El Taunus no es nuevo pero todavía responde. Como un perro husmeando al otro, Joaquín roza casi con su paragolpes la chapa de un Honda que disminuye la velocidad. El sol pega de frente y rebota en los techos de los autos que se detienen en las casetas de peaje. El calor se ve, pero no se siente, el aire acondicionado funciona bien. En cambio el reflejo del sol lastima los ojos. Claudia baja la pantalla protectora y se yergue todo lo posible en el asiento sólo para comprobar una vez más que el vehículo está diseñado para personas altas. El cinturón de seguridad le molesta en el cuello.
– ¿Lo vas a hacer otra vez? -pregunta.
– Agárrate Catalina -contesta él.
Adelante, el conductor del Honda está recibiendo el vuelto. Joaquín saca la mano con un billete fuera de la ventanilla. Siente correr por sus venas el agradable shock de adrenalina mientras la otra mano aterra la palanca de cambios con un placer casi convulso. Contiene el pie ardiendo sobre el acelerador. Se levanta la barrera y antes de que alcancen a bajarla, bien pegado al Honda, el Taunus se lanza hacia adelante y pasa sin pagar.
¿Ves? -dice Joaquín-. Ya ni siquiera tengo que romper la barrera. ¡Ahora no estoy cometiendo ningún delito!
Claudia sonríe comprensiva y preocupada, como una madre que teme por su hijo aunque no desapruebe su conducta. Mira hacia atrás. La empleada ha salido de la caseta; seguramente grita. Tiene el pelo muy largo al viento y se ve cada vez más chica a la distancia.
– Un día vas a tener problemas.
– Es ilegal. El peaje es ilegal -dice él-. Está en la Constitución. La libre navegabilidad de los ríos, y todo eso.
Es un domingo al mediodía, hace calor, un calor que se huele, se ve, se toca, aunque adentro del auto no se perciba. A los costados de la autopista las villas miseria están activas como hormigueros, la gente se queda afuera, al sol, escapando de las casillas de chapa. Donde hay una bomba o una canilla, se ve un grupo de chicos jugando con agua.
Claudia tiene rasgos pequeños, pelo teñido de rubio. Es una linda mujer y lo sabe. El sol la obliga a guiñar. Saca de la cartera unos anteojos negros, de forma ovalada. No intenta resistirse a la sensación de felicidad. El día se les entrega todo hecho de luz, el cielo es de un azul tan perfecto que parece sólido, un muro celeste, la bóveda del tesoro. Ellos mismos son el tesoro, el auto, el aire que los circunda. La vida entera es un tesoro luminoso. Hasta el asfalto neutro resalta hoy como una larga víbora de escamas brillosas, plateadas.
– Fijate dónde hay que salir de la autopista -dice él-. El mapa está en la gaveta, a mano, delante de todo.
Pero en la gaveta hay un confuso revoltijo. Una zona obscura donde no llega el sol. Claudia intenta desglosar el caos en busca del papel impreso con el mapita y las indicaciones para llegar a la quinta. Saca pañuelos de papel, aspirinas, piolín, un caramelo, un desodorante con aroma a coco y a frutilla, documentos, fotos, un trapo, un mapa de capital y otro de la provincia, una placa falsa de médico que Joaquín usa para estacionar, un frasco con pastillas antiácidas, guantes, un cartón negro con cables pegados para hacer creer que el pasacasetes ya fue robado, cartas de truco, un gancho de metal, un estuche de anteojos.
En ese momento, con una maniobra brusca que delata una decisión imprevista, el Taunus cambia de carril para desviarse hacia una salida, disminuyendo la velocidad.
– Pero no sabemos si hay que bajar acá -dice ella-. Todavía no encontré el mapa.
– Hay otro peaje ahí adelante -dice él-. Odio las autopistas. Olvídate del papel, estamos cerca, vamos a llegar preguntando.
El Taunus ha terminado de bajar la rampa de la autopista y avanza ahora por una calle de suburbio curiosamente intemporal si no fuera por las antenas de televisión. Las casas cuadradas, con la pintura deteriorada, alternan con baldíos y cardales.
– Un perfume de yuyos y de alfalfa… -tararea ella.
– No tararees. Mira a la izquierda, no te lo pierdas, ese hijo de puta no morfa pero tiene parabólica -señala el hombre con un trémolo de envidia en la voz.
En efecto, la casa humilde no parece tener relación con esa boca de radar abierta hacia los cielos como para engullir toda información posible. Las calles están casi vacías. Ya es la hora de empezar con los sándwichs de chorizo, el anticipo del asado.
– Preguntemos -dice ella.
Avanzan un poco más, lentamente. Joaquín parece evaluar y desechar a distintos informantes potenciales. El sol castigando a pique derrite las máscaras y las pocas personas que caminan por la calle parecen extras en un descanso de la filmación: malos actores, inverosímiles en sus disfraces típicos. Una señora con una bolsa de compras. Una chica en bicicleta. Un señor en camiseta lavando el auto con la manguera. Tres muchachos con los pantalones caídos y cadenas colgando del bolsillo trasero, dos de ellos con la visera de la gorra hacia atrás y el otro con un sombrero de paja.
Claudia suspira. Joaquín la mira irritado. Hace poco que viven juntos y están comenzando a sentir los efectos erosivos de la convivencia. Todavía se quieren más de lo que se conocen. El aire acondicionado hace mucho ruido. Tal vez por eso no oyen llegar la moto de policía que pasa al lado del auto y se les cruza delante, a varios metros.
– Listo. Le avisaron los del peaje. Empezó el problema -dice ella.
El hombre frena de golpe, preparándose para la discusión. El policía baja de la moto. Es un muchacho joven, de piel obscura y nariz ancha. Tiene grandes manchas de sudor en la camisa, sobre todo en la espalda, y la cara empapada. Manantiales de transpiración brotan del casco, que se quita con alivio.
– Mira el pelo. En Estados Unidos hubiera sido un negro -comenta ella.
– ¿Y aquí qué es? -le contesta él.
El policía se acerca a la ventanilla del Taunus y abre la boca para decir algo pero la vuelve a cerrar. Se lo ve curiosamente inseguro, es casi un adolescente. Como un reflejo no deliberado, uno de los hombres se afianza alimentado por la inseguridad del otro.
– ¡En este país no hay prisión por deudas! -dice Joaquín, con furia y sin embargo buscando, a través de su tono, la complicidad del policía, al que considera también perjudicado en lo personal y como ciudadano por el injusto precio de los peajes-. Los delincuentes son ellos. ¡A ellos los tendrían que arrestar!
– Señor, precisamos ayuda -dice el muchacho-. Urgente. Venga conmigo. Por acá.
Lo siguen con el auto unos metros más. Desde atrás del paredón de un baldío, atravesadas en la perfección del día, se asoman las piernas de un hombre tirado boca abajo. Con jeans y una sola zapatilla.
– ¡Un muerto! -dice Claudia, sacándose los anteojos. En efecto, el pie descalzo hace pensar en la muerte: hasta que se mueve.
– No, ojalá, ése es el marido -explica el policía-. Está detenido, mi compañero lo está apuntando. El problema es la mujer. Nos quedamos sin pilas, todavía ni pudimos llamar una ambulancia.
– Use el mío.
Claudia se saca del cinturón un teléfono celular chiquito y muy liviano. Es agradable ser útil con tan poco esfuerzo.
– No hay tiempo -dice el policía, que ha bajado su tono todavía más, ahora les habla casi humildemente, como rogando-. ¡Está muy jodida! ¿No me la llevan a la salita de primeros auxilios? Es acá a tres cuadras.
Lo angustioso de la situación parece haberle quitado toda prepotencia. El muchacho ruega como si nunca le hubieran enseñado a dar órdenes. El aire, un momento antes tan inmóvil, ahora está cargado de urgencia. El tiempo se ha puesto en movimiento a una velocidad enloquecida que deja atrás el movimiento de los relojes.
– Seguro, vamos -dice Joaquín.
El policía desaparece detrás del paredón y vuelve casi arrastrando a una chica gordita, también teñida de rubio. La sostiene a duras penas por el brazo que ella le pasa sobre los hombros. La cara de la chica está hinchada y deformada por los golpes pero no sangra. Tiene puesto un jean y una remera corta, sin mangas pero de algodón grueso, tan empapada en sangre que no se distinguen la herida o las heridas que sin duda debe tener en el torso.
– Fue con arma blanca. No le pasó del otro lado. -explica el policía-. De atrás está limpia, no le va a ensuciar.
Joaquín hace un gesto indignado: como alguien va a pensar en el tapizado en un momento así. Pero no puede dejar de observar que, a pesar de las palabras del policía, de la ropa de la chica caen gruesas gotas de color rojo obscuro: no parece que se haya detenido la hemorragia.
En un segundo llegan a la salita, no más grande que el refugio de una parada de colectivos. Baja el policía y vuelve con un enfermero de ojos tristes, todavía con el mate en la mano, que mira a la chica por la ventanilla meneando la cabeza.
– Llévenla al hospital. Aquí no tenemos médico hasta las cuatro… Para tenerla tirada en la camilla…
El hospital no está lejos, dice el policía. Al entrar en zona más poblada el tránsito se hace lento, difícil. Apoyada en el muchacho, que ya tiene la camisa celeste manchada de sangre, la mujer herida tiembla convulsivamente y se queja con gemidos que parecen absorber todo el oxígeno disponible, porque en el auto nadie más puede respirar. Claudia apaga el aire acondicionado. La chica deja de quejarse. Su respiración se hace más ruidosa y curiosamente larga. Cuando suelta el aire se produce un instante de silencio, un punto increíblemente doloroso que se resuelve en el momento en que inspira otra vez, con un ronquido flemoso.
– Apurate -dice Claudia, como si fuera necesario.
Joaquín se apura. El policía saca por la venían un brazo con un pañuelo blanco y así, tocando la bocina, pasan los semáforos en rojo. La chica herida expulsa el aire de sus pulmones lastimados una vez más, con esfuerzo, y el punto doloroso se prolonga intolerable, en el silencio. Los tres escuchan el silencio martillando los oídos.
– ¡Hay que hacerle respiración! -dice Joaquín, con su estilo claro y enérgico-. Y masaje cardíaco. ¡Rápido!
El policía lo mira por el espejito. Sus ojos obscuros y redondos están empequeñecidos por el espanto.
– ¿Yo? -dice, temblando.
– ¡Claudia, maneja vos! -ordena Joaquín, frenando casi de golpe-. Yo voy atrás.
La mujer se corre al asiento del conductor, lo tira para adelante y acomoda el espejito. Joaquín sale del auto y abre la puerta de atrás. Sabe lo que hay que hacer.
– Usted, vaya para adelante -le dice al policía-. Déjeme a mí.