IV. Flor a secas, las cartas, y los años
«¿ S erá entonces ésa la magia? ¿Saber trampear un poquito y saberlo hacer a tiempo?», me preguntaba, como quien se lo pregunta a sí misma, Fernanda María, en la única carta que me escribió después de nuestro maravilloso encuentro en México, ya de paso por El Salvador y rumbo a Chile. Claro que aquélla era la misma carta en que me contaba hasta qué punto Tarzán atravesaba una profunda crisis, una verdadera amigdalitis, según su propia expresión, y cómo de golpe y porrazo bastó con que su hijo Rodrigo le hiciera una típica pregunta de niño, sobre el Rey de la Selva y sus amígdalas, para que ella se descubriera totalmente indefensa, psíquica y físicamente abatida y desarmada en medio de una jungla interior y exterior.
Definitivamente, ése era el momento en que yo debía actuar, en que debía sugerirle a Fernanda que alargara su visita a San Salvador, dándome así la oportunidad de realizar algunos cambios en las fechas de mis compromisos laborales y de conseguirme, falsa o verdaderamente, unos cuantos conciertos y grabaciones, allá en tu tierra, mi amor, para que de una vez por todas aprendamos a trampear un poquito más y mejor, para que repitamos el goce y la magia de nuestro encuentro en México, pero ahora más a fondo y más clara y audaz y abiertamente, Mía, o sea ahí en tu propia ciudad y entre aquellos familiares y amigos de los que tanto me has hablado, a lo largo de años. Créeme que todo, absolutamente todo, Mía, queda cien por ciento justificado por el hecho real de que te hayas sentido, de que te sientas tan mal, por tu imperiosa necesidad de reposo y tranquilidad, esto cualquiera en el mundo lo puede entender y estoy seguro de que te bastará con hacerle saber a Enrique que no te queda otra alternativa y que realmente deseas que lo de su mamá no se agrave más, para que a pesar de este tremendo y tan inoportuno percance, los chicos y tú puedan llegar a tiempo y…
Pero bueno, aún no había terminado de imaginar mi estrategia completa, mi trampita mexicana, ampliada y perfeccionada, cuando ya me estaban llegando las primeras noticias que Fernanda me envió de Chile. Maldita sea. Una vez más, nuestro Estimated time of arrival, nuestro dichoso E.T.A., nos había jugado una mala pasada, y en esta oportunidad sin que ella se enterara siquiera, pues para qué contarle nada ya si acababa de abandonar El Salvador. O sea que rompí aquella carta inconclusa y, en su lugar, opté seguramente por escribirle una muy distinta. Lo deduzco ahora por las noticias que siguieron; en fin, por las dos o tres cartas que Fernanda María logró escribirme desde Santiago y las que me envió más adelante, de regreso nuevamente a San Salvador, aunque entre éstas hay una, fechada el 23 de julio de 1982, que tiene un parrafito que realmente se las trae:
La partida de Chile fue tristísima. Pienso que sólo muriéndome podría enderezar este enredo. Aunque estar en San Salvador, ahora y así, parece lo más cercano que hay a morirse y no irse al cielo.
Porque bueno, ¿qué diablos quería decir todo aquello, así, de buenas a primeras?, ¿qué demonios significaba tan repentina confesión, a esas alturas?, ¿a qué santos esa especie de tardío arrepentimiento, de pronto?, ¿me incluían o me excluían por completo, aquellas palabrejas? Pues yo diría que más bien lo segundo. Sin embargo, ahí estaban, de su puño y letra, y nada menos que en la primera carta que Fernanda María me escribió recién llegadita de Santiago. Como para volver loco a cualquiera, la verdad…
…Porque resulta que ahora, y así, de repente, la bendita partida de Chile había sido tristísima. Y estando en el mundo yo, además. ¿Acaso no se había quejado Fernanda de lo mal que la pasó en Santiago, prácticamente desde que bajó del avión? Pues bien que se había quejado, y no sólo eso, sino que desde el primer instante se dio cuenta de haber caído, como una verdadera idiota, en la trampa que Enrique les había tendido a ella y a los niños para tenerlos a su lado, tal como yo sospeché y se lo anticipé también, mucho antes de su partida. La madre del araucanote jamás había estado grave, ni siquiera enferma, más bien todo lo contrario: la doña estaba requetefeliz de haber conocido a sus nietecitos y, como si las cosas fueran así de fáciles y naturales, de buenas a primeras decidió que lo único que deseaba en esta vida es que se quedaran para siempre a vivir con ella en Santiago. Y con o sin el esqueleto centroamericano y pelirrojo y seguro que comunista este de su madre. En fin, que se había armado el enredo del siglo, ahí en Santiago, y ya sólo faltaba que la araucanota madre terminara enfermándose de verdad y hasta de muerte, esta vez sí, debido a la rabia y la tristeza de ver a sus adorados nietecitos arrancándose nuevamente rumbo al Salvador, para luego, desde ahí, sabe Dios adonde ir a parar con la bolchevique esta de mi nuera y otro gallo cantaría si Pinochet se enterara, cómo no, claro que sí.
Sin embargo, Fernanda María se refirió a aquella despedida como algo tristísimo y hasta llegó a pensar en su muerte como única solución a tan maldito e interminable embrollo. Yo, en cambio, había estado pensando sólo unas semanitas antes que había llegado el momento de aprender a trampear de a de veras, lo cual en resumidas cuentas significaba recrear sin remordimiento alguno la magia de nuestro encuentro mexicano, caiga quien caiga y aunque tengamos que mentirle a media humanidad, empezando por Enrique, dicho sea de paso, mi querida Fernanda. ¿O es que a estas alturas del partido aún te sientes incapaz de soltar una que otra mentirita en favor de nuestra causa? Si, ya lo creo que el pobre sufrirá mucho, y no sólo eso: además estoy convencido de que centuplicara la dosis diaria de vino y whisky. Y es que el alcohol es un amigo muy alegre pero sólo cuando le ganamos la partida, lo cual, seamos sinceros, Mía, no ha sido nunca el caso de Enrique. El trago para él es un monstruo tenebroso y nefasto que hace mucho tiempo le ganó la partida y le mostró su feo rostro. Ésta es la única verdad, mi amor, y créeme que siento en el alma tener que cantártela a ti, y con todas sus patéticas palabras, pero es que me parece que ya es hora de que vayas sacando la cuenta de la tira de años que han pasado desde que Enrique se dejó caer en ese hoyo.
¿Cómo que no fue siempre así, Fernanda?, ¿cómo que tu señor esposo no ha sido desde tiempos inmemoriales un verdadero especialista de la pena embotellada? Por supuesto que lo ha sido. Y tanto que, a fuerza de sufrir y beber, ni come ni deja comer, porque la verdad es que cuanto más se hunde él en su selva oscura, menos gozamos tú y yo de la vida y más nos vamos acostumbrando a las viejas espinas. Y mira, mi tan querida Fernanda, sí, mira y escucha: aprovecho la ocasión para recordarte, con tu venia, que ya ambos bordeamos el célebre mezzo del cammino di nostra vita, que fue cuando al propio Dante Alighieri se le torcieron infernalmente las cosas. O sea que a engañar, a mentir, a trampear, mi querida Fernanda, porque, o reaccionamos y volvemos a encontrar la diritta via, o terminaremos metidos de pies a cabeza en questa selva selvaggia e aspra e forte, che nel pensier rinnova la paura…
… Sí, en este instante lo recuerdo clarito: fue justo entonces cuando tuve que cerrar mi edición Biblioteca Universal Rizzoli de la Divina commedia y entregarme por completo a la nueva y profunda sensación que las palabras de Fernanda acababan de producir en mí, mientras intentaba leer a Dante y al mismo tiempo encontrarle una solución a nuestra honestidad a toda prueba. Un infierno me llevaba al otro, la verdad, pues justo cuando yo intentaba imaginar nuevamente verdaderas estrategias para salvar nuestro amor, Fernanda María me salía desde El Salvador con que abandonar Chile esta vez le resultó tristísimo. En fin, todo un golpe bajo, por decir lo menos…
…Pero bueno… A lo mejor no… A lo mejor se trata de frases que no han sido escritas contra mí, que ni siquiera me excluyen en lo más mínimo de la vida y los sentimientos más reales, más completos y profundos de Fernanda María… Sí, por ahí van los tiros, sin duda: las palabras tan duras y tristes de Mía sólo podían explicarse situándolas dentro de un contexto mucho más amplio y complejo que yo debía ser capaz de imaginar muy fácilmente y que no sólo la incluía a ella. En realidad, Fernanda María casi se había limitado a describir, con muy lógica pena, la enésima separación de los niños y su padre, agregándole, por supuesto, una nueva separación, tal vez definitiva ésta, de sus abuelos paternos, también un nuevo viaje inútil, en lo que a su situación personal se refería, y sabe Dios cuántas cosas más.
En fin, que por más que uno cuente y se cuente, y por más que uno se confiese y hasta se vomite, página tras página y tras página, aún no ha nacido la persona en este mundo capaz de mostrarnos todas sus cartas por carta, ni siquiera en la más extensa e íntima de las correspondencias. Por ello, sin duda alguna, Fernanda María sólo pudo expresarme parcial y circunstancialmente su partida de Chile. En cambio ella y yo éramos totales y esenciales, el uno para el otro, aunque a veces el mismo correo que nos mantenía informados nos impidiese contar íntegramente un momento de nuestras vidas, o dos o tres o mil. Con lo cual ni qué decir del conciso, desteñido y borroso fax -que además se borra del todo con el tiempo- en el cual incluso lo epistolarmente parcial queda suprimido por completo, empezando por el sobre, con lo mucho que ello implica de color, de geografía, de climatología, de filatelia, de horizontes lejanos, de memoria y de olvido, de penas y tristezas, de amistad y de amor, de paso del tiempo y de veinte años no es nada o, en el peor de los casos, es sólo fiel correspondencia.
En fin, qué más se puede decir acerca del fax, guillotina de la carta, silla eléctrica incluso de lo epistolarmente parcial… Bueno, sí, algo me queda por decir -aunque más que nada por asociación de ideas y de progresos sólo técnicos, una pena, claro- y es que, con gran elegancia, y antigüedad es clase, Fernanda María y yo jamás incurrimos en fax, y la única vez que le envié un correo electrónico, sólo por probar mi nueva computadora, ella me respondió furiosa, desde la oficina en que trabajaba, instándome a que colgara en el acto ese teléfono light.
Pero bueno, yo, que entonces aún no me había planteado ninguna de estas cosas de la vida y la correspondencia y andaba realmente sorprendido y muy dolido por lo de Fernanda María al abandonar Chile, opté por un mutismo epistolar vengativo y de muchos meses, lo recuerdo, aunque nada le dijera nunca a ella acerca de sus verdaderas razones. Además, le inventé una interminable gira de conciertos por Guinea Ecuatorial, o sea algo realmente imposible, creo yo. De todo esto me acuerdo con toda claridad, pero además tengo aquí sus cartas de aquellos meses, en caso de que me falle la memoria, ya que por esta época hacía un rato que Fernanda había perdido todas mis cartas en aquel asalto del que fue víctima en Oakland, California, y la fotocopia del cuadernillo que me envió se había detenido para siempre en el tiempo, con los trozos de mis respuestas a sus cartas que a ella más le gustaban.