A mi tío Lucho, a cambio de Caperucita.
Tom gritó. Mamá estaba en la cocina, amasando. Tom tenía cuatro años, era sano y bastante grande para su edad. Podía gritar muy fuerte durante mucho tiempo. Mamá siempre leía libros acerca del cuidado y la educación de los niños. En esos libros, y también en las novelas, las madres (las buenas madres, las que realmente quieren a sus hijos) eran capaces de adivinar las causas del llanto de un chico con sólo prestar atención a sus características.
Pero Tom gritaba y lloraba muy fuerte cuando estaba lastimado, cuando tenía sueño, cuando no encontraba la manga del saco, cuando su hermana Soledad lo golpeaba y cuando se le caía una torre de cubos. Todos los gritos parecían similares en volumen, en pasión, en intensidad. Sólo cuando se trataba de atacar al bebé Tom se volvía asombrosamente silencioso, esperando el momento justo para saltar callado, felino, sobre su presa. El silencio era, entonces, más peligroso que los gritos: ese silencio en el que mamá había encontrado una vez a Tom acostado sobre el bebé, presionando con su vientre la cara (la boca y la nariz) del bebé casi azul. Tom gritó, gritó, gritó. Mamá sacó las manos de la masa de la tarta, se enjuagó con cuidado, con urgencia, bajo el chorro de la canilla y, secándose todavía con el repasador, corrió por el pasillo hasta la pieza de los chicos. Tom estaba tirado en el suelo, gritando. Soledad le pateaba rítmicamente la cabeza. Por suerte Soledad tenía puestas las pantuflas con forma de conejo, peludas y suaves, y no los zapatos de ir a la escuela.
Mamá tomó a Soledad de los brazos y la zamarreó con fuerza, tratando de demostrarle, con calma y con firmeza, que le estaba dando el justo castigo por su comportamiento. Tratando de no demostrarle que tenía ganas de vengarse, de hacerle daño. Tratando de portarse como una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos.
Después levantó a Tom y quiso acunarlo para que dejara de gritar, pero era demasiado pesado. Se sentó con él en el borde de la cama acariciándole el pelo. Tom seguía gritando. Era un hermoso milagro que no hubiera despertado al bebé. Cuando mamá sacó un caramelo del bolsillo del delantal, Tom dejó de gritar, lo peló y se lo comió.
– Quiero más caramelos -dijo Tom.
– Yo también quiero caramelos -dijo Soledad-. Si le diste a Tom me tenes que dar a mí.
– No hay más caramelos. Vos, Solé, más bien que no te mereces ningún premio. Y a vos parece que no te dolía tanto que con un caramelo te callaste -como una buena madre, equitativa, dueña y divisora de la justicia. Pero una buena madre no consuela a sus hijos con caramelos, una madre que realmente quiere a sus hijos protege sus dientes y sus mentes.
– Queremos más caramelos -dijo Soledad.
Y ahora Tom estaba de su lado. Entre los dos trataron de atrapar a mamá, que quería volver a la cocina. Tom le abrazó las piernas mientras Soledad le metía la mano en el bolsillo del delantal. Mamá sacó la mano de Soledad del bolsillo con cierta brusquedad. Calma. Firmeza. Autoridad. Amor.
– ¡No! Los bolsillos de mamá no se tocan.
– Tenes más, tenes más, sos una mentirosa, ¡nos engañaste! -gritaba Soledad.
– Mamá mala, mamá mentirosa, ¡mamá culo! -gritaba Tom.
– Empezaron los dibujitos animados -dijo mamá. Autoridad. Firmeza. Culo.
Tom y Soledad la soltaron y corrieron hacia el televisor. Soledad lo encendió. Levantaron el volumen hasta un nivel intolerable y se sentaron a medio metro de la pantalla. Una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, no lo hubiera permitido. Mamá pensó que se iban a quedar ciegos y sordos y que se lo tenían merecido. Cerró la puerta de la cocina para defender sus tímpanos y volvió a la masa de tarta. Masa para pascualina La Salteña es más fresca porque se vende más. Una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, ¿compraría masa para pascualina La Salteña?
Acomodó la masa en la tartera, incorporó el relleno, que ya tenía preparado, cerró la tarta con un torpe repulgue y la puso en el horno. A través de la confusión infernal de sonido que despedía el televisor, se filtraba ahora el llanto del bebé. Como una respuesta automática de su cuerpo, empezó a manar leche de su pecho izquierdo empapándole el corpiño y la parte delantera de la blusa. Sonó el timbre.
– ¡Un momento! -gritó mamá hacia la puerta.
Fue al cuarto de los chicos y volvió con el bebé en brazos. Abrió la puerta. Era el pedido de la verdulería. El repartidor era un hombre mayor, orgulloso de estar todavía en condiciones de hacer un trabajo como ése, demasiado pesado para su edad. Mamá lo había visto alguna vez, en un corte de luz, subiendo las escaleras con el canasto al hombro, jadeante y jactancioso.
– Los chicos están demasiado cerca del televisor -dijo el hombre, pasando a la cocina.
– Tiene razón -dijo mamá. Ahora había un testigo, alguien más se había dado cuenta, sabía qué clase de madre era ella.
El olor a leche enloquecía al bebé, que lloraba y picoteaba la blusa mojada como un pollito buscando granos. El viejo empezó a sacar la fruta y la verdura de la canasta apilándola sobre la mesada de la cocina. Hacía el trabajo lentamente, como para demostrar que no le correspondía terminarlo sin ayuda. Mamá sacó algunas naranjas, una por una, con la mano libre. El verdulero amarreteaba las bolsitas.
Una buena madre no encarga el pedido: una madre que realmente quiere a sus hijos va personalmente a la verdulería y elige una por una las frutas y verduras con que los alimentará. Cuando una mujer es lo bastante perezosa como para encargar los alimentos en lugar de ir a buscarlos personalmente, el verdulero trata de engañarla de dos maneras: en el peso de los productos y en su calidad. Mamá observó detenidamente cada pieza que salía de la canasta buscando algún motivo que justificara su protesta para poder demostrarle al viejo que ella, aunque se hiciera mandar el pedido, no era de las que se conforman con cualquier cosa.
– Las papas -dijo por fin-, ¿no son demasiado grandes?
– Cuanto más grandes mejor -dijo el hombre-, lo malo son las papas chicas. Mire ésta -tomó una de las papas más grandes y la acercó a la cara de mamá- Es ideal para hacer al horno. Usted la pela y le hace cortes así, ¿ve? como tajadas pero no hasta abajo del todo. En cada corte, un pedacito de manteca. Después en el horno la papa se abre y queda como un acordeón doradito, riquísima, hágame caso.
Mamá le dijo que sí, que le iba a hacer caso. Le pagó, y el hombre se fue, pero antes volvió a mirar con reprobación a los chicos, que seguían pegados al televisor.
Mamá se preparó un vaso grande lleno de leche y se sentó en la cocina para amamantar al bebé. Cuando se le prendía al pecho ella sentía una sed repentina y violenta que le secaba la boca. Sentía también que una parte de ella misma se iba a través de los pezones. Mientras el bebé chupaba de un lado, del otro pecho partía un chorro finito pero con mucha presión. Una buena madre no alimenta a sus hijos con mamadera. Mamá tomaba la leche a sorbos chicos, como si ella también mamara. Cuando el bebé estuvo satisfecho, se lo puso sobre el hombro para hacerlo eructar. Ahora había que cambiarlo. También ordenar la cocina. Organizarse. Primero cambiar al bebé.
Le sacó los pañales sucios. Miró con placer la caca de color amarillo brillante, semilíquida, de olor casi agradable, la típica diarrea posprandial, decían sus libros, de un bebé alimentado a pecho. El chiquitito se sonrió con su boca desdentada y agitó las piernas, feliz de sentirlas en libertad. Lo limpió con un algodón mojado. ¿Era suficiente? Otras madres lavaban a sus bebés en una palangana o debajo del chorro de la canilla. Tenía la cola paspada. A los bebés de otras madres no se les paspaba la cola. Una buena madre, una madre que realmente quiere a sus hijos, ¿usaría, como ella, pañales descartables? Usaría pañales de tela, los lavaría con sus propias manos, con amor, con jabón de tocador.
– ¡Soledad! ¡Me alcanzas del baño la cremita para la cola del bebé! -pidió mamá.
Soledad apareció con inesperada, inhabitual rapidez. Traía el frasco de Dermatol y las manos mojadas.
– ¿Qué estabas haciendo en el baño?
– Nada mamá, lavándome las manos.
Tom gritó. Mamá dejó al bebé, limpio y seco pero todavía sin pañales, en la cuna corralito. Los gritos eran muy fuertes y venían del baño. Soledad se plantó delante de la puerta.
– No entres ahí mamita, de verdad, por favor, no entres, perdóname.
Los alaridos de Tom eran más fuertes que el mismísimo sonido del televisor, inútilmente encendido en el living. Deslizándose por debajo de la puerta del baño, un flujo lento y constante de agua jabonosa inundaba la alfombra del pasillo haciendo crecer una mancha de color obscuro. Mamá empujó a Soledad y abrió la puerta. Tom tenía la cara pintada de varios colores y en el pelo un pegote de pasta dentífrica. Sus cosméticos estaban tirados en el suelo, empapados, en medio del charco de agua que provocaba el desborde del bidet. Soledad había salido corriendo, seguramente para esconderse en el ropero.
Mamá sacó el tapón del bidet y forcejeó con las canillas.
– No pude cerrarlas -lloriqueó Tom.
Para mamá tampoco era fácil. Habían sido abiertas hasta su punto máximo y giraban en falso. Después de varios intentos lo consiguió. Sonó el teléfono. Mamá se obligó a quedarse en el baño hasta ver el bidet vacío y asegurarse de que no salía más agua. Después fue a atender.
Al levantar el tubo escuchó el característico sonido que precedía las comunicaciones de larga distancia.
– Es llamado de afuera, chicos, ¡es papito! -gritó, feliz.
Soledad salió de la pieza arrastrando la cuna donde el bebé lloraba.
– ¡Mamá! -gritó-. Tom lo quiere matar al bebé pero no sin querer. ¡Lo quiere matar a propósito!
– ¡Mentira! -gritó Tom, que venía detrás-. Sos un culo cagado con olor a culo cagado Soledad, ¡caca caca caca con olor!
– ¡Lo odio! -gritó Soledad-. Quiero que no exista más, mamá, por qué tengo que soportarlo. ¡Hijo de culo! ¡Hijo de mierda! ¡Ano con pelos!
– Cállense -pidió mamá-. ¡No oigo nada! ¡Hagan lo que quieran pero cállense! Soledad apaga la tele, es papito de afuera y no oigo nada.
– Mamá dijo hagan lo que quieran -le dijo Soledad a Tom, que sonrió y dejó de gritar. Empujando la cuna se fueron a la cocina.