Todos los días caen al agua cosas y personas: caen o los tiran. Es mucho más cómodo que enterrarla en el jardín de su casa… También le queda el recurso de facturarla en una maleta con un destino incierto. ¿Es que no ha leído novelas policíacas?

Me levanté con cierta solemnidad.

– Yo soy una novela policíaca, doctor, pero no se me había ocurrido lo de la maleta. Se lo agradezco.

No es que hubiera decidido, de repente, deshacerme de ella por el procedimiento de enviarla a un lugar y a un destino cualquiera, Saigón o Santiago de Chile, pero siempre inseguro, ya que tarde o temprano sería descubierto, y el retrato de la muñeca misteriosa saldría en los periódicos y en las revistas de sucesos y crímenes, en unos, vestida v, en algunos, desnuda; pero meterla en una maleta y facturarla a París me dejaba las manos libres para salir de mi atolladero presente. Me despedí del doctor, y, al hallarme en la calle, temí que, en aquellos momentos, alertase a la Policía acerca de mí y de la carga de mi coche. Antes de alejarme, instalé el cuerpo de Irina en el maletero, así como estaba, envuelto en la manta. Sólo después de probar la seguridad del cierre, busqué donde pudiera tomar un café y comer un bocadillo. No fue difícil encontrarlo, ni, a aquella hora, lugar donde dejar el coche. Se me ocurrió comprar un diario, y, en la primera página, se veía al matrimonio Fletcher y a su hijo enlazados en un triple abrazo y coronados de micrófonos curiosos: la noticia, al parecer, había conmovido al mundo e irritado especialmente a no sé quién de habla inglesa, aunque no de buen acento. No se hablaba de Irina ni del doctor Wagner; tampoco de Eva Gradner, por supuesto. Pero nada de esto me interesaba ya. Los grandes almacenes estaban abiertos: fui directamente a uno, más o menos conocido y frecuentado, y compré una maleta capaz. Con ella en el automóvil, me dirigí al aeropuerto, y, en un recodo solitario donde la niebla me ayudaba, metí a Irina en la maleta, la cerré y le puse el nombre de Maxwell, en París, en mi casa. La facturé, sin dificultades, a la consigna de Orly: cuando la retiró de mis manos el empleado, cuando la vi alejarse en la cinta sin fin, pude pensar en mi situación, y lo primero que me saltó a la conciencia fue la necesidad, la obligación, de devolver a Von Bülov su personalidad y su vida. Desde el aeropuerto, me dirigí al paso de frontera más cercano, entré sin dificultades en Alemania Democrática, y no mucho después, por otra barrera semejante, reingresaba en la Alemania Federal. Era ya mediodía. Tomé un almuerzo rápido en un restaurante, donde alguna vez había estado, donde fui reconocido y saludado, y, poco después, llegaba a casa de Von Bülov. No había más novedades que unas cuantas cartas y algunos paquetes de libros. Mi plan consistía en esperar hasta las once de la noche, más o menos la hora en que, al despedirnos, unos días antes, le había robado el ser. Y como tenía sueño, me senté en un sillón y me abandoné a mí mismo. Mi cabeza continuaba en tumulto, pero una profunda necesidad de paz, quizá la misma fatiga, me subía por las piernas y me iba adormeciendo, aunque cuidando de no dormir demasiado. Me despertó el teléfono alrededor de las diez: acudí y no era nadie. ¿Lo había soñado, había sonado en mi sueño mi propio despertador? Tenía tiempo holgado para preparar las cosas. Bajé al sótano, me vestí las ropas de Maxwell, y metí en las suyas aquello que quedaba del cuerpo de Von Bülov, y como aún no eran las once, quedamos un momento frente a frente, él con las ropas holgadas, yo con las ropas escasas, dos monigotes. Durante la operación, pensé que me hallaba ante el deber de dar a Von Bülov una explicación de lo que había sucedido, porque, en cualquier momento, pero seguramente pronto, se iba a encontrar en su memoria con unos acontecimientos que recordaría al detalle, pero que difícilmente podría encajar en su experiencia: como si en la mente de alguien metieran artificialmente unos capítulos espeluznantes de novela. A las once en punto le di la mano, su traje se fue llenando mientras el mío se acomodaba, se le reanimó el rostro, y apareció en él aquella sonrisa simpática de que yo me había servido durante muchas horas.

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