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Pero el hombre, el mierense, levantaba ahora su mano pintada, tres dedos de su mano, con las uñas largas y sucias, para ilustrar con más claridad sus palabras, tres sexos, les decía, los vlotis de tres sexos iban a acoplarse, maravilla de las maravillas, ante sus maravillados ojos, les decía, insistentemente redundaba, no para ser vistos, los vlotis, aclaraba, secretamente irían hacia sus selvas madrigueras, secretamente los verían, gozarían. Y en cada planeta, recordó Marga, en cada lugar donde la reproducción de los seres vivos tomaba la forma de una relación entre ejemplares de distintas características, aparecían estos hombres y mujeres furtivos, guiñadores, ofreciendo prohibidos asombros que por lo general podían verse en cualquiera de los teatros de la ciudad y a veces por las calles, tristes seres nativos subalimentados a los que se obligaba a vestir sus cuerpos inhumanos para poder mostrarlos arrancándose los trapos con sus tentáculos cansados, arrastrándose fatigosamente unos hacia otros en un pobre remedo del limitado erotismo de los humanos, esos humanos incapaces de entender, de contagiarse de una excitación distinta de la suya, incapaces de observar con otra mirada que la de una fría curiosidad científica las auténticas locuras amorosas que debían haber envuelto, antes de su llegada, a esas disparatadas anatomías. Pero Carlos parecía entusiasmado.

No en vivo seguramente, quiso saber Carlos: no directamente sino a través de una pantalla verían, preguntó al mierense, a los vlotis, a través de uno de esos rudimentarios circuitos cerrados que se usaban todavía entre la escoria de los confines. Pero el mierense aseguró que sí, que estarían realmente allí, muy cerca de ellos y sin ser percibidos porque los vlotis, en su frenesí, olvidaban o despreciaban todo lo que los rodeaba.

Entonces Carlos le explicó a Marga que debían ir, intentarlo, porque si el hombre les estaba diciendo la verdad (y cómo convencerlo de lo muy improbable de una verdad en la boca torcida de un mierense, raza de basureros, cerdos de las estrellas) verían, estarían en medio de un torbellino único en el universo. Porque no se trataba sólo de presenciar, le dijo a Marga, no sólo de ver y estar; tratándose de los vloti sería también participar, sentir a los vlotis extender sus efluvios, incorporándolos -mediante ese polvillo líquido semejante al mercurio que expelían sus cuerpos- al loco frenesí que los animaba. Los vlotis tenían la capacidad de comunicar a sus espectadores lo más ferviente del deseo, sacudiendo, desenterrando las más reprimidas imágenes de sus propias memorias, de las memorias de sus razas, podrían enloquecerlos y Carlos (tan formal, su ropa bien cortada, sus modales) la invitaba a compartir la locura.

El mierense lo miró desconfiado, se retrajo de pronto, dejó de observar fascinado el anillo de cuarzo en la mano de Marga; sólo para humanos, aclaró, de hombre y mujer nacidos, enteramente celulares humanos, no proteicos. ¿Es que estaba, acaso, en ameno diálogo con un proteico fraguado como hombre? En ese caso mejor el olvido, despeñar su propuesta por los abismos de la memoria, ¿conocían ellos todas las propiedades afrodisíacas de las estrellas de Salve desechadas?

Marga se preguntó por qué el espectáculo le estaría vedado a Carlos, pero sabía tan poco de los proteicos, de los mierenses. Intervino, entonces, a favor de Carlos, hombre entero era él, dijo, y para probarlo le tomó la mano, disimuló como pudo la sensación escamosa, deforme, él hombre, insistió, yo mujer. Ahora que estaba a punto de perdérselo supo que ella también quería estar allí, entre los vlotis, con su amigo proteico, entusiasta. Se dio cuenta de que el hombre no le creía pero el anillo de cuarzo volvía a atraerlo, ardiente la mirada en su blanca opacidad. Fijaron una cita para el día siguiente (había días en Mieres, había largas noches), el hombre los esperaría n el hotel, los llevaría en su vehículo hasta los confines, caminarían después hasta la selva madriguera, ' No se precavió Marga, esa larga noche, contra las dulzuras de la espera porque sabía por amarga experiencia que esta anticipación del goce sería probablemente todo lo que podría obtener del largo día que esperaba. Se dejó llevar por la imaginación, fantaseando placeres prohibidos, que sin duda no vería, sentiría, había tan pocas experiencias prohibidas para ella, para los de su élite privilegiada en el pequeño, monótono universo: con un proteico, en el rito sexual de los vlotis: mañana. Hasta entonces, dormir. Y Marga Lowental Sub-Saporiti se indujo un sueño hondo que la llevara sin sueños al despertar.

En cuanto llegaron supo que habían sido engañados. Era un amanecer grisáceo, y grises eran las plantas arbóreas y rastreras que conformaban la selva madriguera, que se irían tiñendo poco a poco hasta alcanzar, recién al mediodía, su coloración plena. Marga notó el torpe engaño en cuanto el mierense los ubicó en su punto de observación, un hueco en la pared vegetal demasiado cómodo, demasiado propio, demasiado cerca del escenario.

Del escenario: porque no había otra manera de llamar a esa plataforma fingidamente natural que se elevaba a un costado de la selva madriguera donde un vlotis tres cubierto con su típico furcis fingía esta apagado. Marga le hizo a Carlos una seña invitándolo a irse enseguida pero Carlos movió negativamente la cabeza y gesticuló como si estuviera sembrando, echando semillas al viento: le recordaba el furioso polvillo de los vlotis, aquello que los había traído hasta allí y que valía la pena esperar. Les habían exigido silencio.

El vlotis tres se encendió repentinamente con todos sus brillos y Marga recordó (hubiera deseado contárselo a Carlos) aquel ridículo pornoshow al que había asistido una vez, en otro mundo, creyendo que vería el ávido apareamiento de cinco sexos: a la primera mirada había descubierto que, en realidad, las características anatómicas de los sujetos eran idénticas, que estaba presenciando una monótona orgía de homosexuales sin imaginación.

Encendido, el vlotis tres inició su danza de llamada y por un momento Marga pensó que no lo soportaría, que la fantochada había ido demasiado lejos: la bestia inteligente había sido absurdamente decorada, cada una de sus hendiduras estaba pintarrajeada para semejar una vulva, cada una de sus protuberancias parecía terminar en un enorme pene, el vlotis se agitaba con movimientos que descorrían y dejaban caer nuevamente su furcis revelando, ocultando, falsos senos, pezones coloreados. Podría haber sido increíblemente cómico y estaban a punto de lanzar la primera carcajada cuando el movimiento cambió su ritmo y supieron que el vlotis, tan cuidadosamente adiestrado para el espectáculo, había dejado de lado sus instrucciones, había olvidado a sus espectadores y ya no bailaba para ellos, sus arnés progresivamente amarillentas temblaban y se estremecían en un llamado que no esperaba respuesta, que se complacía a sí mismo.

El vlotis tres se restregaba contra las paredes vegetales de la selva madriguera, agitando desesperadamente sus clombos, regobiándose en una ansiedad mortal. Marga se pasó la lengua por los labios mientras se inclinaba para ver mejor la masa brillosa que asomaba por las hendiduras entreabiertas, que volvían a cerrarse a cada vuelta con un sonido chasqueante, pegajoso. Un montículo vibrátil surgía y desaparecía otra vez en cada una de ellas, un nudo de húmedos abscesos vermiformes, era repugnante y sin embargo Marga tuvo conciencia de pronto de su asiento vegetal, las largas láminas grises que jugaban entre sus piernas, que apagaban su frío contra sus muslos calientes.

Y el vlotis uno respondió por fin, sinuoso. Asomaron primeros los glaros, ávidamente sinuosos a la entrada de la cueva, su larga masa sinuosamente siguiéndolos, todo encendido, despidiendo un olor verde, sinuoso, pútrido. En un gesto brutal envolvió al vlotis uno, los furcis saltaron con violencia, cayeron arrugados fuera de la plataforma, el vlotis tres parecía soportar penosamente la presión de ese otro cuerpo que gozaba con el suyo hasta que uno de sus clombos empezó a crecer, a inflamarse, hinchándose como un globo a punto de estallar, intolerablemente tenso y estalló, por fin, un líquido gris manando de los bordes rotos: pequeño y febril el vlotis dos escapó del clombo destrozado, preparados sus filos para intervenir en el acto que sólo ahora iba a comenzar. Por primera vez Marga tuvo conciencia de la crueldad de la ceremonia que estaba presenciando. El vlotis tres se movía débilmente ahora que el uno había aflojado su abrazo, había placer, sin embargo, en esos gestos infinitamente lentos, reducidos a una simple palpitación, mientras el vlotis dos se paseaba por encima de su cuerpo, tocando, flasiando, ansorbiendo, incorporándolo a su masmédula, y el vlotis uno se acercaba y se alejaba, envolviéndolos y mulmándolos alternativamente.

Marga se movió en su asiento sintiendo el roce de las miles de minúsculas agujetas romas contra su sexo, las paredes vegetales parecían haberse encendido también, parecían participar sutilmente acariciándole las nalgas, insinuándose en su entrepierna con roces que bien podrían haber sido casuales. Por primera vez Marga deseó que Carlos dejara de ser un proteico o que lo fuera hasta las últimas consecuencias, que pudiera transformarse en un verdadero humano, hombre o mujer digno de ser gozado, poseído, se preguntó qué estaría sintiendo él y desvió por unos instantes la vista del penoso, fascinante espectáculo para mirarlo, para verlo, asombrada-mente, deformarse por momentos, conservar con dificultosa dignidad un pálido esquema de su forma humana, el pene tenso y eréctil asomándose fuera de sus fantasmales vestiduras, los pezones de las tetillas excesivamente largos, temblorosos.

Era difícil distinguirlos ahora unos de otros, los vlotis parecían amalgamados en una masa que rodaba por la selva madriguera y por primera vez se escucharon sonidos, gemidos ululantes parecidos a los que logra el viento. El vlotis dos, tan pequeño, se separó y preparó sus garfios, sobándolos, untándolos en la secreción pastosa que brotaba de sus hendiduras para clavarlos en la masa indivisa que se retorcía en el suelo. Con atento horror Marga vio esos garfios feroces, afilados, arrancando trozos de materia viva, palpitante. El vlotis uno, siempre bestial, se separó también, dañado apenas, imitando la perversa pasión del vlotis dos pero sin su refinada sutileza, golpeando torpemente. El vlotis tres parecía la víctima definitiva de sus furiosos amantes cuando, extendiendo hacia ellos los clambos todavía intactos, volvió a incorporarlos en un abrazo doloroso, aparentemente final, porque un brusco polvillo gris se desprendió de los tres cuerpos convulsos, sacudidos, y se esparció por la cueva madriguera alcanzando a los espectadores.

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