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– Estaré unos días fuera -comuniqué al rector-: algo inesperado que ha sucedido en Francia.

Conté el dinero que me quedaba y lo consideré suficiente: en París podría procurarme más. Después, tomé algo en un restaurante que Von Bülov frecuentaba, uno de esos rincones en que la vieja aristocracia se refugia a ciertas horas: subsistentes, a duras penas, durante el tiempo nazi, y también a duras penas decorados: anticuada, evocadoramente. Detrás de unas palmeras profusas, tocaban la Sonata a Kreutzer, y el camarero vestía frac color tabaco abotonado en oro. Me vino a saludar el patrón, me preguntó por mis viejas tías y por las viejas mansiones al otro lado del Telón.

– ¡Ya no quedamos más que nosotros! -suspiró en un momento.

El camarero dio por supuesto que lo de siempre: por fortuna, «lo de siempre» incluía media botella de vino del Rin, y, para hacer boca, rábanos, y la Prensa del día. Al pedir un segundo café, el camarero se sorprendió, pero me apresuré a justificarme con el frío, con la niebla y con que había dormido poco. Un taxista al que di instrucciones bastante vagas, encontró el lugar del parque en que había dejado mi coche aquella mañana. Tenía el papel de una multa debajo del limpiaparabrisas: corrí a hacerla efectiva, no fuera que una dilación mancillase el buen nombre de Von Bülov. De paso, pedí disculpas por haber abandonado mi automóvil durante tanto tiempo, y así entretuve otro pedazo de tiempo con la señorita que me cobró la multa, y a la que la conversación sobre la persistencia de la niebla no pareció fatigar. ¡Una hora todavía! Me daban ganas de telefonear otra vez a Irina, quizá de echar a perder lo que iba saliendo bien: me contuve, pero di una vuelta curiosa con el coche por los alrededores de Grossalmiralprinz-Frederikstrasse: dos vigilantes habían desaparecido, y los dos que quedaban podían ser protectores. Sin embargo, mi calma empezaba a naufragar en la impaciencia refrenada. Dejé el coche cerca de un cine, entré en la sala: proyectaban una película de guerra, en la que quedaban mal los alemanes del pasado, para masoquista fruición de los alemanes del presente. No puedo decir que Von Bülov participase de aquellos sentimientos, sino que se mantenía al margen y por encima, con algo de ironía y algo de pena. Pero de pronto, me sentí sacudido por el recuerdo de los iconos y de las velas de Irina. ¿Habría cumplido su compromiso Madame la concièrge, o lo habría olvidado y estarían a oscuras la estancia y las imágenes? Se me representaron el vago, dorado, tenue resplandor de aquella noche, y las palabras de Irina, escritas en su despedida, de que las velas encendían una oración. Yo no creía en nada, yo no podía orar, pero siempre había confiado en que las velas lo hicieran por los dos, voces mudas hacia el Dios que Irina había tenido cerca. Inquieto, con los ojos cerrados, repudiando la música que oía, permanecí un rato angustioso en el cine; hasta que no pude aguantar más, hasta que me levanté y salí, a sabiendas de que me sobraría tiempo, media hora, acaso menos. El camino hacia la Puerta de Brandeburgo fue difícil, había que conducir con precauciones, los coches eran fantasmas inesperados y efímeros; bulto informe y ruido. «¿No ve por dónde camina, imbécil?» ¿Y si Irina tenía un accidente? No de muerte, pero que la retrasase. ¡Qué difícilmente podía frenar mis imaginaciones desalentadas! Llegué después de dejar el coche bien parqueado, a las cinco menos veinte. El lugar donde me embosqué quedaba al lado del carril por donde Irina forzosamente tenía que pasar, y estaba seguro de verla en el interior del coche que la llevase. Fue puntual: me vio y me saludó; también me saludó la señora Fletcher, con el niño dormido en brazos. Se me sosegó el corazón, pero volví a inquietarme al pensar que, a lo mejor, Wieck, o alguien por encima de él, no hubiera aceptado mis condiciones, y al quedarse con la señora Fletcher y su niño, retuviesen a Irina. Miraba el reloj, miraba hacia el lugar por donde Irina tenía que volver: adiviné su figura a las cinco menos nueve minutos, la recibí en mis brazos a las cinco menos ocho, sólo me desasí al decirle:

– ¡Ahora va a pasar Eva Gradner! Cruzará la barrera. ¡Qué lástima que la niebla no nos permita contemplar nuestro triunfo!

La solté, pero no enteramente: quedábamos cogidos por la cintura, como las parejas jóvenes cuando pasean en primavera. Y cada uno sentía la palpitación del otro. Eva llegó a su hora. Había tres coches delante del suyo. La vimos al volante, con una boina negra y un pitillo en la boca. Ella también me vio, o fue su célula maldita la que sorbió mi rastro. Me miró. ¿Me miró? Al menos sus grandes ojos se posaron en mí. Le quedó el camino libre y arrancó. Al pasar delante de nosotros, sacó por la ventanilla la mano armada, disparó sobre mí y se la tragó la niebla. Irina se había interpuesto, y recibió el balazo. Gritó «¡Gospodi!», y resbaló por mi cuerpo.

Había gritado «¡Gospodi!», que en ruso quiere decir «Dios», o «Señor». No enteramente un grito, sino sólo el comienzo. Bajó el tono conforme iba muriendo, hasta acabar con un estertor áspero, casi inaudible. Así:

¡GOSPODI…!

Me agaché, la apoyé en mis rodillas, le desabroché el abrigo, rompí la blusa: la bala había rasgado la piel por encima del pecho izquierdo. De la brecha salía un humillo azul, y asomaban, enmarañados, unos cables sutiles.

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