La ciudad se desvaneció a su alrededor y Arnulfo, un hombre adulto en la fuerza de sus años, se encontró solo en una vasta pradera, frente a la choza donde vivía el Mago. El caballero Arnulfo amaba ahora a la Princesa Ermengarda (a su imagen) como el piloto de un gran avión comercial para innumerables pasajeros ama a la frágil avioneta monoplaza que nunca más volverá a pilotear. Más que a nada. Angustiosamente.
Como en un sueno, el caballero Arnulfo sabe que ésa es la choza del Mago. Como en un sueño, lo sabe sin que nada se lo indique. Entra despacio, con la mano en el pomo de su espada, y no espera encontrarse con ese muchachito rubio, de rasgos vagamente familiares, que lo mira sin miedo desde el otro lado de una mesa de roble donde está torpemente tallado el nombre de Ermengarda. Sin detenerse, porque teme mirar a su alrededor, el caballero avanza con la espada dispuesta a matar. Entonces el Mago habla, y su voz no es la de un niño. "Porque osaste comerciar con el tiempo", le dice, "con el tiempo te combatiré". Y tomando un puñado de años los arroja sobre su perseguidor. El caballero Arnulfo siente que su frente se cubre de arrugas y en un espejo lejano ve encanecer levemente sus sienes. Es ahora un hombre de mediana edad y si su mano aprieta todavía con fuerza la empuñadura de su espada, sus piernas no son ya tan rápidas para correr. La fatiga lo acecha con su cara de plomo y se acorta su aliento. Corre al Mago alrededor de la mesa de roble. En su cuerpo la grasa empieza a disputar la supremacía del músculo. En su mente, la ansiedad del pasado comienza a disputar la supremacía del futuro. Siente el terror y la angustia de los años perdidos.
El caballero Arnulfo, un hombre que ha doblado ya la curva de los años, ama a la Princesa Ermengarda con una pasión llena de furia y cuando vuelve a avanzar, amenazador, contra el Mago, lleva en su mente las carnes blancas de la Princesa y se imagina saciando -vengando- en ellas tanto dolor, tanta sed.
El Mago toma entonces de un cuenco toda una brazada de años y vuelve a arrojarlos sobre él. Arnulfo de Kálix ya no corre. Sabe ahora que sus cabellos son blancos, y la espada cae de su mano arrugada, manchada y vieja, sin fuerzas para sostenerla. Un velo membranoso se extiende entre sus ojos y la luz. El caballero Arnulfo es ahora un anciano y sus ropajes cuelgan sobre su cuerpo enflaquecido y débil. Pero con los años llega también la sabiduría.
El anciano comprende que nunca podrá vencer a la Magia con la espada. Con su voz cascada desafía al Mago: una partida de naipes definirá la victoria. Y como el Mago es un niño, acepta el juego, dejando caer el breve montoncito de años que le hubiera asegurado la eternidad de Ermengarda.
Dos días y dos noches juegan el Mago y el caballero. El Mago cuenta con todas las artes de la Magia para dominar al azar. El viejo cuenta sólo con la habilidad de sus manos temblorosas, cada vez menos rápidas.
Pero el azar es caprichoso, no le gusta ser dominado y está celoso de la Magia. Fatigado, se entrega de pronto al caballero Arnulfo. El Mago ha sido derrotado.
El anciano caballero Arnulfo ama ahora a la Prin cesa Ermengarda (a su imagen) como un hombre que nunca vio el mar ama la vieja fotografía de un barco que cuelga de la pared de su escritorio y que ha mirado todos los días de su vida. Por costumbre. Fatigosamente.
Sólo unas pocas leguas separaban al caballero Arnulfo de Kálix del castillo donde estaba prisionera la Princesa Ermengarda. Pero sus viejos huesos no soportaban ya las largas cabalgatas. Bastó una sola noche a la intemperie para convencerlo de las nuevas necesidades de su cuerpo. Así, a pesar de su urgencia -desesperada-, debió contentarse con avanzar un breve trecho cada día. Su edad le exigía descansos repetidos en cada una de las posadas del camino. Entretanto, su pensamiento no descansaba. Pero el caballero Arnulfo no pensaba ya en la Prince sa Ermengarda. Como en aquellos días en que por primera vez escuchara la leyenda, sólo pensaba en el Dragón. Y en lugar de desear el combate, lo temía, con todas sus fuerzas. Con las pocas fuerzas que le quedaban. Aferrándose al andrajoso pedazo de vida que le faltaba vivir. Soñaba con terminar sus años en un pueblo cualquiera, con la imagen de Ermengarda calentándole el recuerdo. Pero cada vez que cruzaba un arroyo, el reflejo de su cara arrugada le recordaba el largo precio que había pagado ya por la Princesa. Y sus hábitos de viejo comerciante le exigían recuperar la inversión. Intentarlo. El aliento de fuego del Dragón quemaba sus pesadillas.
Sin embargo, cuando Arnulfo llegó por fin al castillo y se perfilaron sus muros hasta cortar la bruma, un espectáculo asombroso se presentó ante sus ojos legañosos. Vencida el Mago -anulada su fuerza-, el Dragón era un juguete roto que giraba sin control alrededor de su eje, como un robot enloquecido. El soplo de fuego de sus narices quemaba el extremo de su cola escamosa y este estímulo doloroso imprimía a su giro una velocidad uniforme, inusitada.
El viejo caballero comprendió que el combate no tendría la forma de sus sueños. Sin temor se acercó a la bestia y con la mayor precisión posible calculó el diámetro de la circunferencia descripta por el Dragón, la aceleración inicial, la posición y velocidad relativa de las distintas partes del cuerpo en movimiento. Después ató su lanza a la montura del caballo y con un fuerte golpe lo lanzó en línea cuidadosamente tangencial contra la circunferencia rugiente. El choque fue explosivo y lanzó lejos caballo y lanza. Pero el combate ya estaba definido. El movimiento circular del Dragón comenzó a hacerse más lento y su cabeza se fue haciendo visible como se hacen visibles los rotores de un helicóptero que detiene sobre la tierra su vuelo. Un hilo de sangre brotaba de su ojo izquierdo.
Vencedor en justa lid de tantos caballeros como el doble de sus años por los cuatro elementos, aire, fuego, tierra y agua, vencedor del Mago y del Dragón, el caballero Arnulfo había ganado la libertad de la Princesa Ermengarda. El anciano caballero Arnulfo.
Cae el puente levadizo, se abren las puertas del castillo y una blanca figura sale corriendo de su obscura boca. Su belleza es real pero no verosímil. La Princesa Ermengarda, llorando, se abraza al cuello del Dragón, y trata de devolverle con sus besos su hálito de fuego. No le importa mancharse el vestido muy claro, muy tenue, con la sangre verde de su amigo. Tantos siglos, tantos largos y aburridos siglos han pasado juntos Ermengarda y el Dragón. La Prin cesa levanta la vista y mira asustada al caballero, ese desconocido.