El aroma de la esencia de rosas es tan penetrante que el molcajete que se utilizaba para moler los pétalos quedaba impregnado por varios días.
La encargada de lavarlo junto con los demás trastes que se utilizaban en la cocina era Gertrudis. Esta labor la realizaba después de comer, en el patio, pues aprovechaba para echar a los animales la comida que había quedado en las ollas. Además, como los trastes de cocina eran tan grandes, los lavaba mejor en el fregadero. Pero el día de las codornices no lo hizo, le pidió de favor a Tita que lo hiciera por ella. Gertrudis realmente se sentía indispuesta, sudaba copiosamente por todo el cuerpo. Las gotas que le brotaban eran de color rosado y tenían un agradable y penetrante olor a rosas. Sintió una imperiosa necesidad de darse un baño y corrió a prepararlo.
En la parte trasera del patio, junto a los corrales y el granero, Mamá Elena había mandado instalar una regadera rudimentaria. Se trataba de un pequeño cuarto construido con tablones unidos, sólo que entre uno y otro quedaban hendiduras lo suficientemente grandes como para ver, sin mayor problema, al que estuviera tomando el baño. De cualquier manera fue la primera regadera de la que el pueblo tuvo noticia. La había inventado un primo de Mamá Elena que vivía en San Antonio, Texas. Tenía una caja como a dos metros de altura con capacidad para cuarenta litros, a la cual se le tenía que depositar el agua con anterioridad, para que pudiera funcionar utilizando la fuerza de gravedad. Costaba trabajo subir las cubetas llenas de agua por una escalera de madera, pero después era una delicia sólo abrir una llave y sentir correr el agua por todo el cuerpo de un solo golpe y no en abonos, como sucedía cuando uno se bañaba a jicarazos. Años después los gringos le pagaron una bicoca al primo por su invento y lo perfeccionaron. Fabricaron miles de regaderas sin necesidad del mentado depósito, pues utilizaron tuberías para que funcionaran.
¡Si Gertrudis hubiera sabido! La pobre subió y bajó como diez veces cargando las cubetas. Estuvo a punto de desfallecer pues este brutal ejercicio intensificaba el abrasador calor que sentía.
Lo único que la animaba era la ilusión del refrescante baño que la esperaba, pero desgraciadamente no lo pudo disfrutar pues las gotas que caían de la regadera no alcanzaban a tocarle el cuerpo: se evaporaban antes de rozarla siquiera. El calor que despedía su cuerpo era tan intenso que las maderas empezaron a tronar y a arder. Ante el pánico de morir abrasada por las llamas salió corriendo del cuartucho, así como estaba, completamente desnuda.
Para entonces el olor a rosas que su cuerpo despedía había llegado muy, muy lejos. Hasta las afueras del pueblo, en donde revolucionarios y federales libraban una cruel batalla. Entre ellos sobresalía por su valor el villista ese, el que había entrado una semana antes a Piedras Negras y se había cruzado con ella en la plaza.
Una nube rosada llegó hasta él, lo envolvió y provocó que saliera a todo galope hacia el rancho de Mamá Elena. Juan, que así se llamaba el sujeto, abandonó el campo de batalla dejando atrás a un enemigo a medio morir, sin saber para qué. Una fuerza superior controlaba sus actos. Lo movía una poderosa necesidad de llegar lo más pronto posible al encuentro de algo desconocido en un lugar indefinido. No le fue difícil dar. Lo guiaba el olor del cuerpo de Gertrudis. Llegó justo a tiempo para descubrirla corriendo en medio del campo.
Entonces supo para qué había llegado hasta allí. Esta mujer necesitaba imperiosamente que un hombre le apagara el fuego abrasador que nacía en sus entrañas.
Un hombre igual de necesitado de amor que ella, un hombre como él.
Gertrudis dejó de correr en cuanto lo vio venir hacia ella. Desnuda como estaba, con el pelo suelto cayéndole hasta la cintura e irradiando una luminosa energía, representaba lo que sería una síntesis entre una mujer angelical y una infernal. La delicadeza de su rostro y la perfección de su inmaculado y virginal cuerpo contrastaban con la pasión y la lujuria que le salía atropelladamente por los ojos y los poros. Estos elementos, aunados al deseo sexual que Juan por tanto tiempo había contenido por estar luchando en la sierra, hicieron que el encuentro entre ambos fuera espectacular.
Él, sin dejar de galopar para no perder tiempo, se inclinó, la tomó de la cintura, la subió al caballo delante de él, pero acomodándola frente a frente y se la llevó. El caballo, aparentemente siguiendo también órdenes superiores, siguió galopando como si supiera perfectamente cuál era su destino final, a pesar de que Juan le había soltado las riendas para poder abrazar y besar apasionadamente a Gertrudis. El movimiento del caballo se confundía con el de sus cuerpos mientras realizaban su primera copulación a todo galope y con alto grado de dificultad.
Todo fue tan rápido que la escolta que seguía a Juan tratando de interceptarlo nunca lo logró. Decepcionados dieron media vuelta y el informe que llevaron fue que el capitán había enloquecido repentinamente durante la batalla y que por esta causa había desertado del ejército.
Generalmente, ésa es la manera en que se escribe la historia, a través de las versiones de los testigos presenciales, que no siempre corresponden a la realidad. Pues el punto de vista de Tita sobre lo acontecido era totalmente diferente al de estos revolucionarios. Ella habla observado todo desde el patio donde estaba lavando los trastes. No perdió detalle a pesar de que le interferían la visión una nube de vapor rosado y las llamas del cuarto de baño. A su lado, Pedro también tuvo la suerte de contemplar el espectáculo, pues habla salido al patio por su bicicleta para ir a dar un paseo.
Y como mudos espectadores de una película, Pedro y Tita se emocionaron hasta las lágrimas al ver a sus héroes realizar el amor que para ellos estaba prohibido. Hubo un momento, un solo instante en que Pedro pudo haber cambiado el curso de la historia. Tomando a Tita de la mano alcanzó a pronunciar: -Tita… Sólo eso. No tuvo tiempo de decir más. La sucia realidad se lo impidió. Se escuchó un grito de Mamá Elena preguntando qué era lo que pasaba en el patio. Si Pedro le hubiera pedido a Tita huir con él, ella no lo hubiera pensado ni tantito, pero no lo hizo, sino que montando rápidamente en la bicicleta se fue pedaleando su rabia. No podía borrar de su mente la imagen de Gertrudis corriendo por el campo… ¡completamente desnuda! Sus grandes senos bamboleándose de un lado a otro lo habían dejado hipnotizado. Él nunca había visto a una mujer desnuda. En la intimidad con Rosaura no había sentido deseos de verle el cuerpo ni de acariciárselo. En estos casos siempre utilizaba la sábana nupcial, que sólo dejaba visibles las partes nobles de su esposa. Terminado el acto, se alejaba de la recámara antes de que ésta se descubriera. En cambio, ahora, se había despertado en él la curiosidad de vera Tita por largo rato así, sin ninguna ropa.
Indagando, husmeando, averiguando cómo era hasta el último centímetro de piel de su monumental y atractivo cuerpo. De seguro que se parecía al de Gertrudis, no en balde eran hermanas.
La única parte del cuerpo de Tita que conocía muy bien, aparte de la cara y las manos, era el redondo trozo de pantorrilla que había alcanzado a verle en una ocasión. Ese recuerdo lo atormentaba por las noches. Qué antojo sentía de poner su mano sobre ese trozo de piel y luego por todo el cuerpo tal y como había visto hacerlo al hombre que se llevó a Gertrudis: ¡con pasión, con desenfreno, con lujuria!
Tita, por su parte, intentó gritarle a Pedro que la esperara, que se la llevara lejos, a donde los dejaran amarse, a donde aún no hubieran inventado reglas que seguir y respetar, a donde no estuviera su madre, pero su garganta no emitió ningún sonido. Las palabras se le hicieron nudo y se ahogaron unas a otras antes de salir.
¡Se sentía tan sola y abandonada! Un chile en nogada olvidado en una charola después de un gran banquete no se sentirla peor que ella. Cuántas veces sola en la cocina se habla tenido que comer una de estas delicias antes de permitir que se echara a perder. El que nadie se coma el último chile de una charola, generalmente sucede cuando la gente no quiere demostrar su gula y aunque les encantaría devorarlo, nadie se atreve. Y es así como se rechaza un chile relleno que contiene todos los sabores imaginables, lo dulce del acitrón, lo picoso del chile, lo sutil de la nogada, lo refrescante de la granada, ¡un maravilloso chile en nogada! ¡Qué delicia! Que contiene en su interior todos los secretos del amor, pero que nadie podrá desentrañar a causa de la decencia.
¡Maldita decencia! ¡Maldito manual de Carreño! Por su culpa su cuerpo quedaba destinado a marchitarse poco a poco, sin remedio alguno. ¡Y maldito Pedro tan decente, tan correcto, tan varonil, tan… tan amado!
Si Tita hubiera sabido entonces que no tendrían que pasar muchos años para que su cuerpo conociera el amor no se habría desesperado tanto en ese momento.
El segundo grito de Mamá Elena la sacó de sus cavilaciones y la hizo buscar rápidamente una respuesta. No sabia qué era lo que le iba a decir a su mamá, si primero le decía que estaba ardiendo la parte trasera del patio, o que Gertrudis se había ido con un villista a lomo de caballo… y desnuda.
Se decidió por dar una versión en la cual, los federales, a los que Tita aborrecía, habían entrado en tropel, habían prendido fuego a los baños y habían raptado a Gertrudis. Mamá Elena se creyó toda la historia y enfermó de la pena, pero estuvo a punto de morir cuando se enteró una semana después por boca del padre Ignacio, el párroco del pueblo -que quién sabe cómo se enteró-, que Gertrudis estaba trabajando en un burdel en la frontera. Prohibió volver a mencionar el nombre de su hija y mandó quemar sus fotos y su acta de nacimiento.
Sin embargo, ni el fuego ni el paso de los años han podido borrar el penetrante olor a rosas que despide el lugar donde antes estuvo la regadera y que ahora es el estacionamiento de un edificio de departamentos. Tampoco pudieron borrar de la mente de Pedro y Tita las imágenes que observaron y que los marcaron para siempre. Desde ese día las codornices en pétalos de rosas se convirtieron en un mudo recuerdo de esta experiencia fascinante.
Tita lo preparaba cada año como ofrenda a la libertad que su hermana había alcanzado y ponía especial esmero en el decorado de las codornices.
Éstas se ponen en un platón, se les vacía la salsa encima y se decoran con una rosa completa en el centro y pétalos a los lados, o se pueden servir de una vez en un plato individual en lugar de utilizar el platón. Tita así lo prefería, pues de esta manera no corría el riesgo de que a la hora de servir la codorniz se perdiera el equilibrio del decorado. Precisamente así lo especificó en el libro de cocina que empezó a escribir esa misma noche, después de tejer un buen tramo de su colcha, como diariamente lo hacía. Mientras la tejía, en su cabeza daban vueltas y vueltas las imágenes de Gertrudis corriendo por el campo junto con otras que ella imaginaba sobre lo que habría pasado más tarde, cuando se le perdió de vista su hermana. Claro que su imaginación era en este aspecto bastante limitada, por su falta de experiencia.