– El Tanito era mi hermano menor. Qué raro que no supieras -dijo el Pampa-. Yo manejaba.
Después le acarició el pelo, le dio un beso en la mejilla, una tarjeta con su dirección y su teléfono en Louisville, Kentucky, y se fue, caminando sin ruido sobre las alfombras espesas y acolchadas, casi sin pena, acariciando una cicatriz vieja que todavía duele en los días de lluvia.
Para Stella, en cambio, era una herida más pequeña, no tan profunda, pero recién abierta. Acceder a la columna vertebral desde un abordaje anterior. Los instrumentos introduciéndose en el cuerpo cubierto, despersonalizado. Sangre y grasa. Los alambres de platino atando las vértebras. La leve sensación de náusea.
El Tano ya no era médico sanitarista en ninguna parte del mundo. Ahora era demasiado joven para eso. Era para siempre joven. No le hacía falta teñirse el pelo, obscuro y brillante, la artrosis no había deformado ninguna de sus articulaciones jóvenes y perfectas, nunca había tenido la oportunidad de hacer concesiones, de aflojar y agacharse y sobrevivir, de tener éxito profesional, nunca había mentido ni traicionado ni se había sentido más generoso o mejor de lo que correspondía. Un tipo decente, el Tano. Impecable.
Sin necesidad de mirarse al espejo, Stella se vio a sí misma con esos ojos, los del Tano, ojos demasiado jóvenes, inocentes y crueles. Vio la carne floja de los brazos y el vientre péndulo, colgando en un pliegue fláccido sobre la pelvis, las mejillas mustias, el mentón borrado, el rimmel borroneado alrededor de los ojos, las arrugas abriéndose como grietas polvorientas en la gruesa capa de maquillaje, una mujer vieja, sucia, ridícula, ansiosa todavía por ofrecer su carne demasiado madura, un durazno blando y arrugado que alguien se olvidó de poner en la heladera. Una Wendy amatronada, menopáusica, sudorosa, que ve entrar una vez más, por la ventana, la figura siempre igual a sí misma de Peter Pan y sabe que ya no viene por ella, que no la recuerda ni la busca, una Wendy en la que es inútil gastar polvo de estrellas porque es demasiado pesada para volar hasta la isla de Nunca Jamás.
La licenciada Stella Maris Dossi, exitosa deportóloga, que solía oponerse como regla general a las soluciones quirúrgicas que quitaban y reemplazaban y fijaban, convirtiendo en una estructura rígida la móvil columna vertebral, entendió por primera vez la extrema necesidad de amortiguar con material esponjoso el contacto entre las vértebras dañadas, la urgencia enorme de atarlas con alambre de platino para mantenerlas pegadas, quietas, inmóviles, como muertas, sin movimiento, sin dolor.