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Como no supo qué contestar a esto, Harriet hizo un intento débil por decirle a la mujer que ella también tuvo un amante en su país, un hombre tierno y entero, un hombre distinguido y responsable, un… Miró los ojos de la mujer con cara de luna y no pudo continuar.

– Estás libre, gringa -le había dicho Arroyo al dejarla esa tarde, y ella le había contestado que no, ése no era amor de verdad, pero qué le iba a decir si regresaba otra vez, esta noche, un poco borracho, a decirle que no le bastaba una vez, que el dolor del gringo viejo no era nada junto al dolor de él, el dolor de no tenerla a ella otra vez, de seguirla deseando, imaginándola desnuda en sus brazos, acariciarla…

– Ya no tienes nada que desear o imaginar, general Arroyo.

– No me castigues, por favorcito.

– ¿Preferirlas imaginarme? Ahora hablas como un hombre que conocí una vez. También él prefería imaginarme mientras tomaba a otras, para que yo fuera su chica ideal. Quizás mi destino es vivir en la imaginación de los hombres.

Arroyo dijo que no conocía la historia personal de Harriet, ni quería saberla. ¿Quizás ella también sentía que se había desquitado?

– Todos somos gente resentida, unos más que otros -le dijo Tomás Arroyo-. A todos nos gusta la venganza. Aquí la llamamos por su nombre. ¿Cómo la llaman ustedes?

– Caridad… destino… -murmuró Harriet Winslow.

Admitió que sí quería matar al gringo viejo la noche de la batalla y luego decirle a ella que murió como un cobarde. ¿Qué quería ella, de veras? ¿Tener un padre como el gringo viejo, o ser como su padre con Arroyo? Ella tembló al oír esto y le dijo habla, habla, para que dijera otra cosa, no esa que acababa de decir.

Arroyo pensó antes de decidirse a quererla que nunca iba a saber por qué el gringo viejo no mató al coronel y perdió así la oportunidad de ganarse la confianza del jefe.

– Esa fue la primera cosa que me dije, gringa -le comunicó en seguida su duda-. La segunda fue: Arroyo, si matas al gringo viejo nunca va a ser tuya la gringuita. Entonces un diablito se me metió en la cabeza y me dijo: Arroyo, puede que las dos razones sean la misma. Ni tú ni el gringo quieren perder a esta linda mujer. Y los dos saben que ella nunca amaría a un asesino.

Esto la desesperó. ¿Cómo contaba Arroyo sus muertos? ¿Los del nuevo día borraban a los del anterior? ¿Cada mañana era borrón de sangre y cuenta nueva de muerte? Mañana, mañana… Dijo que no le importaba nada de lo que dijera ya. Pudo haber dicho lo que quisiera. Pudo haberle inventado otro destino al viejo. Le gritó que la estaba hiriendo en su fe más profunda. Le pidió que le creyera: ella no pensaba como él, le costaba seguirlo, no debían verse más, una sola vez para hacerse una promesa y darse un placer, lo admitía, pero no para reinventarse un destino, el propio y el ajeno también. Esa no era su fe, dijo sollozando Harriet Winslow. Sólo Dios puede hacer eso.

– No un hombre como tú.

– Pude haberlo matado.

– Entonces nunca me hubieras poseído, tienes razón. Sólo estuve contigo porque me dijiste que querías matarlo. Eso me dijiste en el apretujón de la capilla, agarrándome los brazos.

– Oye, ¿qué es esa rueda en tu brazo derecho?

– Es una vacuna. Pero contéstame. Ahora debes cumplir tu promesa.

– Estás libre, gringa. ¿Vacuna?

– ¿Me enseñaste a descubrir el amor sin amar? Esta no es la verdadera libertad de una mujer, te equivocas.

Y otra vez:

– ¿No te gustó, gringuita?, dime si no te gustó, con o sin promesa, verdad que te gustó y quieres más, gringuita preciosa, muchachita dulce, gringuita mía mi amante cariñosa, amando de verdad por la primen vez, con tu vacuna y todo, yo sé, ¿no te gustó mi amor nuestro amor gringuita?

– Si.

Y esto Harriet Winslow nunca se lo perdonó a Tomás Arroyo.

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