– Mira, a este muchacho también lo voy a invitar.
– Y esta mujer tan increíblemente bella que está a su lado, ¿quién es, Rafael? -le preguntó ella.
– Quién era, mejor dicho. Pues nada menos que la esposa del muchacho que voy a invitar. Lo abandonó de la noche a la mañana, y el pobre anda que para qué te voy a contar.
– Qué extraño, Rafael…
– Qué extraño qué, Fernanda…
– Pues que siento como si a esa mujer la odiara con toda mi alma y de toda la vida.
– Ni que la conocieras, oye…
– Ni en pelea de perros, pero…
– Pero qué.
– Mira, Rafael. Óyeme bien, por favor. Óyeme como el hermano mayor que no tengo, y eso. Y como el hombre que hasta me ha rescatado de los bajos fondos…
Bueno, digamos que…
– Dios mío, qué horror. Mejor no digamos nada.
Se mataron de risa, recordando lo de la Residencia de señoritas, en el café Old Navy, boulevard Saint Germain, pleno corazón del Barrio latino, Mía y Rafael, que pensar que ya murió, y:
– Bueno, sí, hermano mayor. Yo a este hombre que está en esta foto con esta rubia de-tes-ta-ble, lo conozco o lo quiero… Perdón…
– Mira, Fernanda. Explícate un poquito más lento y más claro, por favor. Porque como que tu hermano mayor te está resultando bien bruto.
– ¡Que yo a este hombre lo conozco y lo quiero desde antes de conocerlo y de quererlo, carajo, Rafael! ¡Si es facilísimo!
– Eso mismo. Facilísimo. Y ahora sí que ya está todo requeteclaro, claro que sí. Pero yo sigo en Babia, con tu perdón…
– Y además lo conozco desde antes de conocerlo desde antes. ¿O no conoces tú el poema ese de Gertrude Stein: A rose is a rose is a rose is a rose is a rose is…?.
– Basta ya, hermana mía, que me estás mareando.
– Y a mí también este vino tinto, pero pidamos otro y brindemos por…
– Juan Manuel Carpio. Peruano…
– Y trovador globe trotter, de gorra extendida y monedita… ¿No te acabo de decir que por ahí, por algún lado, como que lo conozco desde que nací?
– Pidamos otro tinto rápidamente, hermanita, por favor…
It's all right with me… Recuerdo -y aún se me bañan los ojos en lágrimas de amor, de amistad, de hermandad, de complicidad, de misterio y de confianza, y de tú y yo algo tenemos de todo eso, algo y mucho, Mía- que esto le dije, también yo, a Fernanda María, aquella madrugada del 23 de diciembre… Bueno, aquella madrugada ya del 24 de diciembre y tremendamente jingle bells y triste en que recorrimos abrazadísimos de frío y de mi borrachera el zigzagueante y breve camino que llevaba hasta su casa linda para mí, mundo raro para mí, mucha casa, mucho París, mucha muchacha flaquita y linda para mí, mucha pelirroja pecosa del alma para mí, en el número 17 de la rue Colombe, y cruzando el Sena sin mirarlo, porque también el agua que pasa bajo sus puentes se había llevado a Luisa, no sólo un avión…
Pero bueno, estaba también all right with me, y subimos a tomar la del estribo, como quien dice, y de alguna manera aún no he vuelto a bajar más de aquel cuarto, quinto, sexto piso, púchica que ya ni me acuerdo, pero qué manera de recordarlo y llevarlo en el alma siempre.
Y esto, muy precisamente esto, es lo que yo entiendo por llevar en el alma siempre. Consiste, para empezar, en sentirme verdaderamente querido por lo que valgo, o sea nada, esa noche de diciembre y Navidad de mierda de 1967 en París, en que mientras me hundía en el sofá más cómodo en que en mi vida había hundido mi naufragada humanidad, una muchacha ya casi doble te ayuda a quitarte el abrigo y te jura que esa mañana, no bien se despierte, va a correr a comprarte una gorra nueva y muy Merry Christmas, porque Dios mío, sólo a ti se te ocurre andar con una gorra tan revieja, aj, qué asco, Juan Manuel Carpio, y ahora déjame que te sirva algo y si quieres te caliento también algo de comer, porque en toda la noche no has probado un bocado… Debería estar ofendidísima, ahora que lo pienso, porque casi toda la comida la he llevado o la he cocinado yo.
– Caliéntame un whisky sólo con hielo, entonces…
– Oye, fui yo quien dijo primero que para mí estaba all right, pero…
– All whisky, por favor…
– Lo que el señor mande, sí.
Me quedé dormido con media botella del estribo, pero no sin antes haber andado con la carota medio hundida en el corazón delicioso y como delicadísimo de Fernanda María, medio como auscultando, en realidad, el asunto tan raro ese de que su nariz me encantase, de que en mi vida, ni siquiera en la canción al respecto, había visto unos ojos verdes como aquellos ojos verdes, de mirada Fernanda María, de que una cabellera tan roja y tan bella ni en el cine en tecnicolor-pantalla panorámica, la había visto jamás, de que estaba profunda, conmovedora, terrible, total, comodísima, somnolientísima, patética, y bostezadísimamente de acuerdo en quedarme dormido en aquel fuera de lugar y en el momento menos apropiado, también, y mientras desde aguas muy arriba del río Sena, no, tan feo no podía ser el río Sena, o sea que era desde las inmundas aguas del río Rimac muy arriba, cruzando el Atlántico y llegando a Lima, que me estaba haciendo ese adiós tan triste pero tan pelirrojo y tan cómodo y tan tierno, Luisa…
– Feliz Navidad -me contó, a la mañana siguiente, Fernanda María, que fueron las palabras con las que me quedé dormido encima de ella y que por eso había amanecido con este brazo todo acalambrado, mira tú qué bruto eres, Juan Manuel Carpio…
– Qué alegre -recordaba yo que había exclamado ella, sin signo de exclamación alguno, dulce, tiernamente, mientras notaba que algo llamado Vaso se me caía de la mano y me estoy quedando dormido en un mundo raro… all right… me… también…
Dos años después, todo seguía más o menos igual, diría yo, aunque estoy convencido de que, en mi lugar, Fernanda María, contraatacaría:
– No, señor. No, Juan Manuel Carpio…
– Llevo dos años rogándote que, ¡por favor!, te limites a llamarme Juan Manuel.
– Y yo llevo dos años diciéndote que el día en que te deje de llamar Juan Manuel Carpio me habré hartado de ti…
– Te encanta regodearte con lo de mi modesto origen y tu nariz en el aire, haciéndole ascos a…
– Imbécil.
– Oligarca.
– Mucho oligarca, sí. Pero la que trabaja aquí soy yo…
– Hija de puta…
– ¡Perdóname, amor! ¡Juan Manuel Carpio, perdóname por favor! ¡Nadie, ni la Piaf, ni el Montand, ni el Aznavour, ni el Brassens, han cantado para mí tan lindo como tú!
– ¿Y eso no es trabajar? ¿Y día y noche y sin horarios ni sindicatos, como tú? Y además corro a diario a la Sorbona para asistir de alumno libre a cuanta clase de literatura exista. Bueno, corría, porque el otro día le pregunté por Georges Brassens al huevonazo que dicta poesía francesa contemporánea, y me respondió que si quería hablar de Brassens me largara a cualquier bistró, cafetín o callejuela. Y, claro, me largué, tras haberlo mandado a él y su curso a la mierda, por supuesto. La Sorbona ha muerto, Fernanda María. Pero, bueno, todo esto ¿es o no trabajar?
– Sí y no…
– ¿Cómo que sí y no? A ver si hablas un poquito más claro. Eso, para ti, ¿es trabajar o no?
– Es también cantarle a Luisa y eso es lo que me jode, Juan Manuel Carpio.
– ¿Y Frank Sinatra y el all right?
– Pues sí y no, Juan Manuel Carpio, porque a una le gusta sentirse querida, también.
En fin, por todo esto, creo yo, contraatacaría Fernanda María, dos años después:
– Todo sigue más o menos igual, si quieres, de acuerdo, Juan Manuel Carpio. Pero, con sus más y con sus menos, diría yo.
Y razón no le faltaba, en el fondo, porque aparte de que su sueldo, por minuto trabajado, equivalía al producto mensual de mi gorra, más alguna embajada de las que ella me conseguía ahora, alguna noche Pro Víctimas de Algo Siempre en el Perú, en las que uno tenía que pagarse hasta la entrada, para luego escucharse cantar, y alguna función vestido de indio de Guatemala, de México, de Paraguay, de Bolivia, del Perú, y alguno que otro país más en que los indios del sol son sinónimo de esperanza en el buen salvaje homogeneizado y pasteurizado para el futuro de la humanidad…
En fin, que entre la revolución cubana y El cóndor pasa, América Latina estaba más presente que nunca en París, a partir de aquel maravilloso Mayo del 68 en que, por más cansada que regresara Fernanda María de la Unesco, cada vez que yo salía disparado, guitarra e imaginación en mano, para llevarlas al poder, ella soltaba su eterno It's all right with me y nos íbamos corriendo a la revolución y la encontrábamos más linda todavía de noche que de día, con las hogueras y las barricadas y las cadenas humanas para alcanzarse el próximo adoquín antipoder policial, en medio de la solidaridad de los pueblos de la noche, según frase célebre de Malraux, que era ministro de Cultura del gobierno que nos íbamos a tumbar, en fin, qué se le va a hacer, ése era problema suyo…
Bueno, tampoco hay que olvidar que, entre los más importantes líderes espirituales de Mayo del 68, el Che Guevara (con su boina vasca, su puro a lo Winston Churchill, y su barba a lo latinoamericano, es decir, ralita) se llevaba la palma, y al final fue el único o lo único que sobrevivió en la memoria popular y el inconsciente colectivo, gracias a un póster posmortem que no cesaba de recordárselo a uno y que yo usaba, valgan verdades, como telón de fondo de mis sesiones de callejón del metro o de terraza de bistró en verano, para que la gente redoblara el esfuerzo de darme una propina, al sentir que, además de contribuir con el arte, estaba contribuyendo también con la más noble, derrotada y muerta de las causas, e povrecitó le Shé.
– Inmundo. Eres un inmundo, Juan Manuel Carpio.
– Es que no nací con agua corriente fría y caliente como tú, rica heredera.
– ¿Quieres que te enseñe mi hoja de pago, inmundo?
– Asquerosa, tú. Que el otro día te acostaste con un cantautor realmente asqueroso, ése sí que sí.
– No me acosté con nadie, cretino. Lo que hice fue practicar el amor libre y las enseñanzas de Mayo del 68, con ese cantautor colombiano, y tú estás que te mueres de celos, inmundo y otra vez inmundo. Explotar así al pobre Che Guevara, que ha muerto tan solitito en Bolivia. Eso sí que es ser verdaderamente asqueroso.
– Sí, pero yo canto canciones en su honor, de metro en metro, mientras que tú te metes a la cama con un colombiano abyecto, moralmente incalificable y perverso. ¿Te parece poco?