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– ¿Es posible que entre?

Le apreté la mano.

– No pase cuidado.

Pero se me ocurrió hacer un experimento.

– No se aparte de la pantalla, y observe lo que hace.

Me aproximé a la puerta: pude escuchar el roce en la pared de los dedos de Eva. De pronto, se detuvieron y escuché algo así como los golpes de unos puños.

– ¡Estás ahí, señor De Blacas, sé que estás ahí!

Me aparté un poco.

– ¡Señor De Blacas, te ordeno que abras!

Irina seguía ante la pantalla, con atención casi hipnótica, los movimientos de Eva.

– Le dio como una convulsión cuando usted se acercó.

– ¿Y no será que me huele, como aquel monstruo que la seguía a usted? ¡No puede ser más que eso!

Imaginamos, entre sonrientes y preocupados, una célula secreta que podía elegir entre millones cualquier olor personal.

– ¿Y no descubrirá casualmente el resorte que abre la puerta?

– Usted sabe que es difícil, aunque no imposible. Por otra parte, estoy convencido de que la casualidad es incompatible con la técnica, y ese bicho es pura técnica.

Irina dejó de hablar y apretó mi brazo.

– ¿Y ahora? ¿Qué hace ahora? -me preguntó: después de unos instantes Eva se había arrodillado, y sus manos tentaban la pared a un palmo del suelo.

– No sé… quizás…

Eva seguía tentando, pero no ya la pared que ocultaba la puerta, sino la que hacía ángulo con ella a la derecha: y siempre a la misma altura. Recordé una de las propiedades que era al mismo tiempo una de las deficiencias de aquel robot: cuando la energía eléctrica que lo movía empezaba a agotarse, instintivamente, como un pájaro que responde a la llamada de la primavera y emigra con las otras golondrinas, Eva buscaba una fuente de electricidad, la que fuese, lo mismo la batería de un coche que el enchufe de una lámpara o el de una aspiradora que barre las moquetas. Se lo expliqué a Irina.

– ¿Lo encontrará?

– No sé que haya ninguno en todo el pasillo, aunque creo haber visto alguno en un descansillo de la escalera.

Eva había recorrido la pared de la derecha, pero, en vez de continuar y descender, atravesó el pasillo y continuó su investigación por la pared izquierda, aunque en sentido inverso. Hubiera tardado en hallar el enchufe, porque todos estaban precisamente a la izquierda; hubiera tardado incluso demasiado tiempo, a juzgar por la desgana que empezó a mostrar de repente, como si se hubiera cansado. Se sentó en el suelo, apoyó el torso en la pared, sus manos buscaban alrededor del mismo punto, cada vez con menos energía, como si fuese cada vez con menos convicción, pero dramáticamente convulsas, dramáticamente sacudidas; y lo mismo le sucedía a las piernas, e incluso alguna vez al torso. Parecía vencida, pero a la vez resignada, porque no apareció en su rostro señal alguna de dolor o rebeldía, sino que fue abriendo y cerrando los ojos, abriendo y cerrando la boca, al tiempo que resbalaba, hasta quedar en el suelo, inmóvil después de un coletazo violento, como el último de una ballena. Irina me preguntó ingenuamente si había muerto. No me atreví a responderle riendo, sino que, con la mayor seriedad, le expliqué que a partir de aquel momento, una célula alojada en un lugar de la hipófisis, convenientemente protegida por una especie de auramadre, empezaba a lanzar señales como gritos de angustia, necesariamente recogidas por dos robots que siempre se hallaban a una distancia menor de quinientos metros, sólo para ejercer el socorro de suministrarle energía.

– Si tiene mucho interés en asistir a la resurrección de Eva, no necesita más que un poco de paciencia, más o menos tiempo según los obstáculos que tengan que salvar, las puertas que tengan que abrir, las paredes por las que tengan que trepar, pero llegarán, no lo dude, mudos y oscuros, y se la llevarán a un lugar donde pueda reponer su carga. Por si no nos hemos equivocado, y Eva me sigue a causa del olor, me serviría ese perfume suyo para borrar, al menos de momento, mis huellas.

– ¿Tenemos que abrir?

– Sólo un instante.

– ¿No estará haciéndose la muerta?

– No la creo tan astuta.

Cuando le devolví el frasquito, había desconectado ya la pantalla: se hallaba a la puerta de la alcoba y, sin sonreír, pero amablemente, me deseó buenas noches.

Hay que admitir que una mujer en la situación de Irina puede tener razones para prescindir de la seguridad y lanzarse a las calles de París: basta para aceptarlo como razonable la mención de unas prendas interiores; pero conviene considerar también que una persona en mi situación (¿Soy yo una persona? Quizá teológicamente, sí), se siente empujada, no ya por sus deseos de pelear, incluido el compromiso moral de hacerlo (el juego tiene sus leyes), sino por la curiosidad de saber, y, de ser posible, ver, en qué término y con qué consecuencia se desarrollaba el juicio contra Perkins y De Blacas. Reconozco que en nuestra disputa al respecto, contemporánea del desayuno, las prendas de Irina alcanzaron más peso dialéctico que mi curiosidad, pero acabamos conviniendo un plan, unos tiempos, un programa de llamadas y citas, unas contraseñas. Irina no había hecho objeción alguna a mi hipótesis de que posiblemente a ella la estuviesen buscando los suyos, ya que los que, hasta el día anterior, yo hubiera llamado con toda propiedad los míos no podían hacerlo: Irina no dejó de reírse cuando le conté, quizá por segunda vez (¿o por tercera?), que el oficial responsable de su persecución había sido objeto de un rapto que, al menos en las apariencias, más respondía a conveniencias eróticas que políticas. Llevé a Irina en mi coche hasta cerca de su casa, nos deseamos buena suerte, y me acerqué al C. G., tan pisado por mí cuando era De Blacas, de algo difícil entrada ahora. Telefoneé a Peers, mi ex colega americano, algo así como mi otro yo, aunque con un diez por ciento menos de poder de decisión. (Durante el tiempo en que fui De Blacas, no dejé de preguntarme, en momentos de vagar, a qué términos reales podía reducirse esa manía americana de evaluarlo todo en tantos por ciento, hasta la coloración de las hojas en el otoño.)

Telefoneé a Peers, repito, y le dije quién era.

– ¿Qué hace usted, de dónde sale, Maxwell?

– Creo saber algo acerca de eso de los Planes Estratégicos.

– ¿Dónde quiere que nos veamos?

– Donde usted diga. Usted manda, si no recuerdo mal.

– Puede venir a mi despacho.

– Lo hice anoche al del capitán de navío, y me echaron los perros.

– Algo oí hablar de eso, aunque no logré entenderlo. Sospecho que hay un lío.

– A lo mejor le ayudo a resolverlo, pero, ¿me dejarán entrar? ¿Tendrá usted chivatos en su despacho? El coronel Peers carraspeó.

– En cuanto a lo de entrar, por supuesto: puerta 17, mi nombre y la consigna «Cincinnati»; en cuanto a los chivatos no respondo, pero siempre hay que arriesgarse.

– Me tendrá ahí en cuanto despache un café.

Remoloneé en un square con árboles chiquitos, en que se habían demorado unos vellones de niebla, el tiempo necesario para tomar un café, y me aproximé sin prisas a la puerta 17. Había un sargento fumando y una chica de las Fuerzas Armadas leyendo un periódico. Dije en voz alta: «¿A quién tengo que nombrar al coronel Peers? ¿Y alguien de por aquí es natural de Cincinnati?» La chica me susurró: «Venga», y sólo entonces advertí que mascaba chicle, quizás incansablemente, quizás hubiera nacido ya mascando chicle: no me habría gustado que sus mandíbulas se aplicasen con saña a cualquier parte vulnerable de mi cuerpo. Me llevó por una escalerilla de caracol que yo conocía, y por unos pasillos secretos que yo mismo diariamente había transitado. Finalmente pulsó tres veces el timbre de una puerta: breve, larga, breve. Se encendió, como respuesta, una lucecita verde, la inferior de un sistema de tres: las de encima, por supuesto, ámbar y roja, por este orden ascendente: la composición y significado de los semáforos obedece a convenciones universales impuestas por las grandes potencias, y yo me hallaba en territorio legal de la inventora de aquel código tan útil.

– Pase.

Se abrió la puerta, entré, saludé. Peers, sin responderme, señaló un asiento. Estaba fumando un enorme puro de Virginia, hábito con el que completaba o, por mejor decirlo, perfeccionaba su parecido con Winston Churchill, en cuya conservación consumía varias horas al día y al que, según los informes más verídicos, debía el alto puesto que ocupaba, e incluso el hecho mismo de ser un político cambiado en militar, frecuentador incansable de Clausewitz, que allí estaba, encima de la mesa, abierto quizá por el capítulo IV de la primera parte. La guerra del Vietnam le había servido de entrenamiento, y cuantas más aptitudes mostraba para la estrategia, mayor era su parecido con el difunto: como que no faltó quien hablase de metempsicosis, ¡se acude a veces a tantos subterfugios intelectuales para explicarse algo tan elemental como un parecido! Aquella mañana estaba como metido aún en lo de Dunkerke, hacia la mitad.

– Desembuche.

Le hice esperar el tiempo que se tarda en abrir un paquete de cigarrillos, escoger uno y encenderlo. Después le relaté lo acontecido dos días antes en la Embajada rusa, aunque ocultando la presencia de Irina, y lo completé con una hipotética perplejidad, más visible en el caso de Iussupov, acerca del lío en que se hallaban metidos, lo que permitió describir, creo que por primera vez en la Historia, a un Águila dubitante, al planeo indeciso de un Águila, salvas siempre las excepciones napoleónicas. Sin necesidad de que me lo preguntara, atribuí la responsabilidad última, la creación del caso, también pudiéramos decir, al Maestro de las huellas que…

– No saben qué hacer con esa montaña de papeles ni cómo sacarla del país. Alguien llegó a proponer que se traslade a París el cogollo del Estado Mayor ruso, que se les alquile un palacete nada sospechoso, como quien dice un lugar discreto para sus juergas, y que lo estudien aquí: los resultados del estudio serían de transporte mucho más fácil, sobre todo si lo dictan en clave, desde la Embajada, a una computadora situada en Moscú.

– ¿Y por qué no en Berlín Oriental? -me respondió Peers, mascando con rabia la punta del cigarro.

– ¡Ah, no sé! Quizá las computadoras alemanas sean mejores.

La mezcla del humo de aquel cigarro de Virginia con el de mi cigarrillo daba un resultado deplorable. Arrojé mi colilla y me dediqué a aspirar lo que me llegaba de la derecha. Y lo que llegó, además, fue esta pregunta:

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