Hubo, pues, que dejarla descansar a solas en su cuarto; y no antes de quince días, pasados en la penumbra y el duelo, se consiguió que diera razón de sí en confidencias a una dama de su edad y compañía. Ahí declaró el suplicio de las semanas interminables que -como ella decía- debió pasar entregada a manos de increíbles orates: aquella doña María, seco sarmiento, ardiente, crujiente, llena la lengua de invectivas; aquellas infantas tiesas y taciturnas; aquellas oscuras dueñas, murmurando por la letrina de sus bocas; aquellos hombres, enzarzados siempre en querellas inacabables, levantando la voz hasta los gritos, quitándose la palabra unos a otros, enceguecidos, obcecados, olvidados de todo, posesos de quimeras… Y así, entre gentes tales de la mañana a la noche, un día y otro, como un objeto más de disputa, sin que hubiera quien la mirase a los ojos ni le hablara al corazón… Al fin y a la postre -explicaba-, de quien menos había tenido que padecer fue de don Pedro, el brutal esposo que la abandonó sin contemplaciones. Pues ¿por qué hubiera debido esperar trato distinto de su parte? ¿Acaso era él quien la solicitó en matrimonio. Se la habían entregado, como se entrega una res: eso era todo. Aún había sido demasiado gentil para con ella…
Entre tanto, el rey francés enviaba emisarios a los bastardos de Castilla, y concertaba con ellos la perdición de don Pedro- sus mejores hombres de guerra irían a combatir junto a don Enrique para que éste, debelando a su hermano, ciñera la corona real. Y así se hizo. Mesnadas grandes y famosas pasaron el Pirineo en ayuda del conde de Trastamara, y decidieron a favor suyo la suerte de la guerra. No faltó, dentro y fuera del reino, quien tildase de fea traición la del conde don Enrique; otros, para justificarlo, recordaban la degollación de su madre doña Leonor de Guzmán, la muerte alevosa del maestre don Fadrique, su hermano. Y el propio usurpador, que apoyaba su despecho en el ajeno, supo cosechar y agavillar en pro de su causa multitud de rencores viejos cuando resolvió asumir el título de rey para estandarte de su rebelión. Era hombre capaz de componer un discurso: calculaba muy bien sus palabras; decía lo que se estaba esperando oír de sus labios y, en el momento oportuno, dejaba salir de ellos lo que nadie esperaba. Así, a punto de emprender la campaña decisiva, reunió a sus gentes y -habiéndoles descrito la coalición invencible de todos los ofendidos por acciones del rey don Pedro- recordó a cada uno sus particulares agravios, golpeó una tras otra en todas las heridas y, por último, exhibió la baza triunfal que le proporcionaba la ayuda de Francia. ¿No había sonado acaso la hora de levantar un nuevo reinado, pródigo en venturas y en mercedes? Atizó, pues, la ira, alimentó la esperanza, despertó el entusiasmo, suscitó ambiciones, cebó codicias, y -arrebatados- sus amigos y parientes le ensalzaron con la púrpura real.
Poco tardaría en teñirse de ella las manos para conseguir el poder: lo obtuvo de la violencia; y no faltó tampoco quien, por el camino, leyera en su diestra ese destino cruento. "Alcanzarás, sí, la mayor grandeza; mas a costa, señor, de que esta mano derrame tu propia sangre", le predijo, en efecto, una adivina, tres jornadas antes del combate que debía entregarle el trono. Fue en ocasión que, a la cabeza de su hueste, entraba para hacer noche en una aldea. Con sólo un pequeño séquito había llegado don Enrique a la plaza del pueblo, donde los villanos divertían su tarde de domingo alrededor de unos titiriteros que, de paso para las ferias, daban en el atrio de la iglesia el espectáculo de sus bailes sarracenos. La proximidad del caudillo interrumpió la fiesta: cesó el tambor, se extinguió la estridencia del cornetín en un sollozo agrio, escapó el mono, y una cabra amaestrada que -grotesca y asombrosa- giraba su balumba sobre una perinola, saltó con repugnante pesadez sobre el taburete, cayendo al suelo. Desde lo alto de su caballo afrontaba don Enrique, altanero, la asustada curiosidad de los villanos; y entonces, una morilla danzadera acudió a echarle la suerte. Como el caballero se dejara tomar la mano, prometióle ella un porvenir magnífico, después de que con aquella misma mano -le dijo- "derrames tu propia sangre". No quiso él pedir aclaración del ambiguo presagio. Pero tres días más tarde, resuelto a favor suyo el decisivo encuentro, lo vio cumplirse en inexorable manera.
Las huestes del bastardo, ganada la batalla en los campos de Montiel, tenían en su poder el castillo, mientras que las de don Pedro acampaban al raso en la noche castellana, y ahí, entre sus tinieblas, a la espera del alba, se produjo el drama. Buenas voluntades, ansiosas de reconciliación, habían concertado a deshora una entrevista de los dos reyes… ¿Con qué espíritu acudirían a ella uno y otro? ¿Qué engaños prevenían, qué temores recelaban? Tal vez don Pedro, dócil en la adversidad a su viejo ayo, iba dispuesto a transigir para, salvando la corona, comprar tiempo al precio de concesiones; tal vez don Enrique, asustado de su fortuna, calculaba el modo de cohonestar su usurpación y disimular bajo los términos de un pacto la crudeza de su triunfo militar, mientras rodeado de sus mejores capitanes aguardaba en el salón al rey vencido. Pero cuando lo vio aparecer -joven, alto, erguido, arrogante- en la sola compañía de cuatro hombres, sintió que sus fuerzas desfallecían; un gran silencio acogió la presencia de don Pedro.
Llegado, pues, éste al centro de la sala, se detuvo allí, único bulto iluminado en aquella asamblea de sombras. Callaban todos en torno; y como se prolongara la vejación del silencio, vieron de pronto subirse a la cabeza del rey el vino de una espesa soberbia: rojo de ira, levantó la voz para preguntar quién de entre ellos era el traidor, el infame, el mal nacido, el bastardo conde de Trastamara. ¡En la palidez de la faz debiera haberlo conocido! Oyendo el improperio, don Enrique saltó de su asiento y acudió a realizar la imagen evocada: el puñal en alto, avanzó hacia el rey. Presos quedaron entonces ambos hermanos el uno del otro, en un abrazo de muerte.
Desde el umbral, interceptada a trechos su vista por los hombros de los capitanes que seguían sus alternativas, presenciaba don Juan Alfonso la lucha de que su propia vida pendía. Mientras duró, tuvo puestos sus cinco sentidos en el jadeante forcejeo; pero cuando -caídos ya, y revolcándose en el polvo los aferrados cuerpos- vio el anciano servidor que la mano de don Pedro se abría, y que soltaba su puñal, y que lo abandonaba en el suelo, volvió espaldas y emprendió la fuga. Gritos desconcertados oyó que lo perseguían por un rato. "¡A ése! ¡A ése!", clamaban desde lejos.
(1945)