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Princesa, mago, dragón y caballero

A la mañana siguiente debían enfrentarse en el Gran Torneo por la mano de la Princesa Ermengarda. Y esa noche el caballero Arnulfo de Kálix y el Príncipe Verde bebieron juntos por el fin de la amistad que los unía y por la eternidad de la belleza (que los separaba).

Hacía muchos años que el Gran Torneo había comenzado, y nadie conocía la fecha de su fin. Su fama había crecido hasta apagar la fama de la Prin cesa. Desde las más lejanas comarcas de la cristiandad acudían los jóvenes participantes, atraídos por el sonido marcial de las lanzas al chocar con los escudos. Había mil razones por las que a un caballero podía interesarle intervenir en el Gran Torneo y muy pocas tenían relación con la Princesa. Muchos padres nobles enviaban a sus hijos a templar su juventud en la justa. Algunos venían a cumplir una condición impuesta por sus damas para conquistar sus mínimos favores. Los más ilusos creían poder enriquecerse con el botín de los vencidos (unas cuantas espadas rotas, caballos heridos y armaduras desarticuladas). Pero la mayoría deseaba conquistar fama y honor: y no había oportunidad en la tierra como la que daba el Gran Torneo, donde un joven desconocido podía transformarse en el tema de una canción de gesta con sólo atreverse a desafiar a un caballero de bien ganada gloria. Hasta un pobre segundón, desheredado por el derecho de la primogenitura, como el Príncipe Verde (cuyo verdadero nombre nadie conocía) podía batirse en las mejores condiciones: no faltaban los mercaderes dispuestos a prestar armas y caballos a cualquier aventurero decidido a demostrar en la liza la bondad de sus mercancías.

Día tras día nuevas tiendas de campaña se añadían al enorme campamento. Nobles, príncipes y caballeros las ocupaban: unos como participantes; otros, como simples espectadores. Algunos traían en sus comitivas a sus confesores privados. Otros pertenecían a órdenes religiosas. Escuderos, palafreneros y mozos de cuadra los servían. Bufones, saltimbanquis, bohemios y comediantes los divertían. Los mercaderes proveían a sus necesidades. Había también clérigos andantes, dispuestos a darle la extremaunción al más humilde de los contendientes. Hacia el este, en tiendas de colores profusos, hermosas cortesanas rendían sus encantos a los nobles, príncipes y caballeros y a sus privados. Un poco más lejos, en tiendas de colores desteñidos, prostitutas más pobres o más viejas ofrecían sus servicios a los mercaderes, a los escuderos, palafreneros y mozos de cuadra, a los bufones, saltimbanquis, bohemios y comerciantes, y también a algunos clérigos andantes. Aquí y allá se levantaban capillas dedicadas a santos y beatos de todas las tierras. Había comenzado ya la edificación de una iglesia. Y en los terrenos cercanos a la liza construcciones más sólidas comenzaban a reemplazar a las tiendas de campaña. Pero ésta no es la historia de la ciudad de Uxval, de su nacimiento, auge y decadencia. Ésta es la historia del caballero Arnulfo y la princesa Ermengarda.

Doce años tenía Arnulfo cuando escuchó por primera vez la leyenda del Dragón y la Princesa, entonada por un trovador errante en la feria de Kálix. El trovador, acompañándose con su laúd, cantó primero la clásica belleza de Ermengarda, sus cabellos oro-trigo, sus perlas dientes, la terrible blancura de su piel. Después, cambiando el laúd por un tamboril y usando los registros más graves de su voz, enumeró las pruebas que debía atravesar el caballero que quisiese romper el maleficio. Sólo un héroe que hubiera vencido en justa lid a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua, estaría en condiciones de enfrentar al Mago que gobernaba al Dragón que custodiaba a la Princesa que bordaba, encerrada en el castillo, el tema sin tiempo del Castillo, la Princesa y el Dragón. Sólo aquel que hubiera derrotado al Mago podía enfrentarse con el Dragón.

Arnulfo, que había prestado una vaga atención al resto de la leyenda, se sintió de pronto llamado a su destino: el tema del combate con el Dragón le encendía los sueños. Esa misma noche juró sobre la empuñadura de su primera espada vencer en justa lid a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua, vencer al Mago, vencer al Dragón y liberar a Ermengarda. El joven caballero Arnulfo sintió la necesidad de comenzar a prepararse para tan grave tarea y al día siguiente el más grande de los perros del castillo de Kálix sufrió las primeras consecuencias de su osado juramento: sólo sus ladridos desesperados lo salvaron de la espada vengadora de Arnulfo. Su padre lo castigó con un largo encierro que el muchacho empleó en grabar, sobre la mesa de roble de su cuarto, el nombre de Ermengarda, a quien todavía ni siquiera imaginaba. Porque sólo pensaba en el Dragón.

En la noche húmeda el caballero Arnulfo y el Príncipe Verde recorrieron sin hablar los tentáculos del monstruoso campamento. Ni siquiera el rey de Braxberg podía haber previsto el éxito de su idea cuando instituyó el Gran Torneo Permanente por la Mano de la Princesa Ermengarda. Sabedor de que un espectáculo semejante atraería multitudes de todos los rincones de la tierra -multitudes dispuestas a prodigar su oro-, el rey había decidido utilizar la fama de la antigua leyenda para llenar las arcas de su reino, empobrecido por las guerras que los generales del rey ganaban en el campo de batalla y los representantes del rey perdían, invariablemente, en el campo de la diplomacia. Como todos conocían los beneficios que a Braxberg reportaba el Gran Torneo, eran muy pocos los caballeros que creían en la existencia de la Princesa. Es cierto que muchos llevaban al cuello su retrato, una miniatura de la obra de un maestro florentino, que producía y vendía en una de las tiendas del campamento un discípulo del gran maestro, arrojado de su taller por su afición al aguardiente. Pero la mayoría lo usaba sólo como amuleto y, en todo caso, la ridícula hermosura de la mujer del retrato parecía verificar la inexistencia de la modelo.

Sin embargo, el caballero Arnulfo y el Príncipe Verde creían en la Princesa Ermengarda y en su belleza inverosímil. Sabían, sin necesidad de palabras entre ellos, que al día siguiente se enfrentarían en justa lid y lucharían hasta que sólo uno de los dos quedara vivo, por el amor de la Princesa Ermengarda. Y el vencedor habría cumplido la primera de las pruebas cantadas por la leyenda. Por eso preferían el silencio, la lenta observación de las gotas de humedad al condensarse sobre el frío de las armas.

Cuando Arnulfo llegó por primera vez al Gran Torneo era un adolescente ingenuo y arrogante que se creía desencantado y cínico. Estaba seguro de vencer en breve tiempo, y por la sola fuerza de su brazo, a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua. El caballero Arnulfo amaba y deseaba ya a la Princesa Ermengarda (a su imagen) como un chico ama y desea a su primera, no poseída, bicicleta. Con pasión. Tercamente. En el primer combate la lanza de su rival atravesó él pecho de su caballo, y Arnulfo descubrió, con la muerte, cuál había sido hasta entonces el verdadero amor de su vida. Con su propia espada, llorando, cavó la tumba de Brodo. La tarea le demandó un día entero y arruinó por completo el filo de su espada. En el segundo combate fue desmontado por la fuerza de su propia lanza al clavarse en el hombro acorazado de su rival. Su nuevo caballo lo arrastró por la arena, con un pie enganchado en el estribo, quebrándole una pierna. Pero esta vez su oponente, un muchacho apenas mayor que él, no quedó mejor librado. El caballero Arnulfo tuvo oportunidad de descubrirlo cuando se encontró junto a él en uno de los jergones de la tienda que hacía de hospital de campaña.

Al principio, reconociéndose como rivales, se limitaron a mirarse con fiereza. Pero las heridas tardaban en cerrarse, crecía el encierro, y pronto se les hizo necesaria la palabra. Con profusión de mayúsculas, Arnulfo se decidió a relatarle al Príncipe su combate con el gigante Brangosh, en el Bosque Encantado. Apenas unas horas tardó el Príncipe Verde en responder equitativamente con la descripción de la batalla en que venció al rey moro Abencaján y a toda su comitiva sin más armas que su ingenio y sus manos desnudas. Fue tal vez lo minucioso de este relato lo que permitió al caballero Arnulfo recordar cómo, vencido el gigante Brangosh, sus siete gigantescos hermanos vinieron en su ayuda. Continuó, entonces, el Príncipe Verde su batalla, ahora contra toda la vanguardia del ejército moro. Si los dos valientes caballeros hubiesen estado libres para vagar a su antojo por el campamento, encontrándose de vez en cuando para beber juntos una copa de hidromiel, moros y gigantes hubieran seguido reproduciéndose en progresión geométrica (y nunca hubieran llegado a ser amigos).

Pero en la situación actual se veían obligados a compartir cada segundo de penuria, a escuchar cada uno de los gritos que les arrancaban las dolorosas curaciones, a soportar juntos las indignidades pequeñas que su estado les imponía. Eran jóvenes y generosos y no tardaron en olvidar buenamente sus fantásticas historias para confiarse su mutua decepción con respecto a la honestidad de la justa, su total desesperanza con respecto a la victoria y su verdadero amor por la Princesa Ermengarda. Cierto es que nunca hablaron mucho de ella. Los dos amaban y deseaban ahora a la Princesa Ermengarda (a su imagen) como ama y desea un muchacho de barrio a una estrella de cine. Secretamente. Sin esperanzas. En sus ensueños coincidentes la imaginaban con un vestido muy claro, muy tenue.

El caballero Arnulfo y el Príncipe Verde no volvieron a separarse y su amistad ejemplar fue primero comentada y después temida. Crecieron y se formaron juntos en el Gran Torneo y él dio fuerza a sus cuerpos y cambió sus ojos. Al principio, para poder permanecer cerca de la liza, se vieron obligados a entrar en el servicio de caballeros más viejos y más ricos. Mezclados con los demás servidores, humillados por los de más categoría y despreciando a los más bajos, aprendieron mucho más de lo que deseaban saber. Aprendieron a beber sin respirar enormes jarras de cerveza. Aprendieron los rápidos movimientos de las manos que, en los juegos de dados y de naipes, seducen al azar. Aprendieron los escasos, repetidos misterios de las tiendas de colores profusos y de colores desteñidos. Desde entonces el caballero Arnulfo debía cuidar la blanca imagen de la Prince sa Ermengarda, siempre dispuesta a mezclarse, en sus ensueños, con las cansadas imágenes de las prostitutas.

Y llegó el día en que el Príncipe Verde y el caballero Arnulfo se sintieron preparados para volver al combate. Luchando costado a costado desafiaron y vencieron y fueron desafiados y vencieron y llegaron a ser célebres y temidos. Sabían ahora cómo burlar las reglas del torneo sin ser vistos por los jueces. Sabían que una armadura liviana es más valiosa que una armadura impenetrable. Sabían que luchar contra el sol es luchar contra el más peligroso de los enemigos. Sabían reconocer, entre muchas, una espada bien templada y, en una tropilla, al caballo más apto para el combate. Sabían cómo utilizar en su favor las desigualdades del terreno. Sabían quiénes eran los jueces venales y quiénes los que pretendían ser justos.

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