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Los hombres y mujeres de la tropa de Arroyo se miraban a sí mismos. Paralizados por sus propias imágenes, por el reflejo corpóreo de su ser, por la integridad de sus cuerpos. Giraron lentamente, como para cerciorarse de que ésta no era una ilusión más. Fueron capturados por el laberinto de espejos. El viejo se dio cuenta de que la señorita Harriet y él ni siquiera se habían fijado en los espejos al entrar, ambos condicionados sin duda a los salones de baile, él en los grandes y modernos hoteles construidos en San Francisco después del terremoto, ella en algún baile militar en Washington, en alguna invitación elegante de su novio.

El viejo sacudió la cabeza: no miró los espejos al entrar porque sólo tuvo ojos para miss Harriet.

Uno de los soldados de Arroyo adelantó un brazo hacia el espejo.

– Mira, eres tú.

Y el compañero señaló hacia el reflejo del otro.

– Soy yo.

– Somos nosotros.

Las palabras hicieron la ronda, somos nosotros, somos nosotros, y una guitarra se dejó oír, una voz se unió a otra, los de la caballería entraron también y volvió a haber fiesta y baile y broma en la hacienda de los Miranda, insensible a la presencia de los gringos, pero empezó una polka norteña junto con la aparición de un acordeón y las espuelas de los jinetes se arrastraron al bailar sobre el fino piso taraceado, rasgándolo y astillándolo. El viejo detuvo el impulso de Harriet.

– Es su fiesta -le dijo el viejo-. No se meta usted.

Ella se liberó de la mano del viejo con la fuerza de su enojo.

– Están destruyendo el parqué.

Él la tomó del brazo, irritado:

– Usted no lo pagó. Le digo que no se meta.

– ¡Soy responsable! -exclamó Harriet Winslow hinchada de orgullo-. El señor Miranda me pagó un mes por adelantado. Yo me encargaré de que su propiedad sea respetada durante su ausencia. ¡Le digo que soy responsable!

– ¿De manera que no piensa regresarse a casa, señorita?

La mujer se sonrojó como él lo hubiera hecho si no hubiese definido ya, en su cabeza, las razones para no regresar nunca a casa.

– ¡Claro que no! ¡Después de lo que he visto aquí hoy en la noche!

Tomó un trago de aire y dejó que se asentara en sus pulmones. Dijo que salió del colegio con altas calificaciones, pero luego se dio cuenta de que no le gustaba darles clases a niños que ya pensaban igual que ella. Le faltaba el desafío, el estímulo. Quedarse en los Estados Unidos hubiera sido sucumbir a la rutina. Sintió que venir a México era su deber.

– Puesto que los niños a los que vine a instruir se han marchado, me quedaré a instruir a estos niños -dijo con un tono de voz en el que su vergüenza y su orgullo encontraron un mismo nivel.

Los hombres y las mujeres de la tropa y de la aldea, mezclados, bailaban y se besaban furtivamente, alejados ya de la percepción turbadora de otra presencia: la de sí mismos en los espejos.

– No los conoce usted. No los conoce para nada -dijo el viejo, tratando de aplazar una respuesta hacia ella que él no quería dar: un desprecio compasivo, una banderilla de su antiguo ser, antes de la decisión de venir a México.

Untó otro pensamiento sobre éste, como mantequilla sobre pan tostado: ¿se había mirado Harriet Winslow en los espejos al entrar aquí? Pero ella estaba contestando ya a la afirmación,del viejo, con toda su confianza recobrada: "Y ellos no me conocen a mí."

– Mírelos, lo que esta gente necesita es educación, no rifles. Una buena lavada seguida de unas cuantas lecciones sobre cómo hacemos las cosas en los Estados Unidos, y se acabó este desorden…

– ¿Los va a civilizar? -dijo secamente el viejo.

– Exactamente. Y desde mañana mismo.

– Espérese -dijo el viejo-. De todos modos, esta noche tiene que dormir en alguna parte.

– Ya le dije que yo me encargo de este lugar mientras regresan los legítimos dueños. ¿No haría usted lo mismo?

– No hay tal lugar. Está quemado. Los dueños no van a regresar. Usted no se va a quedar a educar a nadie. De repente la educan a usted primero, miss Winslow, y de una manera poco agradable.

Ella lo miró con asombro.

– Parecía usted un caballero, señor.

– Lo soy, señorita, le juro que lo soy, y por eso mismo voy a protegerla.

La barrió como a una muñeca, la levantó del parqué destruido a sus hombros viejos pero fuertes y la sacó ahogada del asombro, multiplicada como por un sueño de plata reverberante en el bosque de espejos; la sacó de la burbuja de música y vidrio tan misteriosamente respetada, salvada del fuego que el general mandó prender, y los dos gringos se fueron en medio de las burlas y los aullidos y la alegría del organillo de la victoria: ella luchando y pataleando en el aire frío del desierto entre las fogatas y el humo de estiércol y tortillas.

– Tú ocúpate de ella, general indiano.

Se dio cuenta de que el único refugio para él mismo era la protección ofrecida por el oscuro y ensimismado general Arroyo. El gringo había caído en la trampa del joven revolucionario. Había estado a punto de llevar a Harriet Winslow al fastuoso carro del ferrocarril, al burdel privado de un guerrillero analfabeto, con la cabeza llena de memorias de la injusticia, pero de todos modos un hombre que ni siquiera sabía leer y escribir. Miró a Harriet Winslow, preguntándole lo que se preguntaba a si mismo. ¿Tenía razón la mujer?

La depositó cuidadosamente sobre la tierra y la abrazó antes de mirar a su alrededor a los hombres y mujeres del ejército revolucionario de Chihuahua, envueltos en sus sarapes alrededor de las fogatas.

Harriet y el gringo se miraron desconsolados, reflejando cada uno su desolación en los ojos del otro. El desierto de noche es una gran bóveda al aire libre: la recámara abierta más grande del mundo. Abrazados los dos, sintieron que se hundían en el fondo de un gran lecho: el del océano que alguna vez ocupó este plato de grava y luego se retiró, dejando el páramo habitado por todos los espectros del agua: los mares, los océanos, los ríos que aquí fueron o pudieron ser.

– Harriet: ¿te viste en el espejo del salón de baile cuando entramos hoy en la noche?

– No sé. ¿Por qué?

Ella quería preguntarle: ¿Tú estás en esto luchando también? ¿Cuál es tu lugar aquí? Antes de quemar la hacienda todos dijeron que ésta era una campaña urgente, tenían que hacer las cosas de prisa, sin miramientos, o perderían la revolución. Colgaron de los postes a todos los federales que encontraron. Están silbando, ¿los oyes? lEs terrible! ¿Estás con ellos? ¿Tú luchas con ellos? ¿Estás en peligro de morir aquí?

El viejo sólo repitió la pregunta, ¿te viste en el espejo…?

Ella no pudo contestar porque una mujer pequeña envuelta en rebozo azul, su cara tan redonda como la de la luna ausente, sus ojos como almendras tristes, salió del carro del general y dijo que la señorita debía dormir con ella. El general estaba esperando al viejo. Mañana iban a pelear.

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