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Resolvió entonces despedir al preceptor y maestro de doctrina, a ese doctor Bartolomé Pérez que con tanto cuidado había elegido siete años antes y del que, cuando menos, podía decirse ahora que había incurrido en lenidad, consintiendo a su pupila el tiempo libre para vanas conversaciones y una disposición de ánimo proclive a entretenerse en ellas con más intervención de los sentimientos que del buen juicio.

El obispo necesitó muchos días para aquilatar y no descartar por completo sus escrúpulos. Tal vez -temía-, distraído en los cuidados de su diócesis, había dejado que se le metiera el mal en su propia casa, y se clavara en su carne una espina de ponzoña. Con todo rigor, examinó de nuevo su conducta. ¿Había cumplido a fondo sus deberes de padre? Lo primero que hizo cuando Nuestro Señor le quiso abrir los ojos a la verdad, y las puertas de su Iglesia, fue buscar para aquella triste criatura, huérfana por obra del propio nacimiento, no sólo amas y criadas de religión irreprochable, sino también un preceptor que garantizara su cristiana educación. Apartarla en lo posible de una parentela demasiado nueva en la fe, encomendarla a algún varón exento de toda sospecha en punto a doctrina y conducta, tal había sido su designio. El antiguo rabino buscó, eligió y requirió para misión tan delicada a un hombre sabio y sencillo, este Dr. Bartolomé Pérez, hijo, nieto y biznieto de labradores, campesino que sólo por fuerza de su propio mérito se había erguido en el pegujal sobre el que sus ascendientes vivieron doblados, había salido de la aldea y, por entonces, se desempeñaba, discreto y humilde -tras haber adquirido eminencia en letras sagradas-, como coadjutor de una parroquia que proporcionaba a sus regentes más trabajo que frutos. Conviene decir que nada satisfacía tanto en él al ilustre converso como aquella su simplicidad, el buen sentido y el llano aplomo labriego, conservados bajo la ropa talar como un núcleo indestructible de alegre firmeza. Sostuvo con él, antes de confiarle su intención, tres largas pláticas en materia de doctrina, y le halló instruido sin alarde, razonador sin sutilezas, sabio sin vértigo, ansiedad ni angustia. En labios del Dr. Bartolomé Pérez lo más intrincado se hacía obvio, simple… Y luego, sus cariñosos ojos claros prometían para la párvula el trato bondadoso y la ternura de corazón que tan familiar era ya entre los niños de su pobre feligresía. Aceptó, en fin, el Dr. Pérez la propuesta del ilustre converso después que ambos de consuno hubieron provisto al viejo párroco de otro coadjutor idóneo, y fue a instalarse en aquella casa donde con razón esperaba medrar en ciencia sin mengua de la caridad; y, en efecto, cuando su patrono recibió la investidura episcopal, a él, por influencia suya, le fue concedido el beneficio de una canonjía. Entre tanto, sólo plácemes suscitaba la educación religiosa de la niña, dócil a la dirección del maestro. Mas, ahora… ¿cómo podía explicarse esto?, se preguntaba el obispo; ¿qué falla, qué fisura venía a revelar ahora lo ocurrido en tan cuidada, acabada y perfecta obra? ¿Acaso no habría estado lo malo, precisamente, en aquello -se preguntaba- que él, quizás con error, con precipitación, estimara como la principal ventaja: en la seguridad confiada y satisfecha del cristiano viejo, dormido en la costumbre de la fe? Y aun pareció confirmarlo en esta sospecha el aire tranquilo, apacible, casi diríase aprobatorio con que el Dr. Pérez tomó noticia del hecho cuando él le llamó a su presencia para echárselo en cara. Revestido de su autoridad impenetrable, le había llamado; le había dicho: «Óigame, doctor Pérez; vea lo que acaba de ocurrir: hace un momento, Marta, mi hija…» Y le contó la escena sumariamente. El Dr. Bartolomé Pérez había escuchado, con preocupado ceño; luego, con semblante calmo y hasta con un esbozo de sonrisa. Comentó: «Cosas, señor, de un alma generosa»; ése fue su solo comentario. Los ojos miopes del obispo lo habían escrutado a través de los gruesos vidrios con estupefacción y, en seguida, con rabiosa severidad. Pero él no se había inmutado; él -para colmo de escándalo- le había dicho, se había atrevido a preguntarle: «Y su señoría… ¿no piensa escuchar la voz de la inocencia?» El obispo -tal fue su conmoción- prefirió no darle respuesta de momento. Estaba indignado, pero, más que indignado, el asombro lo anonadaba ¿Qué podía significar todo aquello? ¿Cómo era posible tanta obcecación? O acaso hasta su propia cámara -¡sería demasiada audacia!-, hasta el pie de su estrado, alcanzaban… aunque, si se habían atrevido a valerse de su propia hija, ¿por qué no podían utilizar también a un sacerdote, a un cristiano viejo?… Consideró con extrañeza, como si por primera vez lo viese, a aquel campesino rubio que estaba allí, impertérrito, indiferente, parado ante él, firme como una peña (y, sin poderlo remediar, pensó: ¡bruto) a aquel doctor y sacerdote que no era sino un patán, adormilado en la costumbre de la fe y, en el fondo último de todo su saber, tan inconsciente como un asno. En seguida quiso obligarse a la compasión: había que compadecer más bien esa flojedad, despreocupación tanta en medio de los peligros. Si por esta gente fuera -pensó- ya podía perderse la religión: veían crecer el peligro por todas partes, y ni siquiera se apercibían… El obispo impartió al Dr. Pérez algunas instrucciones ajenas al caso, y lo despidió; se quedó otra vez solo con sus reflexiones. Ya la cólera había cedido a una lúcida meditación. Algo que, antes de ahora, había querido sospechar varias veces, se le hacía ahora evidentísimo: que los cristianos viejos, con todo su orgulloso descuido, eran malos guardianes de la ciudadela de Cristo, y arriesgaban perderse por exceso de confianza. Era la eterna historia, la parábola, que siempre vuelve a renovar su sentido. No, ellos no veían, no podían ver siquiera los peligros, las acechanzas sinuosas, las reptantes maniobras del enemigo, sumidos como estaban en una culpable confianza. Eran labriegos bestiales' paganos casi, ignorantes, con una pobre idea de la divinidad, mahometanos bajo Mahoma y cristianos bajo Cristo, según el aire que moviera las banderas; o si no, esos señores distraídos en sus querellas mortales, o corrompidos en su pacto con el mundo, y no menos olvidados de Dios. Por algo su Providencia le había llevado a él -y ojalá que otros como él rigieran cada diócesis- al puesto de vigía y capitán de la fe; pues, quien no está prevenido, ¿cómo podrá contrarrestar el ataque encubierto y artero, la celada, la conjuración sorda dentro de la misma fortaleza? Como un aviso, se presentaba siempre de nuevo a la imaginación del buen obispo el recuerdo de una vieja anécdota doméstica oída mil veces de niño entre infalibles carcajadas de los mayores: la aventura de su tío-abuelo, un joven díscolo, un tarambana, que, en el reino moro de Almería, habría abrazado sin convicción el mahometismo, alcanzando por sus letras y artes a ser, entre aquellos bárbaros, muecín de una mezquita. Y cada vez que, desde su eminente puesto, veía pasar por la plaza a alguno de aquellos parientes o conocidos que execraban su defección, esforzaba la voz y, dentro de la ritual invocación coránica, La ílaha illá llah, injería entre las palabras árabes una ristra de improperios en hebreo contra el falso profeta Mahoma, dándoles así a entender a los judíos cuál, aunque indigno, era su creencia verdadera, con escarnio de los descuidados y piadosos moros perdidos en zalemas… Así también, muchos conversos falsos se burlaban ahora en Castilla, en toda España, de los cristianos incautos, cuya incomprensible confianza sólo podía explicarse por la tibieza de una religión heredada de padres a hijos, en la que siempre habían vivido y triunfado, descansando, frente a las ofensas de sus enemigos, en la justicia última de Dios. Pero ¡ah! era Dios, Dios mismo, quien lo había hecho a él instrumento de su justicia en la tierra, a él que conocía el campamento enemigo y era hábil para descubrir sus espías, y no se dejaba engañar con tretas, como se engañaba a esos laxos creyentes que, en su flojedad, hasta cruzaban (a eso habían llegado, sí, a veces: él los había sorprendido, los había interpretado, los había descubierto), hasta llegaban a cruzar miradas de espanto -un espanto lleno, sin duda, de respeto, de admiración y reconocimiento, pero espanto al fin- por el rigor implacable que su prelado desplegaba en defensa de la Iglesia. El propio Dr. Pérez ¿no se había expresado en más de una ocasión con reticencia acerca de la actividad depuradora de su Pastor?

– Y, sin embargo, si el Mesías había venido y se había hecho hombre y había fundado la Iglesia con el sacrificio de su sangre divina ¿cómo podía consentirse que perdurara y creciera en tal modo la corrupción, como si ese sacrificio hubiera sido inútil?

Por lo pronto, resolvió el obispo separar al Dr. Bartolomé Pérez de su servicio. No era con maestros así como podía dársele a una criatura tierna el temple requerido para una fe militante, asediada y despierta; y, tal cual lo resolvió, lo hizo, sin esperar al otro día. Aun en el de hoy, se sentía molesto, recordando la mirada límpida que en la ocasión le dirigiera el Dr. Pérez. El Dr. Bartolomé Pérez no había pedido explicaciones, no había mostrado ni desconcierto ni enojo: la escena de la destitución había resultado increíblemente fácil; ¡tanto más embarazosa por ello! El preceptor había mirado al señor obispo con sus ojos azules, entre curioso y, quizás, irónico, acatando sin discutir la decisión que así lo apartaba de las tareas cumplidas durante tantos años y lo privaba al parecer de la confianza del Prelado. La misma conformidad asombrosa con que había recibido la notificación, confirmó a éste en la justicia de su decreto, que quién sabe si no le hubiera gustado poder revocar, pues, al no ser capaz de defenderse, hacer invocaciones, discutir, alegar y bregar en defensa propia, probaba desde luego que carecía del ardor indispensable para estimular a nadie en la firmeza. Y luego, las propias lágrimas que derramó la niña al saberlo fueron testimonio de suaves afectos humanos en su alma, pero no de esa sólida formación religiosa que implica mayor desprendimiento del mundo cotidiano y perecedero.

Este episodio había sido para el obispo una advertencia inestimable. Reorganizó el régimen de su casa en modo tal que la hija entrara en la adolescencia, cuyos umbrales ya pisaba, con paso propio; y siguió adelante el proceso contra su concuñado Lucero sin dejarse convencer de ninguna consideración humana. Las sucesivas indagaciones descubrieron a otros complicados, se extendió a ellos el procedimiento, y cada nuevo paso mostraba cuánta y cuán honda era la corrupción cuyo hedor se declaró primero en la persona del Antonio María. El proceso había ido creciendo hasta adquirir proporciones descomunales; ahí se veían ahora, amontonados sobre la mesa, los legajos que lo integraban; el señor obispo tenía ante sí, desglosadas, las piezas principales: las repasaba, recapitulaba los trámites más importantes, y una vez y otra cavilaba sobre las decisiones a que debía abocarse mañana el tribunal. Eran decisiones graves. Por lo pronto, la sentencia contra los procesados; pero esta sentencia, no obstante su tremenda severidad, no era lo más penoso; el delito de los judaizantes había quedado establecido, discriminado y probado desde hacía meses, y en el ánimo de todos, procesados y jueces, estaba descontada esta sentencia extrema que ahora sólo faltaba perfilar y formalizar debidamente. Más penoso resultaba el auto de procesamiento a decretar contra el Dr. Bartolomé Pérez, quien, a resultas de un cierto testimonio, había sido prendido la víspera e internado en la cárcel de la Inquisición. Uno de aquellos desdichados, en efecto, con ocasión de declaraciones postreras, extemporáneas y ya inconducentes, había atribuido al Dr. Pérez opiniones bastante dudosas que, cuando menos, descubrían este hecho alarmante: que el cristiano viejo y sacerdote de Cristo había mantenido contactos, conversaciones, quizás con el grupo de judaizantes, y ello no sólo después de abandonar el servicio del prelado, sino ya desde, antes. El prelado mismo, por su parte, no podía dejar de recordar el modo extraño con que, al referirle él, en su día, la intervención de la pequeña Marta a favor de su tío, Lucero, había concurrido casi el Dr. Pérez a apoyar sinuosamente el ruego de la niña. Tal actitud, iluminada por lo que ahora surgía de estas averiguaciones, adquiría un nuevo significado. Y, en vista de eso, no podía el buen obispo, no hubiera podido, sin violentar su conciencia, abstenerse de promover una investigación a fondo, tal como sólo el procesamiento la consentía. Dios era testigo de cuánto le repugnaba decretarlo: la endiablada materia de este asunto parecía tener una especie de adherencia gelatinosa, se pegaba a las manos, se extendía y amenazaba ensuciarlo todo: ya hasta le daba asco. De buena gana lo hubiera pasado por alto. Mas ¿podía, en conciencia, desentenderse de los indicios que tan inequívocamente señalaban al Dr. Bartolomé Pérez? No podía, en conciencia; aunque supiera, como lo sabía, que este golpe iba a herir de rechazo a su propia hija… Desde aquel día de enojosa memoria -y habían pasado tres años, durante los cuales creció la niña a mujer-, nunca más había vuelto Marta a hablar con su padre sino cohibida y medrosa, resentida quizás o, como él creía, abrumada por el respeto. Se había tragado sus lágrimas; no había preguntado, no había pedido -que él supiera- ninguna explicación. Y, por eso mismo tampoco el obispo se había atrevido, aunque procurase estorbarlo, a prohibirle que siguiera teniendo por confesor al Dr. Pérez. Prefirió más bien -para lamentar ahora su debilidad de entonces- seguir una táctica de entorpecimiento, pues que no disponía de razones válidas con que oponerse abiertamente… En fin, el mal estaba hecho. ¿Qué efecto le produciría a la desventurada, inocente y generosa criatura el enterarse, como se enteraría sin falta, y saber que su confesor, su maestro, estaba preso por sospechas relativas a cuestión de doctrina? -lo que, de otro lado, acaso echara sombras, descrédito, sobre la que había sido su educanda, sobre él mismo, el propio obispo, que lo había nombrado preceptor de su hija… “Los pecados de los padres…” -pensó, enjugándose la frente.

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