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Empecemos, pues, por la noche cronológica de Roma, el 12 de febrero de 1967… Señoritas elegantísimas con aires multinacionales y fortunas únicas, basta con mirarlas. Ella es alta y pelirroja, entre delgada y ya casi flacuchenta, ojos tan verdes y otra vez alta y ya casi delgada, en vez de un poquito flaca para mi gusto. Y ahora, de nuevo: Ella es pelirroja, delgada, sí, muy delgada, pero ya no es flaca, esta vez… Ella es pelirroja, sus ojos son verdes, qué buena flaca era ella…

Su nariz… (él estaba lo suficientemente borracho como para darse cuenta de estos detalles mínimos)… No, su nariz no era… Su nariz lo que era es que pertenece a la más rancia y pelirroja y elegante oligarquía de mierda, tal vez de Santiago de Chile, tal vez de Buenos Aires… Pero tu nariz, entrañable flacuchenta, me encanta, como que me reconcilia con la vida, esta noche, y si supieras tú lo difícil que es eso, hoy por hoy, flacuchenta, entrañable flaquita…

Él está completamente borracho, cómo no me voy a dar cuenta, pero qué lindo canta, en plena Plaza España de la città apperta, capital del mundo, qué alegre, ay qué rico canta, y ahora cómo imita a Lucho Gatica cantando Las muchachas de la Plaza España son tan bonitas… Nomás que se equivocó por estarme mirando y dijo: Son tan flaquitas… Y, después (qué alegre, ella lo seguía observando), sí, qué alegre, él anunció el inmediato retorno de los años Gatica, perdón, cinquecento, perdón, cinquanta, años felices que ritornerano súbito e presto prestissimo, porque me voy por otra copa de vino pero ahorita regreso, ragazze mie de la Plaza España, ah sí, qué delgaditas y lindas están esta noche las muchachas pelirrojas de ojos verdes en este café, o sea que ahorita regresan los años cincuenta y a ella le temblaron los labios porque hacía rato que lo estaba observando y otra vez exclamó Qué alegre, al verlo desaparecer, porque Roma, città apperta, ella a ese hombre lo tenía que conocer, ¿chileno?, ¿argentino?, no, más bien boliviano o peruano o ecuatoriano por los rasgos tan andinos, Qué alegre…

Lo que él no sabía: que dentro de unos segundos esas muchachas en vacaciones tendrían que volver a su hotel porque mañana a primera hora regresaban a un internado en Lausanne.

Lo que ella no sabía: que el muchacho era casado con una mujer maravillosa pero que simple y llanamente se negaba a ver el mundo como un espectáculo tan conmovedor, sobre todo de noche, y con una copa de vino y una buena canción…

Y que al muchacho como que no le iba muy bien en nada, últimamente, y que por las noches lloraba por los rincones de Roma, siempre pensando en Luisa y canturreando como un imbécil I love Louisa, and Louisa she loves me, hasta las mil y quinientas, y con una gorra extendida a la vida misma…

Y que, muy a su manera, y sorprendiéndose sobre todo a sí mismo al hacerlo, el muchacho la había estado observando mucho más de lo que ella creía, y que para nada se equivocó, como ella pensó, cuando cantó eso de que Las muchachas de la Plaza España son tan flaquitas, con mucha intención lo hizo…

Lo que los dos supieron, y sabe Dios por qué, dadas las circunstancias de todo tipo que habían rodeado ese azaroso cruzarse romano, de los que deben ocurrir millones al día: que desde el primer instante estuvieron seguros de que terminarían por conocerse. Y que, pensando en el futuro ante un espejo, a cada rato se iban a encontrar repitiendo sonrientes aquella tan linda canción en la que ellos dos se vuelven a encontrar, al fin y al cabo, y que al mirarse segurísimo que les iba a dar tremendo vuelco el corazón, también…

El doble vuelco al corazón se produjo en París, en casa de Rafael Dulanto, el joven y brillante diplomático salvadoreño, autor del rescate de Fernanda María, el 23 de diciembre de 1967. Lugar: frente al Sena. Altura del Sena: Notre Dame. Situación de la catedral de París: frente al departamento con vistas maravillosas, por donde te asomes, de Rafael Dulanto, en el mero quai. Pesos pesados: un falso don Miguel Ángel Asturias, que resultó ser un espectacular e incomparable músico peruano, aunque con la emoción que le producía la presencia de Juan Manuel Carpio, fue completamente inútil que Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes…

– Vaya, conque una Sacromonte y todo tenemos esta noche entre nosotros -se confundió el falso y espectacular don Miguel Ángel Asturias, entrañablemente enchapado en otra época.

En fin, que Mía se pasó la noche entera diciéndole señor don Miguel Ángel a quien era nada menos que don Julián d'Octeville, peruanísimo, gordo, músico sinfónico, inédito, gourmet, gourmandy bon vivant. Otros asistentes: mujeres de toda edad, bonitas y muy bonitas, o que lo habían sido y sabían padecerlo. Y Fernanda María, ayudando, haciendo de todo, en la cocina, para que no falle el más mínimo detalle. En fin, simpatiquísimas todas, porque Rafael Dulanto era un gran especialista en conocer seres exclusivamente encantadores.

Entre los caballeros figuraban: Edgardo de la Jara, ecuatoriano, nacido para gustar y ser libre, alias Maestro Bailarín, porque había bailado mejilla a mejilla con la princesa Paola de Lieja, en la más abril juventud de ésta, y se había ganado la fama de danzarín entrañable y pintor de barba y corazón caballerescos. Cosmopolitismo latinoamericano de altura, y un inolvidable invitado más, entre tantos: Charlie Boston, salvadoreño de pura cepa y Jefe de protocolo de la oficina de la FAO, en Roma, porque jamás en este mundo hubo un hombre que bebiese el whisky con tan prestidigitadora y misteriosa elegancia, sacando un vaso lleno de su anillo con el escudo de los Boston de d'Aubervilliers, arrojándose íntegro el contenido siempre en el mismo bolsillo de su elegantísimo vestir, a lo largo de toda una noche, sin mojar nunca nada, sin perder nunca un vaso, y muchísimo menos la compostura cuando bajaba la escalera a gatas.

Estado de ánimo: una forzada y forzosa alegría, en la que se mezclaban un muy latinoamericano Vivimos sin vivir aquí y On trouve tout à la Samaritaine, mi Buenos Aires querido, mi San Salvador, mi Lima, mi Santiago de Chile, mi y mi y Mimí, y estas fechas navideñas siempre son así, falsa felicidad y desasosiego de mierda. Cantante invitado: Juan Manuel Carpio, a quien, por cierto, los grandes amigos que eran Rafael Dulanto, Charlie Boston, don Julián d'Octeville y González Prada, Edgardo de la Jara, alias Maestro Bailarín, le habían tomado afecto, mucho afecto, y sentían profunda compasión por lo de Luisa, su esposa, hombre, eso se le hace a cualquiera menos a este muchacho. O sea que si quiere cantar que cante, pero aquí se le ha invitado a título de amigo. Invitado retrasadísimo: el escritor y flaco peruano Julio Ramón Ribeyro y su manera de llegar, como quien no tarda en irse.

Por fin regresada de la cocina, de ayudar en todo: Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes.

No me pidieron que cantara, felizmente, e incluso Rafael Dulanto tuvo el gesto de pedirme algo que yo encontré cosa de amigos, simbólica, noble, generosa: que le entregara mi fatigado abrigo y mi gorra de andar cantando y estirando la mano por París. Y esto, y unos cuantos pasos más que di para llegar al centro de la sala y saludar a todos, coincidió cronométricamente con el instante en que Fernanda María salía de la cocina y era la chica que yo había visto en Roma, meses atrás, y con el instante en que también yo me convertí para ella en el cantante que se equivocaba con las bonitas tan flaquitas de la Plaza España.

– Qué alegre -exclamó ella, con tal refinamiento, que ni se le notaron siquiera los signos de exclamación.

– It's the wrong time and the wrong place -escuché que comentaba alguien, por algún lado, con una voz muy grave y melodiosa, como quien sigue el sonido de un instrumento sumamente triste.

– Es Frank Sinatra -me aclaró Fernanda María, agregando-: Te juro que lo puse sin saber siquiera que estabas por llegar, o sea que si quieres lo quito, ahoritita mismo.

– Hola, Plaza España -le sonreí, acercándome para besarla entre amigos, en París, en las dos mejillas y eso, y diciéndole al mismo tiempo que a lo hecho, pecho, y que hay golpes, en la Plaza España, tan fuertes, yo no sé…

– Tienes toda la razón del mundo, ahí fue -me dijo Fernanda María, anunciándome sólo esta parte de su nombre y aprovechándose de que estábamos entre amigos y era ya casi Navidad y París y Notre Dame y esas cosas de la Plaza España, para colocarme una mano en cada hombro, inclinarse, bañarme en su perfume, y ahogar su cabellera roja y sus ojos verdes y su nariz del diablo, maravillosamente en el cojín de mi pecho, lado izquierdo.

– It's all right with me -comentó, melodioso y grave, Sinatra, entre resignado, buena gente, y su poquito de latin lover, también.

– Qué alegre -exclamó Fernanda, con la sordina de mi solapa puesta en sus labios, y agregando-: Tú déjamelo a mí, y vas a ver lo alegre que es.

Después, me fui bebiendo, por Luisa, y uno tras otro, cada vaso de whisky que tuve a mi alcance, mientras Fernanda María continuaba llamándole señor don Miguel Ángel Asturias a don Julián d'Octeville y González Prada, limeñísimo hijo de un francés que llegó al Perú a fundar la bolsa de Lima y casóse con la hermana de nuestro ilustre don Manuel González Prada, histórico ciudadano y pensador que se pasó la vida furioso, por aquello de nuestro infame pacto nacional de decir las cosas a media voz, que asimismo mandó a los viejos a la tumba y a los jóvenes a la obra, y a su sobrino Julián lo mandó a París, a componer sinfonías, y mientras éste la llamaba a ella mademoiselle del Sacromonte, mientras una y otra vez el Maestro Bailarín intentaba bailar de nuevo con Fernanda María, y mientras ella intentaba inútilmente pasarse la noche pegadita al desastre que era yo por entonces.

Bailamos una sola vez, y por supuesto que con Frank Sinatra refiriéndose con su voz más grave a que aquel 23 de diciembre de 1967, y el departamento con vista maravillosa de Rafael Dulanto, no eran precisamente el momento ni el lugar más apropiados para conocernos, pero que bueno, habría que conformarse.

– It's poignant and it's sad -me dijo Fernanda María, alzando su cabellera roja de mi solapa izquierda y clavándome tal mirada de ojos verdes, que sólo así entendí que poignant, en inglés, quiere decir amargo y algo más, y triste y algo más, e hiriente y algo más.

Y, desde esa noche, esta canción titulada It's all right with me, ha sido, para Fernanda María y para mí, eso que los seres que se aman llaman Nuestra canción, y bailan hasta que la muerte los separe, y aunque ya no controlen su orina y eso. En fin, que esta canción, que en castellano podría traducirse por otra que habla de una sombra de odio, o algo así, que se cruzó en el camino de Dos almas que en el mundo, había unido Dios…, siguió incluso después, cuando la voz de Frank Sinatra desapareció y la orquesta que lo acompañaba continuó pautándonos la vida con sus últimos compases, y tanto que Fernanda María y yo nos pusimos de acuerdo en que, para bien o para mal, nuestra historia había comenzado, esta vez sí, con nombres y apellidos, y en que, así como ella tenía su Prehistoria para mí, yo también la tenía para ella, porque hablándole de la gente que iba a asistir esa noche a su fiesta prenavideña, Rafael Dulanto le había dicho, hace unos días, y mostrándole una foto en la que estábamos Luisa y yo:

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