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Desde hacía unos minutos, la serpiente de Tellemann, olvidada, había reaparecido en mi conciencia, y la veía ascender después de haberse enderezado como si oyese la flauta del fakir. Allí quedó vibrante la cabeza, en mi menor sostenido, mientras el coronel, tras haber redactado él mismo el pase de frontera para Mary Quart, americana, regresaba a su mesa y cogía el teléfono. Salí de Berlín Este por la barrera más alejada de aquélla por la que había entrado, pero, aun así, caminé persuadido de que alguien provisto de un olfato excepcional había recuperado mi rastro y me seguía. No pude, sin embargo, verificarlo. La niebla se agarraba a las calles, como si saliese del asfalto, y no se podía correr demasiado. No dejé de pensar en las ventajas de quien se guía por radares sobre el que atiende a las meras sensaciones visuales, tan anticuadas. Hallé el parque y busqué a Irina. Eran las doce y cuarto. Se levantó y me besó.

– En este momento, le dije, una estación de radio instalé da debajo del peluquín de Humphrey Bogart, congrega en este parque a sus noventa y nueve semejantes y al mecanismo que los manda. Tenemos poco tiempo.

– Hablemos de nosotros.

Me senté a su lado. El niño de Fletcher, aquella mañana, había preferido hojear un libro de gran formato y coloreadas representaciones de enanos y de bosques, a jugar sobre la arena: y, de los otros niños que concurrían a aquella placita, dos recorrían círculos, de radio cada vez más corto, en torno al libro y a las ilustraciones. Irina se apoyó en el respaldo del banco y se agarró a mi brazo.

Incluso los personajes trágicos hablan a veces de bagatelas. Lo que sucede es que el poeta encargado de comunicarnos sus coloquios, suele atenerse a lo más altisonante, a lo trascendental, a lo estentóreo, y lo demás lo confía a la curiosidad, si es imaginativo, del auditorio, al cual, por su parte, no se le ocurre nada a este respecto, apabullado como está por lo que acaba de oír, pues da por sentado que el personaje trágico está milagrosamente exento de la cotidianeidad tanto como de la vulgaridad. Sucedió, sin embargo, que nuestra historia, la de Irina y la mía, no había sido aún confiada a ningún poeta, y es de esperar que no lo sea, pues carece de los requisitos indispensables para que las mujeres se identifiquen con Irina, y los varones, conmigo, gracias a ser inverosímiles, como espero que llegue a comprenderse irreversiblemente a partir de cierto punto al que aún no hemos llegado. Podría reproducir aquí lo que, durante más o menos media hora, nos dijimos, cogidos de la mano alguna vez (aunque no muy a la vista), y en juego la mejor de nuestras voces: esas nadas verbales en las que, sin embargo, palpita, oculta, la pasión: que es, por otra parte, siempre la misma, pero que vive cada pareja como si fuera, además de distinta, inventada por ellos desde el momento mismo en que empezaron a amarse. ¿Y no tendrán razón? De acuerdo en que las palabras son siempre las mismas, pero la pasión que les infunden, no sólo es nueva, sino que restaura el encanto prístino de las palabras. Estoy por eso persuadido de que algún que otro «Te quiero», intercalado en la conversación, nos sonó como nuevo, e incluso comunicó al Universo, en su incontenible totalidad, bastante de su calor, aunque no tanto que el Universo quedase calcinado y vagase por los espacios como anillos de fuego, que se extinguen parsimoniosamente milenio tras milenio: debo portarme como un amante normal y admitir que, oído por un tercero, nuestro coloquio resultaría sencillamente tópico, pueril, archisabido. ¡Pese a la niebla azul, a los tilos desnudos, al niño que jugaba y a la hojilla rojiza del tilo que había volado hasta el regazo de Irina! (que el tal niño, por cierto, se hallaba acompañado ya de otros dos, y contemplaban el libro abierto, él en inglés, los otros en alemán). ¡Qué humanos, qué verosímiles, qué tontos habríamos resultado de transcribir aquí aquella sarta de bobadas casi sublimes! Redimidos así de la inverosimilitud, tanto como de la singularidad, las mujeres se sentirían Irinas y los hombres, algo sin nombre, que siempre añade cierto misterio del que se puede envanecer, aunque algunos prefieran atenerse a lo de Eric von Bülov, que, si no da misterio, da distinción. ¿No os dije aún que, en mi actual avatar, resulto emparentado con aquel que se casó con la que fue después Cósima Wagner? «La tía Cósima», se decía en mi casa, cuando yo era pequeño, a pesar de todo. Al saber esto, algunos lamentarán la imposibilidad real de cualquier identificación. ¡Pues, qué diablo! Irina era más bonita que tía Cósima, y mucho menos mandona, y, sobre todo, ¡cómo movía las manos, Irina! Las había sentido acariciarme la noche, ya casi lejana, de nuestro amor; habían temblado entre las mías en el salón de té; pero aquella mañana en el parque, mientras hablábamos, no sabía si escucharla a ella o contemplarle las manos. Y si, de pronto las retuvo, sujetó la una con la otra, como a una tórtola que quisiera huir, le pregunté por qué lo hacía. Me respondió:

– Tengo que sujetarlas alguna vez. Si quedan sueltas, dicen más de lo que yo quiero que digan.

Sin embargo, las manos de Irina ponían al diálogo la armonía y las flores, y, cuando se aquietaban, era como cuando el sol se oculta. Sin duda, el tema de los poemas hubiera podido sustituirlas: deliberadamente dejé de referirme a ellos, si bien su recuerdo persistiera en mi memoria como cosa aún inexplicada, pero que pugnaba por olvidar, y a la que había hecho el propósito de no referirme. Ella fue la que los trajo a colación:

__¿Qué piensas después de haber leído los poemas? O, mejor dicho, ¿qué esperas?

Había aclarado la niebla, pero repentinamente: más que como una luz, como un amago que se pierde en su propio esfuerzo. Estábamos en el centro mismo de una fantástica, tenue claridad, que, a veces, dejaba entrever vagas siluetas inmóviles, no se sabía de qué, quizá condensaciones inestables de la niebla misma. La nurse que leía el periódico y la que escuchaba música de un magnetófono, desaparecían detrás de una ráfaga gris, reaparecían luego, ¿las mismas? Los niños, más próximos, comentaban los grabados del libro en dos idiomas.

Le respondí sinceramente:

– Todavía no he logrado encajarlos en tu personalidad.

– Tampoco yo -me dijo, y me sentí repentinamente aliviado-. Como que he llegado a pensar que esas experiencias no me pertenecen, que estaban destinadas a otra persona y me alcanzaron, pero esto no es más que un subterfugio para engañarme. Yo estuve muchas veces en las iglesias de Moscú, cuyo interior se apodera del ánimo con más fuerza que el de Nôtre Dame; conozco muchas otras, más ricas en misterio, que me han causado impresiones más o menos profundas, pero siempre de naturaleza estética, sin que Dios anduviese por medio. ¿Por qué aquella mañana en París, lo sentí allí, que me envolvía, que me oprimía, y le encendí una vela, quizá para librarme de Él? Un Dios en el que jamás había creído, pues soy una muchacha rusa educada en el más escrupuloso marxismo-leninismo.

– Pero tu mundo ya no es ése.

– En cierto modo, no. Voluntariamente, no; pero en mi manera de entender la realidad, de andar por ella, quedaban rastros de lo creído antes, de manera que, al menos hasta aquella mañana, era materialista. Creí que escribiendo el poema me libraría de los efectos de lo que puede llamarse una revelación, y así llegué a esperarlo, pero, en el fondo de mí misma, alguien había sembrado un germen que crecía y destruía al crecer. Así: destruía ideas, imágenes, recuerdos, me destruía a mí misma, y dejaba un vacío ávido no sé de qué. El libro que publiqué, más o menos pasado un año de esa experiencia, fue juzgado por un crítico inteligente como muestra de que las más nihilistas de mis convicciones se tambaleaban, sin dejar, en su lugar, otra cosa que la nada. Yo no lo declaraba, ni siquiera lo dejaba traslucir, pero el acento de mis versos me traicionaba. El crítico tenía razón y lo admití, pero sin referirlo a mi experiencia mística. No sé si seguí engañándome inocentemente, o si el engaño era mi defensa inconfesada. También pudiera interpretarse como una huida de mí misma, pues en el espacio de lo que el Germen aquel había destruido, empezaba ahora a escuchar los coros de los ángeles, lejanamente, como un susurro. ¡No me mires así y no sonrías! Quedaba sola, se me cerraban los ojos, y esa música emergía de mi interior, envuelta en claridades, y no era como una felicidad que se me ofreciera, sino como un terror del que tenía que huir. Aquella noche en que tú dormías a mi lado trasmudado en Etvuchenko, aquella noche en que, por primera vez en mi vida había ascendido, en tus brazos, del eros al amor, cuando te contemplaba a la luz tenue que llegaba, ¿recuerdas?, de mis iconos, me sentí otra vez envuelta, pero de otra manera: arrebatada como si un vacío iluminado tirase de mí hacia arriba sin moverme, o como si aquellos coros y aquellas luces me levantaran. Me sentí encendida, pero no con el calor del deseo, y, por un instante infinito, recibí el efecto del Amor. Después sentí verdadero espanto al comprender que lo que había sentido por ti, y tú mismo, no erais más que los peldaños por donde había huido hacia arriba. MÁS ARRIBA, ¿entiendes? ¡Más arriba, pero sin ti; más arriba, pero sin tu participación, casi sin tu presencia! Y todo esto que te expreso en términos de luz y de ascensión, pudiera describírtelo también en términos de oscuridad y de hundimiento, porque los sentí como iguales, o, acaso, porque las luces fueron oscuras y, al ascender, descendiese. ¡Sólo contradiciéndome puedo aclarar un poco lo que me sucedió! Y, cuando pasó, me eché a llorar encima de tu cuerpo, de miedo de que Dios nos separase. Y lo que sucedió después lo interpreté así. Habrás visto que el poema escrito en el avión no expone el triunfo del que se siente elegido, sino el dolor de quien teme perder al hombre amado. Raro, ¿verdad?

Mientras Irina hablaba, yo me sentía intelectualmente seguro, al enterarme de que su incomprensión coincidía, más o menos, con la mía, aunque yo me la hubiera explicado a mí mismo en términos de estricta crítica literaria. (¿Y por qué no? ¿No es un procedimiento tan válido como cualquier otro?) Sin embargo, no hubiera sido correcto decirle: «Tus poemas me parecieron simplemente los actos incoherentes de un personaje literario mal hecho», por la razón, nada sencilla, de que, aun incoherentes, podían tener sentido, y que quizá yo me hubiera equivocado. Me lo preguntaba ahora, después de oírla, en un momento en que la niebla había oscurecido, y las voces de los niños llegaban como a través de una pared de guata.

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