Sea como sea, te quiero para siempre y eso ya es algo.
No sé si te veré pronto. Créeme, Juan Manuel, que nada en esta vida me gustaría como verte muy pronto, encontrarnos incluso antes de que esta carta llegue a tus manos. Pido imposibles, lo sé, y no voy a insistir para no desesperarme y que los niños lo puedan notar.
Y sin embargo, sigo: creo que por esa cita misteriosa que me gustaría tener contigo sería capaz incluso de retrasar mi llegada a Santiago. ¿Será todo eso pura locura, tú crees? ¿Será posible que los dos nos encontremos siempre con manos más urgidas que las nuestras, más posesivas y más exigentes?
Creo que la vida nos dirá eso. Por suerte, todavía confío en la vida y esa confianza me salva de mucho.
Además, confío en que todo lo que suceda entre nosotros será bueno, y eso me da una gran tranquilidad.
Te abrazo y te beso, buenas noches por hoy y hasta no sé cuándo,
Tu Fernanda María
La suerte nos acompañó y mucho, aquella vez, a Fernanda y a mí, porque justo cuando estaba leyendo su carta sobre el viaje a Chile y la escala en El Salvador, recibí una muy correcta oferta para cantar en un hotel de la ciudad de México. Nada más lógico, pues, que improvisar una pascanita en el Distrito Federal, con niños y todo, para que a Fernanda no se le complicaran aún más las cosas. Linda, Mía creo que lo adivinó todo en el momento mismo en que descolgó el auricular, allá en Berkeley, y escuchó mi voz.
– ¡Genial, Juan Manuel! ¡Genial, genial, y genial! ¡Y lo más alegre que he oído en muchas muchas lunas!
– ¿Sabes que me gustaría que Enrique lo supiera? Preséntaselo, si quieres, como un picnic de unos cuatro o cinco días, con carpas en el Zócalo, con tamales y tacos y Coca colas y huevos duros. Pero me siento mejor sabiendo que está enterado hasta de que los chicos harán esa escala antes de la escala en El Salvador y que todo ello retrasará la llegada del clan del Monte Montes unos días más.
– La verdad, Juan Manuel, tu idea me gusta. Me parece correcta y limpia. Pero no sé cómo va a reaccionar Enrique, sobre todo por aquello de la gravedad de su madre.
– Te juro, Mía, que con todo el cariño y respeto que siento por él, a mí aquello de la gravedad de su señora madre me suena a tongo, a trampa que les ha tendido a ti y a los niños para arrastrarlos hasta Chile y tenerlos a su lado. En fin, no sé qué decirte, Mía, pero digamos que es la gravedad menos grave que he logrado imaginar en mi vida. Pero bueno, el tiempo lo dirá. Yo, en todo caso, los estaré esperando a partir del primero de marzo, en el Gran Hotel del Centro. Creo que queda en una calle llamada 17 de septiembre, pero en todo caso está a pocos metros del Zócalo y cualquier taxista los llevará. Pero avísaselo a Enrique, por favor.
– ¿Tú cómo crees que lo tomará?
– Actuará como los amigos deben actuar con las mujeres que aman o amaron a sus amigos.
– Yo pertenezco a la primera categoría.
– En eso y en todo, Mía. O sea que nos vemos en México lindo y querido antes de que el tren silbe tres veces. Lo tendré todo reservado y listo.
– Y los niños serán felices en el bosque de Chapultepec y en el Museo de Antropología. Y yo escuchándote cantar cada noche.
– Y también yo seré feliz cada noche, pero cuando termine de cantar y los niños ronquen suavecito en la habitación de al lado.
Y así fue todo en la Ciudad de México. Tan perfecto como aquel inolvidable fin de semana con los niños, en Cuernavaca, cantándoles viejas nanas españolas, a veces, volando cometa, otras, hartándonos de tacos y enchiladas, matándonos todos de risa con los payasos de un circo tan pobre que de pronto el prestidigitador negro salía teñido de rubio y era el rey del trapecio alemán, Herr Boetticher, y unos minutos más tarde el domador ruso Vladimir Popov, e incluso al final se dio el lujo de perder raza, sexo y nacionalidad, para convertirse en la abominable mujer con barba del circo y de mentira.
Después, de regreso al Distrito Federal, y camino a otro aeropuerto más, para más adioses, Mía y yo vivimos la única despedida no triste de todas cuantas nos correspondieron en tantos y tantos años de vernos y de tener que dejar de vernos. Y es que los niños estaban encantados conmigo y yo con ellos y ahora el viaje para ellos iba a seguir igual de feliz en El Salvador, donde iban a volver a ver a los abuelos, a los tíos y a las tías, e igual de feliz iba a seguir también cuando llegaran donde papi, a Chile, donde eso sí, desgraciadamente, la abuelita paterna que iban a conocer se hallaba delicada de salud. Todo esto, para qué negarlo, si además es cierto que habla bastante bien de nosotros, hizo que Mía y yo nos despidiéramos, casi diría que encantados de la vida. En fin, el par de imbéciles que fuimos siempre en todo lo de nuestro amor y en lo del debido respeto a los demás, a sus caprichos y sentimientos, a sus virtudes y defectos, a sus exilios y borracheras, a sus portazos y hasta a sus botellazos en la cabeza. Definitivamente, Mister David Herbert Lawrence, los elefantes, esas gigantescas bestias, esos tremendos mastodontes, son lentísimos de domesticar.
San Salvador, 15 de marzo de 1982
Juan Manuel Carpio, mi amor,
¡Qué falta me has hecho en estos días! Fueron tan lindos y llenos de cosas los días de México. Me han dejado en limpio el recuerdo de ti tan fuerte y grande que me sonrío sola al sentirte cerca aún.
Aquí mi familia está bien. Los de la casa siguen tan entrañables [3] y acogedores, el mar tibio, las ostras ricas, el aire delicioso, los collares de Conchitas enternecedores. Mis árboles han crecido. Me ofrecen comprar la casa. No sé. En todo caso, nos quedaremos todo el mes de marzo y se verá. Me harán falta tus cartas en este tiempo. Escribe, si puedes, a: 189 Pasaje Romero. Colonia Flor. San Salvador.
Como siempre, en todo hay algo que se logra y algo que falla. Mi encuentro con la familia, excelente, en cambio mi amiga Charlotte y su marido abandonaron el país la semana pasada y con ellos Fabio, otro de mis más extrañables amigos de infancia. De manera que no veré casi amigos. Además, las bombitas, los disparitos y los muertitos siguen. O sea que salir es difícil. Sin Charlotte, Yves, su marido, Fabio (mi compadre, ¿te acuerdas?) y Clara, mis mejores amigos, salir no tiene gracia.
Pero ha ocurrido algo mucho peor por dentro de mí, al volver aquí, amor mío. Algo que quiero contarte, porque tú siempre me has ayudado a sentirme fuerte como Tarzán, pero de golpe como que se ha producido un descalabro en la selva y Tarzán se encuentra muy solo, totalmente arrinconado, acobardado, no se atreve a colgarse de una liana, ni siquiera a arrojarse al agua del río, por temor a los cocodrilos, que además están en las calles, en las casas, en las miradas de las personas, agazapados en cada esquina de la vida de este país.
Todo pasó así, mi amor, mi Juan Manuel Carpio, mi amado amigo. Llevé a Rodrigo a ver una película de Tarzán, una de las clásicas, de las de Johnny Weissmuller, de las más viejas, de cuando tú y yo éramos niños. Y no sé por qué me dio tanto miedo cuando apagaron la luz. Me dio un miedo muy muy fuerte que parece que no se me va a ir nunca más.
Ni siquiera pude entretenerme con las aventuras para niños de la película. Sólo miedo pude tener, y mucho, demasiado.
Pero lo peor vino a la salida, mi amor. Porque yo estaba tratando de que Rodrigo no se diera cuenta de nada, de que yo temblaba, de que me moría de miedo de estar en mi país, de estar con él en un cine y luego en una calle cualquiera de la ciudad, y en plena luz del día. Sí, yo estaba haciendo un esfuerzo realmente enorme para que Rodrigo no se diera cuenta absolutamente de nada, cuando lo oí preguntarme si Tarzán tenía amígdalas. Y cuanto más no le respondía yo, porque se me habían trabado la lengua y la garganta, porque la vida entera mía luchando por aquí y por allá se me había trabado en la lengua y la garganta, más me preguntaba él si Tarzán tenía amígdalas, por fin sí o no mamá, pero contesta.
Desde entonces me he encerrado en la sala, no como, y sólo oigo tu disco Motel Trinidad, que llevo conmigo por donde voy. Y sólo pienso una cosa, mientras lo escucho. Ir a México a encontrarme contigo, por más que se lo avisara a Enrique, ha sido trampear un poquito. ¿Será entonces ésa la magia? ¿Saber trampear un poquito y saberlo hacer a tiempo? En todo caso, hoy, bajo la enramada que cubre íntegro el gran ventanal de la sala, bajo este sol que adivino afuera, frente a aquel mar al que ya no quiero ni puedo ir sin ti, y con este airecito triste y negro que se me ha metido en la sala, te abrazo y te beso y como en la canción mexicana quisiera ser solecito para entrar por tu ventana.
Mi país, mi horrible y destrozado país. Tú, en todo caso, nunca más me vuelvas a llamar Tarzán, porque no lo soy. Y si me creí, gracias a un tiempo de californiana serenidad, en el que tu amor jamás me faltó, alumna aventajada de un gimnasio de Tarzanes, hoy, como diría tu venerado poeta y compatriota César Vallejo, refiriéndose a sus huesos húmeros, hoy a mí las amígdalas a la mala se me han puesto. Y ya tú sabes todo lo que una amigdalitis puede ocasionarle a Tarzán en plena selva: desde que se lo trague un león, hasta un honor, un orgullo y unas convicciones muy firmes, todo definitivamente perdido para siempre.
En mi nueva vida de mujer débil, me queda una cosa fuerte e inmensa: Te quiero, Juan Manuel Carpio, cantautor y amigo. Compañero. Gracias por México, y perdóname por abandonar el gimnasio, pero fíjate tú que no me preparó para volver a mi país, ni de visita, siquiera, entre tanta bombita, tanto amigo muerto o desaparecido, por la derecha y por la izquierda, y por delante y por detrás y por el norte, el sur, el este y el oeste de mi fragilísima salvadoreñidad.
Rodrigo, que anduvo con amigdalitis no hace mucho, me ha dado una tremenda lección. Un sólo detalle suyo bastó para que yo aprendiera un millón de cosas acerca de mí. La más nimia e infantil de sus preguntas me colocó tamaño espejo de cuerpo entero y me hizo verme tan flaca y demacrada, pero de golpe, porque en México no estuve ni siquiera delgada o pálida y me sentí bien bonita. En fin, todo esto me hace recordar que ese niñito (¡?) pronto va a cumplir ya los diez años.
En esta carta no me despido de ti, Juan Manuel Carpio.
Me encuentro demasiado débil y te tengo además en tu disco, tan fuertemente cuidándome.