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No fue el sol lo que, ausentemente, quemó la mejilla del gringo viejo junto a la ventana. Era un fuego en el llano. El sol ya se había puesto. El fuego tomó su lugar.

– Ah qué los muchachos -suspiró con una especie de orgullo el general Arroyo.

Corrió hasta la plataforma trasera del carro y el viejo lo siguió con toda la dignidad posible.

– Ah qué los muchachos. Se me adelantaron.

Señaló hacia el incendio y le dijo, mira viejo, la gloria de los Miranda convertida en puritito humo. Les había dicho a los muchachos que llegaría al atardecer. Se le adelantaron. Pero no le quitaron su placer, sabían que éste era su placer, llegar cuando la hacienda agarraba fuego.

– Buen cálculo, gringo.

– Mal negocio, general.

La banda tocó la marcha Zacatecas cuando el tren entró a la estación de la Hacienda Miranda. El gringo no pudo distinguir el olor de hacienda quemada del olor de tortilla quemada. Una niebla espesa y cenicienta envolvía a hombres y mujeres, niños y cocinas improvisadas, caballos y ganado suelto, trenes y carretas abandonadas. El griterío de las órdenes del coronelito Frutos García e Inocencio Mansalvo se dejaba oír encima del otro tumulto, insensible y casi natural:

– Convoy, alt…!

– ¡El maíz del caballo de mi general!

– !Brigada alerta!

– ¡Vamos a echarnos un zarampahuilo!

Ladraron los perros cuando el general Arroyo descendió del carro y se puso su sombrerote cuajado de parrería de plata como una corona de guerra sobre su faz ensombrecida. Levantó la mirada y vio al gringo. Por primera vez, el viejo mostraba miedo. Los perros le ladraban al extranjero que no se atrevía a dar el siguiente paso sobre el peldaño para bajar a tierra.

– A ver -le ordenó a Inocencio Mansalvo-, espántele los perros aquí al general gringo -luego le sonrió-. Ah, qué mi gringo valiente. Los federales son más bravos que cualquier canijo perrito de éstos.

No había placer en la cara de Arroyo mientras el gringo viejo lo siguió, alto y desgarbado, contrastando con la forma más baja, joven, muscular y dramática del general, caminando por el llano polvoso más allá de la estación al vasto caserío en llamas con un clamor metálico de espuelas y cinturones y pistolas y artillería rápidamente retirada y el murmullo tardío del viento del desierto sobre las únicas hojas a la mano: las del sombrero de mi general.

Un silbido colectivo se impuso a todos y el gringo viejo miró, con un temblor atávico, las filas de los colgados de los postes de telégrafo, con las bocas abiertas y las lenguas de fuera. Todos silbaban, meciéndose en el suave viento desértico, desde la alameda que progresaba hacia la hacienda incendiada.

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