– Eh oui, on finit jamais d'apprendre, a Paris, merde… Et on aura tout vu… Et vaut mieux prendre sa retraite… Ah, merde, ça oui, et ce soir même, que je te dis -le concluyó, al cabo de un rato, el conductor nocturno a su esposa, muriéndose de pena mientras le pedía otro aguardiente muy seco y sus pantuflas para siempre, putain.
Y, aunque dice que exagero, pero que, en fin, ella entiende que así es la libertad en el arte, Fernanda Mía nunca ha negado por completo, digamos, el contenido de aquella extensísima canción-protesta, con música e ideas mías pero con experiencias y letra suyas (el disco se vendió bastante bien en España y México, sobre todo, y repartimos ingresos que, en más de una oportunidad, a Mía la ayudaron una pizquita en sus mudanzas mil), según la cual tardó, de puro decente y burguesita podrida y niña bien tenía que ser, íntegra una semana en darse cuenta del lugar tan dramático en que se había metido, algo así como una mezcla de Ejército de Salvación, burdel arrepentido ma non troppo, Amnistía Internacional, y Centro No Lucrativo de Rehabilitación Juvenil La Recaída. Y ya empezaba a llenarse de amigas bastante exageradas en el vestir y pintarrajearse, esto sí que es verdad, Juan Manuel, cuando a la que peor gusto tenía de todas, a la más pintamonos, pobrecita, con lo buena que era en el fondo, se le descubrió tremenda recaída en lo prohibido y en plena Résidence de jeunes filles, nada menos, donde había montado toda una trata femenina de blancas para fetichistas de la recaída clandestina, con pías oraciones y todo. Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes, recién entonces, pensó que tal vez no sería mala idea llamar a su embajada y consultar, por un si acaso.
La sacaron de las orejas, por supuesto, y fue el propio Rafael Dulanto quien, por orden de su señor embajador, y con la más estricta reserva diplomático-policial, se encargó de recoger el equipaje de Fernanda María y de dejarla comodísimamente instalada en la residencia de la embajada, donde la señora embajadora lloró de pena y todo por los padres de Fernanda María, gente tan como nosotros, como debe ser, y se ocupó personalmente de vigilar día y noche, sobre todo de noche, a la párvula esta, no vaya a ser que, encima de lo que debe haberle costado su educación en Estados Unidos y Suiza a una gente que ya no está para esos sacrificios económicos y sobre todo que, si mal no recuerdo, son cuatro o cinco sus hermanas, o sea que con ella cinco o seis mujeres y ningún varón y es una fortuna ya muy dividida la de los del Monte Montes, no pues, no vaya a ser que encima de todo reincida Fernanda María en equivocarse, que así dice ella que ha sido todo, un error entre el francés de su internado y el más actualizado del mundo actual, aunque yo prefiero ver, para creer.
Pocas semanas después, Fernanda María resultó ser tan buena e inteligente y hacendosa, y haber estado tan pero tan equivocada, que el todo París centroamericano ya sabía la historia de la señorita del Monte Montes, en todo tipo de versiones e interpretaciones, pero siempre con felicísimo final de perdices mil, como en unas Mil y una noches, pero tan expurgaditas todas ya que tuvo que ser la propia Fernanda María la que les devolvió lo que de tremendo tuvieron sus siete noches entre el bien y el mal, con toditita su sal y su pimienta, para que fuera asimismo tremendamente divertido el asunto aquel tan feo en que se vio envuelta, de puro imbécil que la dejan a una esas buenas educaciones.
«Aunque ponga usted Fernanda del Monte, y punto, señor. Y aquí entre usted y yo, dejémonos ya de tanta joda de María de la Trinidad, de nombre, y de apellidos del Monte Montes, para colmo de males, porque así es la gente allá en mi pueblo, y a mucha honra, aunque aquí estamos en otro pueblo y yo lo que necesito es que mi nombre quepa en algún formulario…» A medio mundo le repetía esto Mía, mientras buscaba trabajo en cinco idiomas leídos y hablados que ni se nota cuál no es el suyo. Y todo el mundo quedaba como encantado de la vida con lo pelirroja y ojos verdes y narizudita linda que era la flaquita pecosa y tan despierta y vivaracha. ¿Qué era lo que buscaba exactamente Fernanda del Monte y punto, laboralmente? Pues cualquier cosa en la que pudiera ser muy útil y tomarse su tiempito libre para ir convalidando sus diplomas suizos y estudiar arquitectura pero sin costarle un centavo más a nadie nunca jamás, esto es lo que busco, señoras y señores, y se nombra In-de-pen-den-cia.
Y así, entre señoras y señores fue pasando una entrevista y un examen de prueba tras otro, Mía, y de la noche a la mañana y nuevamente como en Las mil y una noches, aunque nunca mejor dicho, en este caso, se convirtió en Correctora de estilo en jefe de Julio Cortázar, que trabajaba de Corrector de estilo en subalterno, en la Unesco, y asimismo le corregía el castellano de sus transmisiones para América latina a Mario Vargas Llosa y el de su redacción del Correo de la Unesco a los poetas Jorge Enrique Adoum, al que adoraba, y a otro al que no debía querer mucho que digamos, porque siempre se refirió a él con el calificativo de Argentino hasta la muerte, con un tonito bastante sentencioso en una persona tan per bene, en todo, como Mía, para qué, y eso a mí no me gustaba.
Porque fue entonces cuando la conocí por segunda vez, en lo que para mí, valgan verdades, era literalmente un mundo raro, un mundo que me quedaba grande, demasiado elegante, un mundo que comía y bebía en los lugares en los que yo, con muchísima suerte, lograba terminar una canción antes de que me sacaran a empujones, y ni siquiera con una pasadita de gorra.
Pero creo que ya es hora de que me vaya presentando, al menos como era entonces, creo yo. De nombre Juan Manuel Carpio, limeño de segunda generación, tórax andino y lo demás también aindiado, pues mi abuelo paterno era andahuaylino con quechua como lengua materna, y puneña, también con quechua predominante, mi abuela materna, aunque salieron adelante en su inmigración capitalina mis abuelos, y ya mi padre fue vocal de la Corte Superior y todo, y a mí me envió a la ya entonces cuatricentenaria Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Facultad de Letras, especialidad de literatura, con una vocación atroz, y, yo diría, casi renacentista, pues nada humano me era ajeno, cuando de escritura se trataba, o sea desde la Biblia hasta el boom latinoamericano, que es más o menos por donde andaba yo cuando zarpé a Europa con mi primera guitarra, tras haber ganado dos juegos florales y haberme convertido, ya con mi diploma en el bolsillo, en el poeta joven del año en que se nos va a París, como César Vallejo, pero con guitarra.
Porque también compongo la música para mis poemas, aunque esto sí que autodidactamente, pero con un espíritu tan abierto y unos horizontes tan vastos que realmente, buen conocedor del francés y el inglés, y también chamuscador de mi poquito de italiano y alemán, he logrado apretar casi tanto como he abarcado. A saber: desde la Canción de Rolando hasta el Mío Cid, pasando por Georges Brassens, Noel Coward, Cole Porter, Frank Sinatra, Drunky Beam, Tony Bennet, Dean Martin, Sammy Davis Jr., Edith Piaf, Yves Montand, Aretha, Sarah, Billie, Ella y Marlene, Los Panchos, Nat King Cole bilingüe, México lindo y querido, Carlitos Gardel, Lucho Gatica, Daniel Santos, Beny Moré, Atahualpa Yupanqui, Raimon, Joan Manuel Serrat, Luis Llach, Paco Ibáñez, Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, y un largo etcétera.
Y de mi país, en poesía, todo, desde Vallejo y Darío y Neruda y Martí y otra vez Vallejo y Darío y así todo otra vez, porque es una sola la patria de nuestra poesía desde Berceo y Quevedo y Cernuda (estoy hablando de 1967, por si acaso ignoro algo posterior) hasta Felipe Pinglo, el que después de laborar volvía a su humilde hogar, silbando valsecitos criollos como aquel en que hasta Dios amó, y, por lo tanto: El amor siendo humano, tiene algo de divino, amar no es un delito, porque, diablos, la que se armaría si de golpe Dios delinque con los tiempos que corren.
Pero Felipe Pinglo, por lo menos, era sastre, en Lima, mientras que yo en París usaba pal [2] frío y la nieve y el otoño y la lluvia la misma gorra que usaba para las monedas, en el momento de capa caída laboral que Luisa escogió para abandonarme en el vuelo chárter número 1313 del 13 de junio de 1967, con destino a Lima, Perú, vuelo de ida, nomás, matándome en el acto.
Pude componer las canciones más tristes de mi vida, esa noche, y de hecho las compuse y fueron veinte, en total, de pura coincidencia, lo juro. Eran tan increíblemente tristes mis canciones que ni yo ni nadie las pudo cantar nunca, y por ahí andan todavía, según me ha seguido contando siempre Fernanda Mía, que me las arranchó de entre estas manos un día de celos mortales y que, ni cambiándolas un poquito, con lo genial que escribe ella, ni poniéndose con todo su charm en el lugar de Luisa, ha logrado encontrar intérprete alguno ni empresa discográfica, mucho menos, para lo que ella ya llama sus derechos adquiridos, a fuerza de fugas de derecha y deportaciones de izquierda y países, ciudades y mudanzas mil, y siempre con mis veinte tristísimas canciones a cuestas, mi Fernanda María.
En fin, que si yo, en vez de amor, y en vez de Luisa y de París, hubiese hablado de Troya y de Helena y Paris, Fernanda María de la Trinidad del Monte hubiese tenido mucho de agente literario de Homero, o algo así, pues la verdad es que mis versos los lleva paseando tanto que tienen ya su buen trozo de leyenda adherida, y por su verdadero autor ni siquiera se pregunta ya, muchas veces, como si aquellos versos provinieran de la noche misma del tiempo.
Así, si alguien dijera que aquel autor ignoto pidió limosna, cual aeda ciego, de cortezuela en cortezuela, a lo mejor hasta le creen y además aciertan en lo de ciego, por lo del amor, y en lo de aeda, por lo de mi gorra de desconocido de a de veras, yo sí, al menos, y no como otros, no como el soldado desconocido, por ejemplo, que a mí, la verdad, me suena a persona importantísima y archiconocida, porque jefe de Estado que llega a París de Francia, lo primero que hace es salir disparado a llevarle su ramote de flores al más reconocido de los soldados.
En cambio, a mí ni por la gorra me reconocían en aquellos Entonces prehistóricos en los que, al fin y al cabo, Fernanda María de la Trinidad del Monte Montes y Juan Manuel Carpio, se volvieron a encontrar, al fin y al cabo, y cómo y cuánto y hasta qué punto y también para qué, ya… La verdad, ni Fernanda María ni yo merecimos jamás habernos conocido en tan mal momento y lugar. Si siquiera la hubiera conocido la primera vez que la vi y que ella también me vio. Bueno, también era un pésimo momento, la verdad, y perdónenme el que me vaya así tan por las ramas. Pero recuerden, por favor, que ya antes les advertí que la historia de Fernanda María, a la que pertenezco y punto, desde Roma, el 12 de febrero de 1967, o desde París, el 24 de diciembre de ese mismo año, según nuestro estado de ánimo, tiene toda una Prehistoria, y tiene además cantidades industriales de humo en la mirada.