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Marga sintió de pronto una increíble tibieza a su alrededor, una calidez transida de olores placenteros, se movió apenas para confirmar la presencia de los otros cuerpos cuyo contacto erizaba su piel, la enloquecía de goce, una de sus manos se enredó en una mata de pelo femenino y dejó que el pelo resbalara lentamente entre los dedos, cada una de sus hebras rozando la piel sensible de sus palmas, enroscándose en los dedos apenas flexionados, tocando la insinuada membrana entre los dedos, extendió la pierna hacia el otro lado y uno de sus pies se apoyó contra el costado del otro cuerpo, se deslizó hasta encontrar el borde de la tela y se metió por debajo sobre la carne desnuda, apoyando la planta, escuchando la voz de esa piel menos suave que la llamaba con su olor a hombre y ya no pudo resistirlo, tanto y tan leve goce, permitió la explosión, entonces, la locura, la orina vertiéndose cálidamente entre sus muslos, un manantial que se dividía entre sus pliegues formando corrientes centrales, pequeños afluentes sobre sus piernas, entre sus piernas, empapando la sábana, envolviendo sus nalgas en una humedad caliente y olorosa, sintió que la levantaban en el aire, los pechos de su madre blandos, aplastándose contra su vientre, la presión de los pezones bien formados, erguidos, la desnudaron unas manos hábiles y después fue el agua tibia, la mano mojada recorriendo sus nalgas, entre sus nalgas, tibia sobre su vientre, deslizándose ahora entre sus piernas, buscando sus repliegues y fue un hombre y pudo sentir el pulso del deseo colmando su sexo que hendía el aire tibio, afiebrándolo, había otros hombres allí, sus servidores, ellos ataron a la mujer, la amordazaron, desgarraron su ropa, como relámpagos de blancura eran sus carnes desbordantes, los pliegues de grasa, tocó la piel sudada, mantecosa, se acarició, fue hacia ella, apoyó su sexo enorme, rojo, la superficie rugosa cruzada por grandes venas azules, clavó una de sus uñas sucias, afiladas en la base del cuello de la mujer, la hizo correr salvajemente enterrada en su cuerpo, entre los pechos hinchados, sobre su estómago, vientre, más allá del ombligo, hacia su sexo, dejando una marca roja, un camino apenas sangrante por donde avanzó su lengua, el sabor dulzón, caliente la mujer se quejaba débilmente, le quitó la mordaza entrevió vagamente el juego de succiones al que se entregaban los vlotis, la obligó a abrir la boca, introdujo su pene, sus dedos jugando peligrosamente, amenazantes, en la entrada de la vagina, las uñas filosas rozando el clítoris, los labios de ella jugaron, los dientes tocaban dulcemente el glande, la lengua se detuvo en la leve ranura, acarició el orificio que dejaba escapar ya las primeras gotas de sabor picante, con un movimiento rítmico apresuró el final, se incorporó para que sus pechos se apoyaran contra los testículos del hombre, sintió las convulsiones, el líquido mucoso derramándose en su boca, bebió, mamó, tocó con la lengua la rugosidad del pezón, tan perfectamente sabio, tan idéntico a la forma de sus labios, esa dura hinchazón que complementaba su hambre, chupó y chupó y sintió de pronto un impulso feroz, incontenible, mordió violentamente ese botón obscuro que le llenaba la boca, oyó el grito, saboreó el líquido tibio y dulce, succionó, la leche le llenaba la boca pasando a través de sus encías desdentadas, estaba dando placer, recibiendo placer mecida en un nido inconcebiblemente cálido, la leche se deslizaba por su garganta, su cuerpo entero se llenaba de tibieza, otra vez apresuró el estallido, eran ahora movimientos internos de su cuerpo, zonas desconocidas, la loca pasión de sus esfínteres, separó apenas los labios sin soltar el pezón y supo, estremeciéndose, que algo pastoso y cálido brotaba de uno de sus orificios, una masa semilíquida, olorosa, contra su piel, los vlotis se remunían, vululaban, se inclinó sobre el hombre, penetrándolo con dificultad, dolor en el frenillo, su mano rodeando el sexo del otro, ensalivada, le mordió el hombro mientras la mujer le separaba las nalgas, acercaba su cara, olía y acariciaba con deleite, con el dedo mojado, la lengua, introduciendo la lengua en su ano y él seguía moviéndose en el cuerpo del otro, en su angosta hendidura, puso el pene sobre el pecho de la mujer y ella lo envolvió entre sus senos fláccidos, empapados de sudor, el semen brotó como una marea, como una catarata, apoyó sus palmas sobre el líquido blancuzco, mucilaginoso, se frotó los senos, masajeó los pezones y estaba acostada, las piernas en el aire, una mano firme, segura, sostenía sus tobillos, deslizaba la fibra empapada en aceite entre sus nalgas, se demoraba en el orificio, la apoyaban otra vez para separar sus muslos, pasar la fibra aceitada limpiando la entrepierna, separando ahora los labios mayores para pasar con suavidad enorme por el costado de su clítoris, por los canales, delicadamente le bajaban el prepucio, aceite maravillosamente por la mucosa del glande, crecer ahora, inflamarse, introducir el pie en la masa semilíquida, pastosa, brotada de su propio cuerpo, para pasarla por el cuerpo de ella, untarla entre las piernas, el extremo de un clombo se agitaba como pidiendo auxilio, asomando apenas de la masa gris de los vlotis, permaneció totalmente inmóvil mientras la serpiente reptaba por su cuerpo, pasaba sobre su cara, el frote áspero y frío de ese vientre escamoso sobre sus labios, sus anillos envolvieron su sexo, se deslizaron entre los testículos, la cabeza buscando, presionando, encontrando el agujero para penetrar allí, profundamente, la cabeza, la cola cascabeleando en su vagina, moviéndose ahora, hacia atrás y hacia delante, la pequeña serpiente, la cabeza, la lengua rápida y vibrátil en el recto, el cascabel contra las convulsas paredes de su vagina, con un brusco movimiento de torsión la puso sobre él, sintió el peso y la presión de su cuerpo, los pezones contra su pecho, sus muslos tocándose, su cabeza apoyada sobre el pecho de la otra, los senos pequeños y separados rozando sus orejas, la obligó a cabalgarlo, sintió las piernas de ella alrededor de su cintura, penetró, desgarró, la otra lamiendo sus testículos, metiéndoselos en la boca, lamiendo las nalgas de ella, su pene ensangrentado de flujo menstrual, las mujeres frotando sus senos una contra otra, de pie, ahora, orinó sobre sus cuerpos, dirigiendo el chorro contra su cara, contra su boca entreabierta, le mordisqueaban las axilas y las ingles, gustó el sabor de su flujo, embebió el alimento en el líquido espeso que desbordaba mansamente su vagina y lo llevó a su boca, degustando, tomó el animalito peludo que se retorcía entre sus dedos, lo dejó caminar por su cuerpo sabiendo que buscaría su nueva madriguera, deliciosamente penetró en busca de alimento, sus patitas demorándose en la entrada, una vez adentro empezó a comer agitándose lengüeteando, moviendo todo su cuerpecito peludo, tibio, la vio abrirse para él, para ella, enormemente abrirse, temió sin embargo que no fuera suficiente, entró de a poco, la cabeza primero, con dificultad, a pesar de los movimientos de succión que lo atraían, que la llevaban hacia adentro, el vlotis tres enorme ahora, rebosante, único, el uno y el dos inexistentes, formando parte de su cuerpo, por un momento sintió que se ahogaba, que no lo lograría, estrecho el canal, lubricado sin embargo para permitir su paso, con un sonido breve y hueco terminó de pasar la cabeza y todo fue más fácil, una leve torsión de costado para permitir el paso de los hombros, brotaba sangre ahora en la entrada rota, desgarrada, succionando siempre, rápidamente hacia adentro el torso, las caderas, las rodillas doblándose hacia el pecho para caber en esa obscuridad total, líquida, gozosa.

Y de golpe, el abrazo de Carlos, su arremetida brutal, sacándola, salvándola de la disolución final, retrotrayéndola a una realidad siempre menos feroz que su delirio, sobre ella, furiosamente dirigiendo toda su energía hacia su propio cuerpo deforme para lograr esa ilusión táctil tan imposible y sin embargo a medias consiguiéndolo, cerrar los ojos entonces para no ver ese cuerpo de hombre derritiéndose en los bordes, surgiendo las móviles alas de medusa, un gigantesco caracol marino, gelatinoso, emitiendo su baba. Cerrar los ojos, sentir: ese excesivo número de lenguas entrando en sus orejas, deslizándose húmedas por su vientre, haciendo vibrar sus pezones, simultáneamente envolviéndola, húmedas lenguas, sentirse penetrada por algo frío, escamoso, fingidamente sexo, un placer helado y diabólico, demasiado grande, doloroso, con móviles protuberancias bailando adentro de su cuerpo y de golpe, en la violencia de un orgasmo infinito, la inesperada punzada en el ombligo, la fuerza del dolor sumándose al placer en una sensación destructora, feliz.

Pidió disculpas, después, Carlos, tan bien cortado el traje, tan caballero, alisando sus cabellos negros, envaselinados, en el viaje de vuelta pidió disculpas, mirándola de reojo dio explicaciones que Marga no le había pedido, que no le pediría, pero que escuchó con atención obligada, por la extraña, anticuada cortesía de Carlos, nuevamente tan hombre, tan hembra. Porque así le dijo, le explicó Carlos a Marga: hembra autofecundante era él, proteica, el buen amigo Carlos. Inconteniblemente arrastrado por el delirio (volvió a justificarse) que provoca el polvillo de los vlotis (se disculpó correcto), llevado sin fronteras hasta la imperdonable locura de haber depositado en ella, a través de su amable, de su delicioso ombligo (pero había sido al menos un buen amante, esperaba), la minúscula bolsita de huevos. Como un tordo, poéticamente explicó Carlos, de sus natales antiguamente extendidas pampas, poniendo sus huevecillos en nido ajeno para que otra hembra mejor que él, que ella, protegiera y alimentara su nidada. No podía, otra vez prefería no acariciarle la mano, Carlos, pero la miró con afecto, la ilusión óptica era perfecta, inolvidable la mirada de esos ojos negros.

Las consecuencias, entonces, quiso saber Marga, mordiéndose la lengua, avergonzada, arrepentida de las palabras que su lengua curiosa insistía en formar, que su aliento rebelde dejaba salir de su boca, nunca habrás, pensaba ella, de preguntar por las consecuencias del placer, gozarlo y olvidar, y sin embargo allí estaba ella, Marga Lowental Sub-Saporiti preguntándose, preguntándole qué iba a pasarle después. Y Carlos le contestó que nada, amor mío, que nada le pasaría hasta la primavera de su propio planeta, la de su natal hemisferio, así calculó el difícil tiempo entre las estrellas, su gentil Carlos.

Y era primavera en Buenos Aires, la ciudad grande, la ciudad-mito, cuando las larvas comenzaron a alimentarse, devastadoramente, y Marga pudo iniciar por fin el viaje verdadero, único, aquel viaje del cual los otros no habían sido más que inútiles remedos, imitaciones desprolijas, un viaje del que no regresaría jamás decepcionada, del que no regresaría jamás, la esencia, la médula misma del turismo.

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