Mauricio Stock se levantó antes de que sonara el despertador. Ya nunca se despertaba tarde, no podía. Caminó hacia el baño sintiendo las articulaciones de las caderas. No llegaba a ser dolor, pero estaban allí, presentes. Los tendones moviéndose en sus correderas, las superficies óseas, esas zonas internas de su cuerpo que antes no habían existido, porque un cuerpo joven es un cuerpo desconocido, una máquina perfecta, misteriosa, que nunca ha sido necesario desarmar para estudiar su mecanismo.
Se frotó la cabeza con Minoxidil estudiando en el espejo los matorrales ralos que se obstinaban en crecer en ese páramo. Pero cuando todos sus folículos pilosos estaban vivos, sanos y productivos ¿hubiera podido levantarse una mañana de domingo cualquiera y hacer un fondito de dieciocho kilómetros? No hubiera podido. Se puso los lentes de contacto antes del desayuno. Prefería no dejarlo para último momento por si aparecía alguna molestia imprevista.
Mientras hervía la pava prendió la tostadora. Esperó a que estuviera bien caliente antes de meter el pan. Se preparó un té con dos cucharadas de miel y masticó despacio tres tostadas chicas con mermelada de ciruela. Antes salía en ayunas. Ahora había aprendido la importancia de cargar carbohidratos, aunque se moderaba en la cantidad para no sentirse pesado. A la vuelta se comería un pote de cereales con leche y una banana para reponer el potasio, aunque su médico le hubiera dicho que no era necesario preocuparse por eso, que el potasio está en todas partes y no se pierde con el sudor.
Muchos hábitos habían cambiado desde que empezó. Al principio había creído que lo ideal era usar ropa de algodón, porque absorbe la transpiración. Treinta años atrás, cuando jugaba al básquet, ésa era la regla de oro en el mundo del deporte. Pero el Máster le hizo notar que el algodón, en efecto, absorbe la transpiración: y por lo tanto se empapa. Después de los cinco kilómetros, ese peso se empieza a notar hasta convertirse en un lastre. Ahora se usaban materiales sintéticos que dejaban evaporar el sudor, el mismo tipo de fibra que mantenía seca la cola de los bebés en los pañales descartables. El señor Stock, sin embargo, seguía usando algodón cuando no le preocupaban demasiado los tiempos a cumplir.
Desde hacía unos meses recibía por correo electrónico los mensajes de la Sociedad de Corredores Muertos, un foro de discusión en el que participaba sobre todo gente de su edad. No había calculado que además de la actividad en sí iban a llegar a fascinarlo las palabras que la nombran. ¡Como cualquier adicción! Todos los días leía con interés los comentarios y experiencias de otros corredores en todas partes del mundo. Muchos se referían a las ventajas de la nueva fibra cool-fresh para la ropa deportiva. Uno de los participantes, un hombre de más de sesenta años, se quejaba de las angustias y retrasos a los que puede inducir una próstata rebelde. Gracias a este nuevo tejido sintético, escribió, había podido hacerse pis encima en la última maratón, sin necesidad de detenerse para orinar, sin mojarse las medias y llegando a la meta perfectamente seco. Por suerte Mauricio todavía no estaba en condiciones de apreciar esos beneficios.
Antes de salir se puso las llaves en el bolsillo, no era tan maniático como para tratar de librarse también de ese peso, sobre todo cuando iba a hacer un trabajo individual. Siempre llevaba también algo de dinero y un documento. Puso a enfriar una botella de Gatorade con gusto a mango y sacó del freezer un envase gotero de solución salina (que usaba habitualmente para los ojos), lleno de agua congelada. En el bolsillo el hielo se derretía rápidamente: así podía llevar encima unos traguitos de agua bien fría para tomar en cualquier momento, con efecto probablemente más psicológico que físico sobre la sed, pero no por eso desdeñable.
Ponerse las zapatillas era lo último que hacía antes de salir y una parte del ritual que le producía especial satisfacción. Mientras se ataba los cordones, la expectactiva le produjo una sensación de hormigueo en las piernas: el perro de Pavlov salivando delante de la figura geométrica que anticipaba la comida. Dio vuelta las medias y se las calzó al revés; estaba orgulloso de ese pequeño truco, tan simple, para evitar las ampollas y lastimaduras que provocaban las costuras en los dedos de los pies. Las zapatillas eran casi nuevas. Hasta ahora había corrido siempre con Saucony y se preguntó si no había sido una forma de snobismo insistir en esa marca menos conocida en el país. Estaba cómodo con las Adidas, que eran un poco más anchas adelante y le daban una sensación de mayor equilibrio. Una mala caída podía llegar a mantenerlo fuera de carrera por semanas y hasta meses enteros. (Su mente se resistía a considerar la posibilidad demasiado dolorosa de no volver a correr.) Las nuevas zapatillas eran las más duras que hubiera usado nunca. Una gruesa nervadura de acrílico atravesaba la suela evitando torsiones hacia los costados.
En la muñeca izquierda llevaba el cronómetro. En la derecha se puso el reloj monitor, el Polar, y se calzó sobre el pecho la banda para controlar los latidos. No quería pasar de las 180 pulsaciones. Había empezado a correr cerca de los cincuenta años y, por mucho que progresara, su ritmo cardíaco sería siempre más alto que el de los corredores que practicaban desde muy jóvenes. En cambio tenía sobre ellos una ventaja extraordinaria: su rendimiento todavía mejoraba en lugar de retroceder. En ese momento sonó el teléfono. Debía ser equivocado porque se cortó antes de que alcanzara a responder. Pero en el reloj monitor pudo constatar cómo el brusco timbrazo había llevado sus pulsaciones de setenta a ochenta y cuatro por minuto. Ahora bajaban de a poco otra vez.
La calle estaba hermosa, vacía, ni siquiera se veía todavía a los porteros de los edificios manguereando las veredas. Unos dieciocho grados de temperatura y el sol de otoño. Caminó a paso rápido desde Córdoba hasta Santa Fe, eligió Austria para bajar derecho hasta Figueroa Alcorta y empezó a correr con un trotecito suave, liviano, de precalentamiento, a unos seis minutos por kilómetro, sin mirar el reloj monitor, que no era necesario hasta después de los cinco minutos. Ya no necesitaba ningún instrumento para calcular exactamente su velocidad. Vio venir hacia él a un hombre de su edad paseando al perro. Caminaban lentamente. El animal, increíblemente viejo, avanzaba moviendo las patas de adelante, con las patas de atrás sostenidas por un carrito. Pavlov y su perro, pensó, riéndose con la alegría de quien se siente poderosamente dueño de su cuerpo.
A esa hora, ninguno de los semáforos de Austria era digno de consideración. Hasta Las Heras. Vio a un grupo de adolescentes que parecían haber salido de la discoteca, las chicas tenían la pintura corrida debajo de los ojos y las pupilas dilatadas, parecían vampiros agonizantes, heridos por el sol de la mañana. El semáforo de Las Heras le detuvo el avance pero no la carrera, dobló a la izquierda hasta mitad de cuadra y después volvió a la esquina a tiempo para cruzar en verde. Con el semáforo de Libertador tuvo más suerte, no fue necesario modificar el ritmo para llegar justo a tiempo. Sólo que el domingo nunca se podía estar seguro de que los autos respetaran las luces: cuando llegaba al otro lado de Libertador se sentía siempre como resucitado.
Corrió por la vereda de Figueroa Alcorta hasta Sarmiento y allí se pasó al pasto. "Dios no hizo el cemento" decía el Máster y lo cierto es que los médicos recomendaban reducir el impacto corriendo sobre superficies acolchadas. No le importó disminuir un poco la velocidad en bien de sus vértebras y sus rodillas. Entre Sarmiento y Dorrego tenía exactamente mil metros de pasto. Decidió hacer una estirada a fondo en los últimos doscientos metros y descansar los dos minutos del semáforo de Dorrego, un cruce para respetar.
Llegó hasta la mitad del cruce con buena máquina y se paró en el descanso. Hasta ahora no había levantado más de ciento sesenta pulsaciones. Mientras estaba parado respirando cómodo y en profundidad, veía cambiar los números en la pantalla del Polar, el ritmo de los latidos bajaba rápidamente, señal de que su corazón estaba tan bien entrenado como los músculos de sus piernas. Por Dorrego, costeando el paredón del hipódromo, venía corriendo una gordita. Tuvo tiempo de verla mientras se acercaba lentamente, a una velocidad absurda. Caminando a marcha forzada hubiera avanzado mucho más rápido que corriendo así. Era una mujer mayor, de pelo largo y demasiado negro, que a cada rato tenía que sacarse de los ojos. Tendría unos veinte kilos de sobrepeso, las piernas cortas, y corría con las rodillas juntas, las puntas de los pies un poco hacia adentro: una gordita supinadora, pensó Mauricio. En otra oportunidad no le hubiese prestado atención, pero en ese momento eran los únicos dos seres vivos en leguas a la redonda. Con una mezcla de compasión y desprecio, le calculó unos ocho minutos por kilómetro, ¡o diez! El paso era poco elástico, inarmónico y para colmo sacudía la cabeza.
Abrió el semáforo y Mauricio se largó otra vez por el pasto. Tranquilo, manteniendo una velocidad crucero. En ese momento escuchó los pasos desacompasados, inconfundibles, de la gordita, que había doblado por Figueroa Alcorta y venía ubicándose en la bicisenda que iba de sur a norte hacia la cancha de River. La mujer lo estaba corriendo. ¡Lo estaba corriendo! ¡A él! Con una enorme carcajada interior, decidió divertirse un poco y bajó deliberadamente la velocidad hasta que la sintió a unos cuarenta metros de distancia. El viento del sur le hacía llegar la respiración ruidosa, jadeante, de la pobre mujer, que parecía estar haciendo un esfuerzo supremo. De golpe el señor Stock metió la quinta y salió picando para adelante.
Era agradable sentirse corriendo así, sin esfuerzo, a una linda velocidad como para mantener en un trecho de largo aliento. No era agradable darse cuenta de que no había perdido a la gordita, cuyos pasos seguían escuchándose más o menos a la misma distancia, unos treinta o cuarenta metros, algo más acompasados. Mauricio estaba sorprendido. En un trecho corto se puede improvisar cierta velocidad, pero ya habían recorrido los ochocientos metros desde Dorrego hasta la sede del Club Gimnasia y Esgrima y la gordita empezaba a acortar la distancia. Eso ya no era improvisación, sobre todo porque los ruidosos jadeos con que había empezado la persecución se habían ido apaciguando hasta convertirse en un sonido casi inaudible, apenas sibilante en la expiración. La gordita estaba entrenada. Bien entrenada.
Preocupado, empezó a apurarse. Sentía un deseo intenso de darse vuelta para ver a su perseguidora pero sabía que eso jamás se debe hacer. NUNCA, le decía el Máster, y se lo decía así, con mayúscula, NUNCA hay que darse vuelta para mirar al rival. Por razones prácticas, porque corta el ritmo, complica la visión y hace perder tiempo. Pero sobre todo por razones psicológicas: el que se da vuelta está demostrando miedo, preocupación, está demostrando que considera la posibilidad de la derrota.