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Bajó los ojos.

– Con Maxwell, sí -se llevó las manos a la cabeza-. ¡Maxwell, qué horror!

Pensé que Mathilde no sentía del mismo modo, y sentí hacia Maxwell, acaso ya sólo posible como recuerdo, cierta simpática conmiseración.

– Conviene olvidarlo, conviene incluso que yo lo olvide. Su peligro no era el mío. Creo que, como Von Bülov, dispongo de más recursos. No es lo mismo ser un agente perseguido que un profesor bien visto.

Me interrumpió:

– También estoy en peligro, y hasta alguien de los míos desconfía de mí, pero tengo que hacerles frente yo sola. No puedo abandonar al niño de la señora Fletcher. Acepté este servicio forzada: lo sabes bien; ahora me siento moralmente comprometida a continuarlo, aunque con deseo de salir adelante, de triunfar. No creo que la señora Fletcher oculte en su memoria el secreto de un arma decisiva, de modo que la ayudo sin el menor escrúpulo. La señora Fletcher no sabe nada de nada: si así no fuera, se comportaría de otro modo. Quien lleva dentro un secreto, por bien que lo guarde, por mucho que disimule, alguna vez tiene que estar sobre sí, alguna vez desconfía. A la señora Fletcher la encuentro incluso algo boba, más preocupada de lo debido, de lo que dicen de ella los periódicos. Pero su niño es otra cosa, y al niño lo defenderé con mi vida… -me miró- como te defendería a ti.

– ¿Das por sentado que el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla ya no tiene poder?

Se echó a reír, aunque comedidamente.

– Te juro que lo había olvidado… y, sin embargo, eres tú, estás aquí, y es a ti a quien amo y con quien acabo de comprometerme, aunque como siempre, por un cuerpo interpuesto.

Cerró los ojos.

– Eric von Bülov. ¿Para siempre? ¿O cambiarás alguna vez?

– Sólo si en nuestro camino encuentras a alguien que te agrade más que… éste a quien ahora quiero llamar yo.

– Me gustas. Estoy contenta. Y empiezo a tener otra vez esperanza de que no me hayas puesto este anillo vanamente.

– No obstante, al menos por última vez, tendré que actuar como el que fui, y, ¿quién sabe si me veré obligado a nuevas metamorfosis? Aún no sé con qué armas tengo que defenderme de Eva Gredner, con qué armas tengo que destruirla. En cualquier caso, Von Bülov será siempre el puerto al que regrese, el lugar de descanso en que nos encontraremos. Tengo que deshacerme de Eva, entregarla a los del Este para que la estudien… Imagina su cuerpo desnudo, acostado en una mesa fría, como si fuera la de un quirófano. Le habrán rasgado ese plástico exquisito de que está hecha su piel; se la habrán rasgado desde la garganta al sexo, y habrá quedado al descubierto un bandullo de cables sutiles y de transistores microscópicos; le habrán trepanado el cerebro, donde encierra el misterioso ordenador que la rige, los diminutos radares que le sirven de ojos, y quizás esa célula implacable que le permite perseguirme. Un equipo de estudiantes vestidos con batas blancas se encargará de desmontarla, de clasificar sus componentes, de reconstruir su estructura, y un día cualquiera, un profesor especialista, o varios, con lo que queda de Eva Grodner en el centro de un anfiteatro fascinado, iniciarán explicaciones acerca de su invención, composición y funcionamiento. Que después decidan copiarla o simplemente destruirla, es cosa que ya no me interesa. En cuanto a sus secuaces, esas cien repeticiones con ligeras variantes de Humphrey Bogart, al faltar ella, quedarán como pasmados, y la policía militar, debidamente alertada, recogerá de las esquinas agentes secretos en situación de paro, inútiles soldados a quienes habrá que inventar otro sargento. Pero el posible doble de Eva Gredner ignorará la existencia de Von Bülov y del Maestro de las huellas: se habrá perdido en la niebla para siempre. Antes de esto, a la señora Fletcher, con su niño, la habremos devuelto a su marido, y allá ellos.

Llevábamos tiempo hablando. Me había demorado en la descripción y en el relato de mis andanzas. No había omitido la visita a Mathilde y la noticia de las anteriores relaciones de Maxwell con ella. Incluso me atreví a planear, en sus líneas generales, algo de nuestro futuro. Irina, de repente, se dio cuenta de que era tarde, pero con especial emoción quizás excesiva, como si temiera que, por retrasarse media hora, fueran a robarle el niño.

– Espérame. Voy a telefonear, no sea que se alarmen…

Tardó algo, volvió agitada: me trajo la noticia de que alguien, una mujer americana, revestida de mucha autoridad y de bastante impertinencia, había llegado a casa del profesor Wagner en busca de un tal agente Maxwell que había estado allí. El profesor Wagner se había opuesto a sus pretensiones de registro, había telefoneado a alguien importante; Eva Grodner se tuvo que marchar…

– La imagino llegando, si no ha llegado ya. Vámonos. Como a ti te ignora, puedes coger un taxi. Yo escaparé en mi coche, y no pases cuidado, porque esta noche dormiré en Berlín Oriental. Pero mañana…

– ¿Podrás llegar hasta el parque adonde voy con el niño? A las doce.

Salimos. Íbamos a despedirnos cuando pasó el coche rojo de Eva Gredner con Eva Gredner al volante: tensa, la mirada fija, como obsesa, como fatal. La vimos detenerse, y entrar en el salón de té con paso elástico, armonioso.

– Dame un beso.

Nunca puede computarse la duración de un beso, y, bien pensado, acaso resulte impropio cualquier cálculo. Un beso es una comunicación esencial, más allá de contingencias históricas y circunstanciales; por supuesto, independiente del tiempo y del espacio. Un beso puede eternizarse en el rincón de una calle tranquila, adonde llega la luz tenue de un farol de gas. Ella está en la acera, él en la calzada, y él se inclina un poco porque es muy alto, este profesor Von Bülov que acaba de descubrir el mundo, y a quien el contacto con Irina sacude el cuerpo, a quien el olor de Irina exalta con exaltación desconocida.

– Gracias.

Cuando Eva Grodner apareció, ya de regreso, en la puerta del salón de té, al aire su cabeza, husmeando en el aire las huellas, Irina sacó apresuradamente algo de su bolso. Me dio unos papeles.

– Quiero que leas, esta noche, esos poemas. Uno de ellos lo escribí mucho antes de conocerte. El otro, no hace más de tres días, el tiempo que duró el vuelo entre París y Berlín. En éste estás tú, pero no solo. Te servirán para entenderme.

Fue derecha hacia Eva Gradner. Tropezaron, se demoraron en el tropiezo. Irina pareció iniciar explicaciones o disculpas. Me dio tiempo a perderlas de vista, a llegar hasta el coche.

Mi «Volkswagen» me condujo a un control de entrada y de salida. Fue un trayecto largo, que pasé pendiente del espejo retrovisor. Esperaba la aparición del coche rojo en el barullo de un atasco, a lo largo de una avenida sin obstáculos, de una avenida donde el viento levantaba hojas húmedas de tilos. Creí haber visto el coche rojo un par de veces, pero puede que lo soñara. Cuando llegué a mi meta, pedí hablar con los oficiales que mandaban los destacamentos: un alemán del Este y otro del Oeste. La explicación valió para los dos: quién era yo, y que mi nombre debía figurar en ciertas listas paralelas… Lo comprobaron, y me dejaron pasar. Le rogué al oficial del Este que me permitiera telefonear a un coronel cuyo nombre no pareció desconocer, pues quedó rígido al oírlo. En tanto él consultaba, yo, desde la puerta de la caseta, vi cómo llegaba el coche de Eva Gradner, cómo allende la barrera le decían que sí, cómo aquende le decían que no, cómo iba y venía del allende al aquende. Mi amigo el coronel me recomendó un hostal donde poder dormir tranquilo, y convinimos en vernos a la mañana siguiente, porque teníamos que hablar. Arranqué hacia dentro del Berlín rojo. En el espejo retrovisor, Eva Gredner insistía en manotear y en señalar mi coche. ¿Se habrá tranquilizado al perderme de vista? La respuesta de un robot a los estímulos es menos previsible de lo que generalmente se cree. Si no fuese porque Eva era una muchacha bien educada y de buenos principios, flor y nata del avispero, quizás hubiera blasfemado antes de irse.

Los papeles de Irina eran, efectivamente, dos poemas. Los había escrito en ruso, y, después de leídos, me fue difícil dormir: Me habían impresionado extrañamente, no con la extrañeza de lo que disgusta, sino de lo que no se espera; mejor aún, con la singularidad exasperante de lo que no cuadra, de lo que nos obliga a preguntarnos: ¿a qué viene esto ahora? Hamlet danzando una giga mientras canta el monólogo, o un Picasso estridente inserto en un delicado Vermeer. De ese orden, aunque no eso mismo. Estamos acostumbrados a entender la conducta de otro, no en virtud de la experiencia pura, sino de un principio que la interpreta con la clave del «personaje», concebido como «carácter», sin darnos cuenta de que así, al otro, le limitamos la libertad, y atribuimos a su comportamiento una necesidad y un estilo que, si faltan o se contradicen, nos irritan o molestan; en todo caso, nos sorprenden. Pero, en vez de buscar en nosotros mismos la razón, nos limitamos a no entender lo que hace el otro, a no admitir que su lógica no coincida con la nuestra. ¿Llegaríamos, de afirmación en afirmación, a concluir que la mayor parte de los hombres se sienten desgraciados porque los demás no actúan como a cada uno le hubiera gustado? Las objeciones que, durante aquella larga noche del Berlín Oriental, acostado en una cama dura y dando vueltas y vueltas, hice a una Irina que no podía responderme, fueron de naturaleza estética, pero no por haber escrito dos poemas, cosa que había hecho antes muchas veces y que, en cierto modo, estaba dentro de lo previsible, de lo esperable e incluso de lo deseable; sino, precisamente, aquellos dos, que un crítico literario hubiera calificado no sólo de imprevisibles, sino también de impropios, y no por calidad, ni siquiera por su forma, sino por su materia: nada de la anterior poesía de Irina, por una parte; nada de lo que yo sabía de ella, por la otra, me autorizaba a esperar que dedicase sus versos a describir dos experiencias místicas: la una, ya lejana, después de una larga orgía intelectual de guitarra y discusión con poetas de tres razas, exasperados de noche y de lirismo; la otra, reciente y más sorprendente aún, tras una noche de amor conmigo. Debía de ser ya la madrugada cuando quedé transido, pero, durante el sueño, imágenes de los poemas iban y venían alrededor de un vacío luminoso que, curiosamente tenía forma de mandorla: transcurrían por las zonas tenebrosas del contorno, casi perezosamente; pero, de pronto; alguna de ellas atravesaba la luz y dejaba un rastro oscuro, como esos fragmentos de estrella que inciden en la noche y trazan un efímero camino centelleante: sonidos de una guitarra loca en las calles vacías de una ciudad cuyos habitantes han huido por miedo súbito al alba; rostros de poetas que danzan, como juglares antiguos, ante la puerta de una iglesia; también bóvedas de piedra, nervaduras osadas como cuadernas de un barco volcado, vitrales, arcos, columnas, llamas de cirios temblonas y el cuerpo apaciguado de Etvuchenko, dormido con la paz de los hombres inocentes. Algo que no eran piedras ascendía también, y una mano en cuyo dedo resplandecía el oro, rozaba el borde mismo de lo Terrible.

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