Los dos amigos se miraron a los ojos, dejando que el silencio creciera como un muro que los separaba, solos los dos, del resto de la noche. Y el caballero Arnulfo supo que nada podía existir sobre su afecto, su amistad por el Príncipe. Excepto la imagen de la Princesa Ermengarda. Porque el caballero Arnulfo amaba y deseaba ahora a la Princesa Ermen garda (a su imagen) como ama y desea a su primera, no escrita, novela un exitoso redactor publicitario. Con desesperación. Con desencanto. Antes de retirarse a sus respectivas tiendas, los dos renovaron en alta voz su juramento de vencer o morir por la Prin cesa, y cada uno se despidió del otro para siempre en secreto.
Todos los años algún noble participante llegaba a completar el número mágico de victorias y con gran pompa dejaba el torneo. El combate final, anunciado por los pregoneros del viejo rey de Braxberg, atraía más público que de costumbre. Ese día los pechos respectivos de las damas presentes se agitaban con más suspiros. El vencedor, cargado de honores -y del botín de los vencidos-, volvía por lo general a su feudo, donde tenía asegurado hasta el fin de sus días el respeto de todos los hombres y la admiración de todas las doncellas. Si pocos eran los que al llegar soñaban con la Princesa Ermengarda, todos la habían olvidado al retirarse. Y sin embargo, en medio del polvo, del barro y la sangre, el caballero Arnulfo y el Príncipe Verde le habían sido fieles en su corazón. Y mientras ganaban con los dados cargados, le habían sido fieles en su corazón. Y hasta en las tiendas de colores desteñidos o profusos, le habían sido fieles en su corazón. Mañana uno de los dos partiría hacia el castillo de la Princesa y el otro, con la Princesa en su corazón, habría muerto.
Hace calor, el caballero Arnulfo transpira dentro de su armadura recalentada por el sol. No hay viento, todas las banderas están apagadas. A causa del sudor, el polvo se adhiere a las pocas zonas descubiertas de su piel. Uno de los caballos está muerto. La sangre de sus heridas atrae a las moscas. El Príncipe Verde está en el suelo. El caballero Arnulfo está arrodillado junto a él. Le corta, con su espada, las correas del yelmo. Un escarabajo trata de trepar un montículo de estiércol. Sube y vuelve a caer, varias veces, patas arriba.
Con el calor, la arena reverbera. Arnulfo arranca el yelmo de la cabeza de su amigo. Lo tira a un costado. Una exclamación agita a los espectadores. Algunas damas se inclinan ansiosas para observar mejor lo que sucede en la liza. Algunos caballeros se inclinan ansiosos para observar mejor lo que sucede en sus escotes. El espectáculo es interesante y sin embargo se extraña ya el fresco refugio de las tiendas. No todos desean la sangre. En cambio, todos desean el final del combate. Hace mucho calor.
El cuello del Príncipe Verde brilla, muy blanco. Arnulfo piensa sin querer en la piel de la Princesa Ermengarda. Un pájaro cruza el horizonte. Es difícil decidir si se trata de un águila, de un buitre o de un halcón. Está demasiado lejos. La espada levantada de Arnulfo prepara el gesto de una muerte rápida, honrosa, una muerte digna de su afecto (de su respeto) por el hombre que yace. Sólo entonces comprende que no puede mover su brazo. Que el Príncipe ha logrado, con la sola fuerza de sus ojos, suspender en el aire el peso de su espada.
"No me mates", dicen sus ojos. "Renuncio para siempre a la Princesa Ermengarda. Es verano y en mi aldea las mujeres llevan los brazos descubiertos y cualquiera puede ver las gotas de sudor en el vello de sus axilas. Es verano, y la tierra tiene un olor dulce, pesado. Hay duraznos blancos y duraznos amarillos y todos son grandes y jugosos. Es verano, y hasta las flores tienen pétalos de carne. Las doncellas descubren el placer cálido de la orina corriendo entre sus muslos. Y en la tienda de colores profusos me espera la hermosa Melisenda, sabia en secretos de amor. ¡No me mates! Renuncio para siempre a la Princesa Ermengarda. ¡Qué me importa a mí de su blanca leyenda! No quiero morir en verano, cuando todas las mujeres son princesas. Quiero morir en el lecho, donde todas las princesas son mujeres".
Eso dicen los ojos del Príncipe y ni un segundo ha transcurrido entre el gesto del caballero que levanta la espada y el gesto que la arroja sobre la arena como una serpiente rígida, muerta. Y aunque el Príncipe Verde vive y vivirá muchos años, y morirá como un anciano venerable rodeado por sus quince nietos y sus cuatro concubinas, el caballero Arnulfo llora hoy la muerte de su amigo. Una muerte más honda que la de su cuerpo.
Sucio, cansado, lastimado, el caballero Arnulfo deja el Gran Torneo. Ha vencido ya a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua. Recién ahora siente el calor, como un animal peludo sobre su pecho. Tiene ganas de llorar.
El caballero Arnulfo ama y desea ahora a la Prin cesa Ermengarda (a su imagen) como el funcionario ambicioso en la mitad de su carrera ama y desea el alto puesto al que ha sacrificado ya casi todas sus esperanzas. Obstinadamente. Con tristeza. Cabalga en la vaga dirección que indica la leyenda. Su decisión reemplaza la poca precisión de los datos y llega así, al cabo de muchos días, a la Ciudad del Mago y el Dragón.
Ninguna ciudad, por altas que fueran sus torres, podía asombrar a un hombre que había templado su juventud en el Gran Torneo. Y la ciudad del Mago y el Dragón no era una excepción. Satisfecho de haber llegado a uno de los lugares mencionados por la leyenda, el caballero Arnulfo decidió alojarse en una posada cualquiera y pronto se hizo conocer en toda la ciudad por sus insistentes preguntas acerca de la residencia del Mago.
El primero en ser interrogado fue el posadero y su respuesta, una larga carcajada. "En esta ciudad no hay Magos", le dijo. "Pero a fe mía que hay hermosas hechiceras". Y le guiñó un ojo a la robusta doncella que fregaba los pisos de la posada. "Esta ciudad lleva el nombre del Mago y el Dragón en memoria de una vieja leyenda. Pero bien sé que debería llamarse la Ciudad del Rojo Vino y la Cerveza Clara ". En verdad, sus mejillas encendidas parecían atestiguar sus palabras. Arnulfo sonrió, bebió hasta el fin sin respirar su jarro de cerveza clara, y se dispuso a continuar la búsqueda. Pero cuando repitió su pregunta ante otros ciudadanos, se encontró siempre con el mismo asombro sonriente. Unos proponían el nombre de "Ciudad del Oro que Rueda" y otros el de "Ciudad de la Sota y de la Dama ". Pronto pudo comprobar el caballero que todos tenían razón, porque el rojo vino y la cerveza clara corrían alegremente por la ciudad, y se hacían en ella prósperos negocios en los que el oro rodaba, cambiando de mano, y el dado y la baraja adornaban todas las mesas de sus tabernas.
El caballero comprendió que para hallar al Mago debería emplear más fuerza y más astucia de la que había usado para vencer en justa lid a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua. Pero el Gran Torneo le había enseñado también el monótono arte de la espera. De modo que se estableció sin apuro en su habitación de la posada y se dispuso a esperar tranquilamente. Y hubiera podido vivir mucho tiempo sin más preocupaciones que su amor por la Princesa Ermengarda, pues su bolsa estaba bien provista, si uno de los jóvenes aprendices que trabajaban para el posadero no hubiera huido una madrugada llevándose a la más fea de sus hijas, y los dineros (suyos y de sus clientes) que el posadero guardaba en el hueco de una viga.
El aprendiz volvió unos meses después trayendo a la muchacha, embarazada y pálida, pero nada volvió a saberse del dinero, cuyos métodos de reproducción suelen ser muy otros.
Aconsejado por el buen posadero y con su acuerdo, el caballero Arnulfo puso en práctica algunas de las habilidades aprendidas en el Gran Torneo para restablecer su bolsa.
En una de las mesas de la posada estableció su banca y con naipes marcados se dedicó al juego. Como sus maneras eran afables y sus ganancias moderadas, no tardó en atraer una honesta clientela. Los pequeños personajes de la ciudad se sentían engrandecidos y halagados de tener la oportunidad de perder unas pocas piezas de plata con un hombre que había vencido en justa lid a tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua.
Una tarde, mientras Arnulfo relataba una de las historias que más agradaban a sus rivales (había resucitado aquellos alegres gigantes de su adolescencia y tomaba prestados a veces a los moros del Príncipe Verde), un hombre muy joven lo desafió a una partida. El extranjero, hijo de un rico mercader, era libertino, impetuoso y grosero y, pese a todos sus esfuerzos (destinados a proteger su honra y su clientela), el caballero Arnulfo se encontró al final de la tarde en posesión de un importante cargamento de tapices del Oriente.
Cuando el caballero Arnulfo discutió, regateó y finalmente vendió los tapices en la feria de la ciudad, obteniendo por ellos más de lo que había ganado nunca en el juego, y una satisfacción tan íntima como jamás hubiera imaginado, descubrió que el comercio también podía ser una pasión. Comerció primero con lana y con trigo, y después con tejidos de Bretaña y encajes de Flandes, y después con espadas de Toledo y después con oro y con plata y con piedras preciosas. Y después comerció con el tiempo: entregó sumas de dinero que otros apurados mercaderes debían devolverle más y más crecidas según hubiesen transcurrido días o meses o años. Y como el comercio del tiempo, que es la usura, estaba prohibido por la Iglesia, el caballero Arnulfo contrató a un hábil judío que por una justa comisión y un justo número de pequeños robos aceptó aparecer como la cabeza visible de sus múltiples negocios.
La más grande, la más bella de las casas de la ciudad fue suya. Y la más nombrada. Arnulfo de Kálix se entregó al lujo con la misma ferocidad con que se había entregado al combate. Los nobles de la ciudad se complacían en visitar su casa. Los pequeños personajes que habían sido esquilmados en su mesa de juego se complacían en denigrar su nombre. Todos sabían por qué medios crecía su fortuna. Nadie se hubiera atrevido a mencionarlo en su presencia. Sin embargo, cuando Arnulfo pidió la mano de la hija de uno de los señores más altos de la ciudad, su futuro suegro se consideró obligado a exigir, en secreto, pruebas de su pureza de sangre. Cuando los enviados del caballero Arnulfo regresaron de Kálix con los pergaminos sellados, se celebró la boda.
Su esposa era muy joven y su carne muy suave. Su casa estaba llena de criados y de almohadones. Y el caballero Arnulfo hubiera olvidado para siempre a la Princesa Ermengarda si una noche su joven mujer no lo hubiera recibido con la mirada roja y el retrato de la Princesa en la mano. Había encontrado en un arcón la miniatura que tantos años llevó Arnulfo bajo su cota de malla. Y cuando el caballero vio una vez más el rostro de Ermengarda, su hermosura inverosímil, comprendió que ninguna ternura cotidiana, que ningún afecto de la tierra podía llenar el vacío que ese amor total y desbocado había dejado en su vida. Y supo también que ningún éxito entre los hombres, que ningún halago para su carne, que ninguna fría pasión para su mente, podría reemplazar en su alma hueca la imagen ardiente de la Princesa Ermengarda. Y cuando esto apareció claro ante los ojos de su mente, supo también que la Ciudad del Mago y el Dragón no existía, que toda la ciudad (cada una de las nervaduras de cada una de las hojas de cada uno de los árboles de cada una de sus calles, y también su mujer y la posada) no era más que una trampa del Mago para atraparlo y distraerlo, para hacerle olvidar a la Princesa que bordaba encerrada en el castillo.