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– Éste no es Maxwell, señorita. Lo conozco muy bien.

Peers lo afirmó con bastante energía, aunque no toda la esperable de quien había ofrecido a su pueblo, en un momento grave, sangre, sudor y lágrimas.

– Lo que yo dije fue que les traería al que robó el Plan Estratégico y lo entregó a los soviets. Ahí lo tienen.

– ¿El conde Von Bülov? ¡Imposible!

Me sentí solidariamente apoyado por aquellas manos tendidas y vibrantes, tres parejas de manos como protestas vivas. Peers, recién llegado, las manos quietas, hacía el papel de intruso, aunque con elevadas representaciones y graves responsabilidades. Me sentí cálidamente arropado por aquellos uniformes, con los que había bebido muchas cervezas, algún que otro whisky, y que conmigo habían estudiado la situación mundial, a la vista de datos subterráneos, no de noticias de Prensa ni de declaraciones de jefes de gobierno.

– Usted había nombrado al agente Maxwell, señorita. ¿Dónde está?

Hacía la pregunta el norteamericano, Malcolm Preston, un pícaro simpático de California, gran jugador de ajedrez y, por temporadas, borracho moderado.

– ¿Qué nos importa el nombre? Yo les traigo a la persona.

– Mais c'est stupide! Von Bülov es nuestro amigo. Todos los aquí presentes respondemos de su honradez. ¿No es así, caballeros?

– Por supuesto, dijo «Long John», el inglés; le llamaban Largo por su escasa estatura y su aguda inteligencia, o quizá más exactamente, instinto, en modo alguno por sus relaciones con el whisky, su homónimo, comedidas y ceremoniosas. Tenía una larga cara caballuna, «Long John», algo coloradita y centelleante de viveza en los ojos.

– ¡Pues no faltaba más! -corroboró el norteamericano Preston, que había recobrado la cerveza y acababa de echar un trago; era algo bajo, medianamente arrebolado y sosegado de modales; pero el coronel Peers alzó la diestra: ¿dudosa, disconforme?

– Yo no, caballeros. Yo no afirmo ni dejo de afirmar. Yo no garantizo nada, y no doy la razón a Miss Gradner, pero tampoco a ustedes. ¿Quién es el profesor Von Bülov? Dígame algo. Hay errores…

Le interrumpió Martin Garnier, el coronel francés: su gran pasión, fuera del Servicio Secreto, del que sabía más que nadie, le inclinaba al ocultismo, en el que, sin embargo, no creía. En tanto yo aparecía como Eric von Bülov, Garnier era mi amigo, pero me había combatido durante el tiempo de mi actuación como De Blacas, y no sin razón, pero no a causa de la razón, sino de la diferencia de clase: él era un burgués. No llegó a exaltarse, pero alzó el tono de voz.

– ¡Ya lo creo, coronel! Hay los errores garrafales, y también lo que se llama vulgarmente metedura de pata. ¿Imagina la que nos armaría el Gobierno Alemán si detuviéramos al conde Von Bülov? ¿Y las protestas de los intelectuales? ¿Cómo respondería, coronel, a las comisiones universitarias que vinieran a pedirle explicaciones?

– ¡Por lo pronto, coronel, yo no se las daría! Después…

«Long John» había encendido un cigarrillo y parecía absorto en la contemplación de la punta encendida. Fue el momento en que, en la chimenea, un leño enorme resbaló de los morillos, con estrépito de chispas y llamaradas súbitas.

– Nuestro colega de la NATO… hum… padece de momento… hum… determinada confusión que pudiéramos llamar de tiempo… salvo si alguno de ustedes prefiere que la llamemos de espacio… No se trata del «después», coronel Peers, sino precisamente del «ahora».

– Ahora soy yo quien tiene la palabra -intervino, con voz endurecida y gesto displicente, Eva Grodner-. Y yo propongo que ese hombre permanezca detenido e incomunicado hasta que la superioridad decida. La superioridad, en este caso, es Washington.

El coronel Garnier no era tan alto como De Gaulle, pero alzaba la cabeza como De Gaulle, y lo mismo que De Gaulle, oponía el sistema completo de Descartes a los ímpetus americanos, y yo, personalmente, le tenía por capaz de oponerles también el sistema completo de Sorel, si llegaba el caso. Pero esto último no pasa de conjetura, por la que se descubre mi buena opinión de Garnier.

– No sin antes discutirlo -le dijo a Eva, encarándola.

– ¿Debo entender que se opone a las órdenes de Washington?

– Por lo pronto, siempre que no me lleguen a través de mi propio gobierno. Las que usted trae no están debidamente refrendadas.

– Vengo provista de poderes personales. Considéreme como un embajador volante.

– No sé qué pensarán el coronel Peers y el coronel Preston, a quienes afecta directamente su autoridad. Yo, desde luego, y en estas condiciones, no obedezco.

– Y yo -sugirió Preston, conciliador, y quizás algo seducido ya por las caderas de Eva-, me inclino por que lo discutamos. Siempre existen razones de una parte y de otra, siempre hay pruebas y contrapruebas, y hasta existen situaciones en que una tercera opinión no sólo puede justificarse por su peso, sino triunfar por su evidencia. En cuanto a esto de las razones, lo que aprendí en la Universidad me causó tales perplejidades que, para no perder la cabeza, me metí en el ejército, donde no te dejan pensar, sino sólo obedecer. Pero llevo ya tanto tiempo aquí dentro, que al ascender, ya no obedezco, ahora me toca mandar, y las perplejidades renacen, o quizá más bien resurjan. Señorita, deseo escuchar sus explicaciones. Coronel Peers, siento verdadero deseo de sopesar sus dudas. A los demás no me refiero porque se qué piensan. Lo que sí conviene tener en cuenta es que nosotros, los de aquí, hemos pasado un rato esta mañana en la cafetería, y no sería imposible que a la señorita Gredner y, por supuesto, al profesor, les apetezca un sandwich, un café o una cerveza.

A Eva no le apetecía nada, sino sólo seguir fumando, pero yo acepté el sandwich y el café. Llamaron a un ordenanza que los trajese.

Eva Gradner no parecía muy sosegada. Jugaba con un lapicero, su mirada iba del coronel Preston al coronel Peers. Cualquiera que no estuviera en el secreto, la creería nerviosa. Quiero decir que todos la creían nerviosa menos yo, que la sabía sólo desorientada por la elocuencia de Preston, quien inició un movimiento lleno de rectificaciones y pasos falsos para acercarse a ella sin que lo pareciese, lo que acaso contribuyó a aquietarla, pues sus palabras inmediatas fueron menos agresivas:

– ¿Debo entender entonces que no obedecen a Washington? -casi dulces.

– No, señorita, ¡Dios nos libre! Debe entender solamente que, por tratarse de un caballero amigo nuestro al que, además, debemos grandes servicios profesionales, nos parece oportuno discutir antes el caso. ¿Verdad, Peers?

– Perhaps!

«Long John» señaló el fuego: llamas anchas y altas, rojizas, amarillas, violetas, multiformes e inquietas como el mar.

– ¿Qué mejor que esa lumbre para congregar a un círculo de amigos? Propongo que nos sentemos alrededor y que nos presida Miss Gradner: cuando entregue en Washington ese informe que sin duda tendrá que redactar, y del que acaso dependa el porvenir de Europa (incluyo a las Islas Británicas, si ustedes me lo permiten), a aquellos caballeros les agradará, sin duda, saber que nos ha presidido. Es como si nos presidieran ellos.

– No se ría, «Long…»

– ¡Dios lo haga mejor, coronel! De todos modos, le invito a sentarse a la derecha de Miss Gradner: ése es mi sillón favorito, y le garantizo su comodidad: está copiado, pieza por pieza, de un morris Victoriano del que fue mi castillo y que ahora es asilo de ancianos subnormales aficionados a la literatura caballeresca. Ese sillón es el no va más de la poltronería, tal y como la entendemos los ingleses, que varía un poco de cómo la entienden nuestros amigos franceses.

– No tanto, «Long John» -le respondió Garnier-; no olvide mi opinión de que el Canal, en vez de separar, nos une. -Y añadió-: Rien de plus, messieurs et mesdames!, usted a mi lado, Von Bülov. No sé si es en virtud de la amistad francoalemana o de mi admiración personal, pero me siento dispuesto a defenderlo hasta la muerte.

Me ofreció un cigarrillo.

– ¿Cuál es el orden? -preguntó «Long John»-. ¿La acusación o la defensa?

Estábamos en semicírculo frente a la chimenea: su fuego, al alumbrarnos, humanizaba nuestras caras, demasiado blancas a la luz del neón. Todos habían empezado a fumar, y Eva Gradner lo hacía de un cigarrillo ofrecido por Preston ya encendido. Ella se lo había rogado en voz casi inaudible, aunque mimosa: «¡Enciéndamelo usted! Soy muy torpe fumando.» Pero cogía el pitillo con seguridad graciosa y, después de expulsar el humo, lo sorbía con mohín burlesco. ¿Quién la habría adiestrado en aquellas monerías, en qué noche tropical de orgía, en qué isla del Caribe, por cuál de sus inventores?

– La acusación, por supuesto. Debe empezar la señorita Gradner.

Eva sacudió una brizna de ceniza. Me señaló desdeñosamente con el cabo del cigarrillo, y empezó a hablar con voz tan pastosa y mesurada, que un ámbito castrense limitado por tan altas techumbres como aquél, pareció como si se redujera, como si se humanizase y se aviniese a razones. Su dicción bostoniana no alcanzaba, en perfección fonética, la de «Long John», pero la superaba en musicalidad, y movía las manos de tal modo que parecían ser ellas las que sacaban las palabras de la mente y las dejaban caer. Las espirales azules que, al mover de la mano, el cigarrillo esparcía, estremecían, como un desliz barroco, el impecable razonamiento.

– Ese hombre, a quien ustedes llaman el conde Von Bülov, que antes se llamó sargento Maxwell, y antes fue el capitán de navío De Blacas, pero que no es ninguno de ellos, aunque el quién es ya lo veremos más tarde, tendrá que responder ante un Consejo de Guerra de varias operaciones lesivas de nuestra seguridad y de nuestros intereses, la última de ellas, el robo del Plan Estratégico y su entrega a los soviets.

– ¿Cómo lo sabe?

– Mero razonamiento sobre datos contrastados de los que todos ustedes han sido, a su tiempo, informados, pero en cuya interpretación nos hemos equivocado, sin excepción, durante cierto tiempo, yo la primera, a causa, indudablemente, de nuestras ideas limitadas acerca de lo que no es posible y acerca de lo que lo es. Llegué a París convencida de la culpabilidad del capitán de navío De Blacas, y en esta idea me mantuve hasta el momento en que se puso en claro que el verdadero De Blacas no era la persona que había ocupado su puesto y usurpado su nombre durante dos meses decisivos. ¿Tendré que confesarles mi perplejidad inicial, mi humillante convicción de hallarme obligada a desbaratar un vulgar juego de suplantaciones? Alguien que se disfraza de otro, al fin y al cabo, con más o menos éxito; un truco anticuado y sin crédito. Pero, inesperadamente, el coronel Peers, aquí presente, nos suministró, sin quererlo, pruebas de que, durante un tiempo breve, ese sujeto llamado Maxwell había ocupado su personalidad y su puesto sin que mediara disfraz, sino sustitución inexplicable.

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