Santiago, 12 de abril de 1982
Mi queridísimo Juan Manuel,
Al fin llegamos a Chile, el pasado martes. A pesar de todo, a pesar de tantos pesares, me costó muchísimo irme de El Salvador. Y aunque aún no lo sé a ciencia cierta, en definitiva puede ser que haya hecho mal en venir. Sólo llevamos una semana aquí y ya tengo una depresión enorme y una tremenda sensación de desperdicio. Haber viajado tanto para no querer estar aquí. Me siento muy imbécil.
Tal como lo sospechaste, la mamá de Enrique no está grave para nada. Más bien se pondrá grave cuando nos vayamos.
Y a todo esto recién ha pasado una semana aquí. De mi amiga Gaby Larsen no he sabido nada. Voy a tratar de llamarla por teléfono. Me muero de ganas de ver a alguien que me dé ánimo. Ahora que te escribo estoy con los niños en la Plaza de Armas, en el centro de Santiago, aterrada de la vida que manejo tan mal.
No veo dónde podrás escribirme, con lo bien que me harían tus palabras.
Por dicha, en El Salvador mi relación con la familia, con la poca que me queda en el país, fue excelente. Y tú no puedes imaginarte lo maravillosos que fueron cuando me ocurrió lo de la amigdalitis y me encerré en la sala para morirme escuchando tu último disco. Me entendieron a la perfección, y fueron de una discreción poco común en nuestros países. Simple y llanamente adivinaron que ya yo no sería capaz de lanzar un solo alarido más en la vorágine que es mi vida, que acababa de huir aterrada de la selva y de sus animales, de sus árboles, sus ríos y de sus lianas, y que amaba a ese señor cuya voz salía incesantemente de un disco al que había acudido como un náufrago a una boya.
Y ahora no entiendo por qué demonios tenía la obligación de venir a arreglar no sé qué para lograr una separación decente y amistosa, algo que es tan imposible casi siempre.
Por favor, abrázame en tu pensamiento y ojalá pueda yo sentir tu abrazo, que siempre me hace tanto bien.
En cuanto tenga una dirección posible te escribo las señas. Tal vez Gaby llegue pronto y ella tenga una dirección. En todo caso, a veces creo que soy la mujer más imbécil del mundo.
Te abrazo y te beso,
Fernanda Tuya
PS. ¡Juan Manuel! Me puedes escribir a: Correo Restante. Correo Central. Plaza de Armas. Santiago. Chile.
Estaba parada aquí delante del edificio y ni cuenta me había dado. ¡Mira qué brillante idea! Ya me alegré bastante con eso.
Santiago, Plaza de Armas, 3 de mayo de 1982
Mi queridísimo Juan Manuel,
Hoy vine al correo central y encontré tu carta cuya sola existencia me alegró mucho. Y al leerla me alegré más todavía de saber que estás bien, luego de tu gira mexicana, recuperando fuerzas y paz.
Sigo escuchando y escuchando tu Motel Trinidad. Cada día lo encuentro mejor, hilvanado con hilos de oro. El título de cada canción y la manera en que se integra al texto es genial, como que levanta el relato de cada estrofa con puntuación de magia. Lo encuentro lo mejor tuyo que he oído hasta hoy. Y que Luisa me perdone.
En cuanto a mí, básicamente estoy bien. Los niños por dicha están hechos de un material inquebrable e inoxidable. Es una suerte increíble el que se mantengan limpios y lindos en medio de tanto cambio, y sus ojos siguen llenos de las mismas estrellas que tú viste en México.
Te escribo muy rápido, y es que debo volver a casa de los padres de Enrique. Recibe un millón de besos de tu
Fernanda
Santiago, 10 de junio de 1982
Querido Juan Manuel Carpio,
Te asomas corriendo a la plaza, sin fallar nunca, fuera de aliento.
Yo también recibo furtiva tu beso y a mi vez sigo corriendo. Pronto te escribiré cartas más reposadas desde el calor del jardín de mi mamá.
Esta semana nos vamos. Si te he contado poco, perdóname. Créeme que la prisa ha sido real, como todas tus palabras también son reales. Los niños andan aquí corriendo por los pasillos del correo y debo despedirme.
Gracias por tu prisa y puntualidad en llegar siempre a nuestras citas.
Besos y abrazos,
Fernanda María
San Salvador, 23 de julio de 1982
Queridísimo Juan Manuel, siempre un poco mío, por dicha, por milagro.
El último saludo tuyo lo recibí en Santiago. Te asomaste corriendo a la Plaza de Armas y pude recibir tu abrazo antes de salir corriendo yo en mil prisas, prometiéndote una carta más calmada desde la casa de mi mamá.
Esa calma no se ha dado.
Para comenzar, la casa no está en calma. Mi mamá la alquila desde hace quince años y parecía que iba a poder vivir allí para siempre. Ahora, con las nuevas leyes, crisis económica, etcétera, el dueño quiere venderla y su comprador sería un ingeniero que la botaría para hacer no sé cuántas casas. Vamos a tener que ver cómo se arregla eso. Ojalá, pero no sé cómo.
Luego, yo no estoy en calma. Tú sabes que, en general, no soy dada a las angustias existenciales, y que he andado por este mundo bastante despreocupada, hasta alegre, diría. Pero desde que me fallaron las amígdalas tengo miedo de todo, mi amor. Del futuro, del presente, y del pasado que me parece un suelo fangoso. No sé ni por dónde comenzar. El país está espantoso de triste, feo, pobre, temblores, lluvia, y así me siento yo también. Perdona que te hable de angustias. No me gusta sentirme así. Menos todavía me gusta hablar así. Pero sé que me perdonarás. Por dicha algunas seguridades y convicciones me quedan. Cuánto quisiera sentir un poquito de la alegría que tuvimos en México.
La partida de Chile fue tristísima. Pienso que sólo muriéndome podría enderezar este enredo. Aunque estar en San Salvador, ahora y así, parece ser lo más cerca que hay a morirse y no irse al cielo.
Por tu lado, me alegro mucho de que hayas terminado comprándote la casa en Menorca, para encerrarte y escuchar y componer música, que es lo que a ti te ha gustado y ayudado siempre. Al Perú siempre podrás ir y venir, sobre todo ahora que ya empiezas a ser conocido y reconocido internacionalmente. Si supieras la cantidad de gente que me habla de tu último disco aquí, en este bombardeado rinconcito último del mundo, y sin saber siquiera que nos conocemos. Y a cada rato se escucha una canción tuya por la radio. Yo feliz, por supuesto.
Por lo que te conté al empezar, casi deseo ahora que esta carta se pierda en el correo y te llegue mejor otra carta menos triste. Pero te la mando porque me gusta hablarte y lo necesito. Aunque claro que me gustaría hablarte de cosas más lindas y no fastidiarte así.
Una cosa buena sí te puedo contar. Nadie de nosotros se derrumbó con el terremoto. Yo estoy con los niños en casa de una tía que anda de viaje en Europa y que es grande y sólida como Gibraltar, tanto la casa como la tía, pues sólo se rompieron unos cristales y unos jarros precolombinos, lástima. Pero la casa y nosotros intactos, fuera de mi derrumbe interno que tendré que ver cómo lo compongo.
Los niños ya están en el colegio y supongo que un primer paso de mi parte sería buscar un empleo. Pero no he querido ver a nadie todavía. Tal vez la semana próxima, cuando realmente esté convencida de que me quiero quedar aquí, de que puedo hacerlo, en fin, de que de una manera u otra me voy a quedar con mis hijos en mi país. Es duro, sabes, comprobar que todas tus hermanas se han ido con ánimo de no volver más que de visita y cada vez menos. Y lo mismo tus amigos más queridos. A veces ni mi mamá ni yo sabemos dónde está cada una de mis hermanas, aunque por si acaso te aviso que la Susy sigue manteniendo el lindo departamento de la rue Colombe.
Bueno, mi amor, qué carta tan rara me salió. Te abrazo mucho, me abrazo de ti, tu recuerdo me abraza con ternura y amor, y te agradezco que me hagas sentir siempre tu grande y dulce amistad y ternura.
Tu Fernanda