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No pasó de ahí. Y en seguida sentí que por mi mano penetraba un fluido y que mi cuerpo se trasmudaba difícilmente, como si la operación exigiese trámites de lentitud insólita, desconocidos engorros. El cuerpo de Eva Gredner no perdía el vigor, sino sólo el movimiento y quizá un poco de color. No se derrumbó, fláccida, en la alfombra, sino que quedó quieta y erguida. Cuando solté su mano, el brazo cayó, inerte. Tenía que desnudarme de mis ropas y vestir las de ella, pero tardé en hacerlo, no sé cuánto tardé; porque me dominaba una sensación extraña, indescriptible. ¿Con qué palabras podrá contarse, con qué imágenes describirse, la sensación de que las venas, los músculos, las vísceras, los nervios, se cambien en un sistema complejo de materia electrónica, que sustituye la conciencia de la vida por la de un artefacto? Me sentí mecanismo, fui mecanismo, perdí el calor y mi energía humana se trasmudó en mera fuerza motriz que iba y venía, como la sangre, desde el cerebro a las extremidades. Quizás hubiera debido conceder algún tiempo a vivir la experiencia de lo que sucedía, pero la transformación no me había obnubilado: detrás del mecanismo seguía siendo yo, y yo tenía que sustituir por poco tiempo, pero tiempo decisivo, a Miss Gredner. Me desnudé, la desnudé, me puse sus ropas, salí al salón. Los coroneles seguían reunidos junto a la chimenea, dos sentados, dos de pie. Se sorprendieron al verme. Me acerqué con mi mejor contoneo, hablé con la dulzura máxima compatible con una orden.

– Coronel Peers, con todo este jaleo, olvidé decirle que debe usted telefonear en seguida para que cese sin dilación la vigilancia de la señora Fletcher. Deben permitirle que se mueva libremente por Berlín… al menos durante veinticuatro horas a partir de ahora mismo.

– Pero… ¿en libertad? ¿La señora Fletcher sin vigilancia?

– Sin esos vigilantes, coronel; sin esos a los que usted puede dar órdenes. Agentes demasiado conocidos, trabajo inútil. El enemigo se emplea a fondo, pero equivocadamente: hay que engañarlo más aún. No pase cuidado porque, en realidad, la señora Fletcher seguirá vigilada. Acerca del asunto, traigo instrucciones concretas. ¿Ve esto, coronel?

Le mostré el pase, sin soltarlo. Peers lo leyó rápidamente.

– ¿Mary Quart? ¿Quién es Mary Quart?

– Yo soy Mary Quart. ¿No estaba usted informado? Guardé el papel en el bolso y, al retirarme, hice una cucamona al coronel Preston, algo más que una sonrisa, algo menos que un beso.

Eva Gredner había quedado oculta tras un sofá. Pasé más trabajos al vestirla que al desnudarla: imagino que otro tanto le sucederá a la mayor parte de los hombres. La levanté, la senté, y mientras mi mano derecha tomaba la suya, busque con la izquierda un botoncito oculto un poco más arriba de la nuca, entre el cabello. Se había discutido mucho entre los diecisiete sabios responsables de Eva Gredner, el lugar en que había de situarse el resorte que le permitiera recibir instrucciones. Alguien había propuesto que un pezón, mejor que el otro, el izquierdo, quizá por simpatía ideológica; pero esta propuesta, resueltamente parcial, había sido melancólicamente desestimada, habida cuenta de que si a cualquier amante de Eva se le ocurría apretárselo, lo más seguro sería que la muñeca se saliera repitiendo las palabras estúpidas del amor, si no le daba por descubrir algún secreto profesional. Prosperó la idea del occipucio, y allí estaba el lugar, más blando que el resto de la cabeza, un redondelito que se hundía al aplicarle un dedo. Eva recobraba la vida. Aproveché el espacio indeciso entre la inconsciencia y la clarividencia, para decirle:

– Esta tarde, a las cinco menos diez, la señora Fletcher y su hijo pasarán la barrera de la puerta de Brandeburgo. Tú estarás allí, con tu coche, a las cinco menos cinco, y sólo entonces, te darás cuenta de que has sido traicionada, porque tenías la obligación de evitar que la señora Fletcher se reuniera con su marido. Entonces, a las cinco en punto, pasarás la barrera gracias a ese papel que llevas en el bolso, extendido a nombre de Mary Quart. Debes presentarlo, juntamente con el pasaporte, y decir que deseas ver cuanto antes al coronel Wieck. El coronel Wieck es el jefe de los Servicios Secretos del sector y te recibirá en seguida…

Algo más le dije al oído, mientras oprimía la blandura redonda de su occipucio. El fluido trasvasado iba volviendo a Eva Gredner y su cuerpo rígido se flexibilizaba. Lo interrumpí, sin embargo, cuando aún me quedaba dentro un pequeño pedazo de su vida. Pronto Eva Gardner se vería obligada a repostar.

– ¿Qué hace tan cerca de mí? -me preguntó.

– Acabo de entregarle un papel… y no tengo nada más que decirle… a solas. Pero le ruego que, antes de tomar una determinación contra mí, escuche la historia que voy a contar a mis amigos, los coroneles. Usted también debe saberla.

Me levanté y abrí la puerta. Salió tranquilamente. Quizá mis manipulaciones le hubieran alterado en algo el sistema motriz, porque no contoneó las caderas, sino que caminó con relativa majestad, con indudable altivez. Los coroneles no me miraron en absoluto: ella robó las miradas y las admiraciones secretas, probablemente también los deseos. Al que más se le notó fue al coronel Preston, en el modo de saltarle los ojos, de sujetar las manos. Duró el tiempo necesario para que yo pudiera escabullirme, pero no se me ocurrió. Además, ¿para qué? ¡Nadie sabe en qué infierno se convierte el C. G. cuando suenan los timbres de alarma!

– La reunión -les dije-, fue un fracaso. Conseguí, sin embargo, que se retrase mi detención el tiempo necesario para que les informe de la operación Andrómaca.

Me volví a Peers.

– ¿Le suena, coronel?

– En absoluto. ¿Qué pretende?

– De momento, sólo que me presten atención, que se sienten, que enciendan sus cigarrillos. Miss Gredner puede presidirnos otra vez, pues es aquí la excepción. También Miss Gerdner ignora lo concerniente a la Operación Andrómaca, a pesar de sus elevadas, inaccesibles relaciones. Y tampoco ha oído hablar de la Operación Héctor, que la precedió. La Operación Héctor, caballeros, se remonta a décadas ya olvidadas, cuando los planteamientos estratégicos eran distintos y las necesidades del Servicio Secreto más espectaculares que las de hoy, pero tan acuciantes. Coincidían, sin embargo, en la necesidad de que se delimitasen claramente las fronteras del Bien y las del Mal, a condición de que el Bien fuésemos nosotros. Se supone que son buenos todos los actos del bando bueno, y los de los ministros y ejecutores que obran a su servicio. Pero, alguna vez, aparece gente con problemas de conciencia, por exceso o por defecto, que causa sinsabores, que estorba o entorpece el ejercicio normal del sistema. Se pensó, entonces, en un ser obediente que pudiera, además, llegar a símbolo. Se inventó a James Bond, que podía matar y fornicar según las necesidades del Servicio, pero nada más.

Apunté a Preston con el cabo del pitillo, como había visto hacer a Eva.

– Coronel Preston, si no recuerdo mal, era usted capitán cuando tuvo que vérselas con él. Me lo contó usted no hace demasiado tiempo, me lo contó como una de sus experiencias excepcionales, porque, a pesar de todo, James Bond resultaba muy norteamericano. ¿No fue esto lo que me dijo?

– Sí, profesor. Pero…

– Evidentemente, era un cacharro muy norteamericano, y, como muchos de sus congéneres, hoy yace en un cementerio de cacharros norteamericanos.

– ¿Un cementerio de coches?

«Long John» pidió una tregua.

– Les ruego que me perdonen, caballeros. Yo no sé adonde irá a parar el profesor Von Bülov por el camino que ha escogido, o, dicho de otra manera, ni barrunto el cuento que nos va a contar ni cómo va a acabar la historia. En cualquier caso, por desacostumbrada. Lo es también la situación. Y ése es el motivo por el que les suplico otra vez perdón, porque, siendo la hora que es, voy a pedir el whisky más viejo que tengan en el bar. Salvo en casos excepcionales como éste, los británicos no podemos beber whisky hasta pasadas las cinco.

– Se ha puesto usted pesado, «Long». Pida el whisky y déjenos en paz.

Pidió el whisky, y ahora no recuerdo en qué momento de mi relato se lo trajeron, pero sí que se lo vi beber solemnemente, con la misma seriedad que si estuviera escuchando el «God save the Queen», aunque, sentado y cruzado de piernas.

– El coronel «Long John» no sabe adonde voy a parar. Sin embargo, la primera etapa está a la vista. El secreto de la Operación Héctor es, ni más ni menos, que éste: James Bond era un robot casi perfecto, que, sin embargo, envejeció y fracasó, porque su personalidad había adquirido, a lo largo de su historia y como consecuencia de ella, graves limitaciones funcionales, se había anquilosado, o, si quieren que se lo diga de una manera más humana, le habían salido manías de viejo. No obstante, en su conjunto, fue una experiencia positiva que convenía repetir, aunque perfeccionada.

– ¡Váyase al diablo, Von Bülov! James Bond comió conmigo, bebió conmigo y nos corrimos una juerga juntos. Todavía recuerdo que se fue con tres chicas y que las cansó a las tres. Algo increíble.

– ¿Y no se le ocurrió pensar en las razones por las que aquella juerga, todavía hoy, le resulta increíble? Todo lo increíble es, por lo menos, sospechoso.

– De acuerdo, y hasta puede ser inverosímil, pero nada de eso impide que sea cierto. Las chicas no tenían por qué mentir. Además se les notaba.

Las chicas decían la verdad, coronel: James Bond las había cansado, y hasta es posible que las hubiera hastiado. Y, él, tan campante.

– Eso. Tan campante. ¡Como si nada, Von Bülov! Lo estoy viendo.

– ¿Le cuesta un gran esfuerzo aceptar provisionalmente que James Bond haya sido un muñeco? Esto, por lo menos, justifica su incansabilidad sexual.

– Me cuesta tanto que, si lo acepto, me avergonzaré de mí mismo.

– Esta dama, estos caballeros y yo, le guardaremos el secreto.

– ¿Adónde va a parar, Von Bülov? -insistió «Long John», y vi que el coronel Garnier empezaba a ponerse nervioso y a mirarme de soslayo.

– De momento, a una pregunta que les ruego tomen por su lado paradójico, o al menos humorístico, y no por lo que pueda tener de ofensiva. ¿Están ustedes seguros de no ser robots?

– ¡Von Bülov!

– Yo no lo estoy de mí, señores. Al robot le caracteriza el no saber que lo es, pero tampoco sabe lo que aparenta ser. Le programan un sucedáneo de conciencia, una biografía completa, un sistema de valores, una moral. James Bond se creía simplemente superior, pero jamás se preguntó por qué podía cansar a tres mujeres y seguir tan campante. Tampoco se preguntó por qué podía matar sin escrúpulo. Pero si el robot no sabe que lo es, nosotros tampoco lo sabemos. Vamos por la calle. ¿Será un robot este que nos tropieza? Vamos en el autobús. ¿Será un robot la muchacha que se sienta a nuestro lado? Estamos en el salón más importante del Cuartel General de las tropas aliadas en Berlín, donde se toman las grandes decisiones y se encierran los grandes secretos. Caballeros, el gran secreto está delante de nosotros: Eva Gradner. ¿Lo sabían ustedes?

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