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– O sea, que cada una de esas doce cavidades semicirculares tiene un viento en la parte superior -comentó la Roca sin moverse del sitio.

En efecto, allí estaban los doce hijos del temible Eolo, adorados en la Antigüedad como dioses por ser la manifestación más poderosa de la Natu raleza. Para los griegos, y no sólo para ellos, los vientos eran las divinidades que mudaban las estaciones favoreciendo la vida, las que formaban las nubes y provocaban las tempestades, las que movían los mares y enviaban las lluvias, y era cosa de ellas, además, que los rayos del sol calentaran la tierra o la quemaran. Pero, por si esto no era suficiente, tomaron conciencia de que el ser humano se extinguía si el viento no entraba en su cuerpo a través de la respiración, de modo que de estos dioses dependía enteramente la vida.

Siguiendo el sentido de las agujas del reloj, podía verse, en primer lugar, al viejo Bóreas en toda su rudeza, tal y como lo había descrito Farag; a continuación a Helespontio -simbolizado por una tormenta-; luego a Afeliotes -un campo lleno de frutas y grano-; al benéfico Euro -«el viento bueno» del este, «el que fluye bien», que aparecía como un hombre de edad madura con una incipiente calvicie-; a Euronoto; a Noto -el viento del sur, presentado como un joven cuyas alas goteaban rocío-; a Libanoto; a Libs -un adolescente imberbe de hinchados carrillos que portaba un aphlaston [46]-; al joven Zéfiro, el viento del oeste, quien, junto con su amante, la ninfa Cloris, derramaba flores sobre su negro hothros; a Argestes -mostrado como una estrella-; a Trascias, coronado de nubes; y, por último, al horrible Aparctias, con su cara barbuda y su ceño fruncido. Entre estos dos, se hallaba la boca condenada de la caverna por la que habíamos llegado hasta allí. Los cuatro vientos cardinales, Bóreas, Euro, Noto y Zéfiro, estaban representados por las figuras más grandes y acabadas; los demás, por figuras menores y de inferior calidad. La belleza de las imágenes, de nuevo de factura bizantina, era comparable a la de los relieves del suelo de la Cloaca Máxima, aquellos que hablaban de la soberbia. Sin duda el artista había sido el mismo y era una pena que su nombre no hubiera quedado registrado para la historia, pues su trabajo estaba a la altura de los mejores. Era posible, incluso -aunque eso habría que estudiarlo-, que sólo hubiera trabajado para la hermandad, lo que confería un valor exclusivo y añadido a su obra.

– ¿Y el sarcófago? -preguntó de pronto Glauser-Róist, abandonando el examen de los vientos.

– Es impresionante, ¿verdad? -murmuré, acercándome-. Las dimensiones son descomunales. Observe, capitán, que la lauda queda a la altura de su cabeza.

– Pero ¿quién está enterrado dentro?

– No estoy segura. Necesito examinar el altorrelieve del lateral superior.

Farag se aproximó también a la mole de pórfido, observándola con curiosidad. Yo me dirigí hacia la cabecera para contemplar el último de los grabados antes de atreverme a aventurar la delirante hipótesis que tenía en la cabeza. Pero todas mis dudas se vinieron abajo en cuanto reconocí el perfil clásico que aparecía delicadamente tallado en el lauraton de la roca púrpura: rodeado por una corona de laurel, podía distinguirse el mismo rostro de ojos elevados y cuello de toro que aparecía en los solidus, la pieza de oro conocida actualmente entre los historiadores como el dólar medieval, la poderosa moneda creada en el siglo IV por el emperador Constantino el Grande.

– ¡No es posible! -gritó Farag, haciéndome dar un brinco-. ¡Ottavia no vas a creerte lo que pone aquí!

Busqué inútilmente a Farag con la mirada, intentando localizar el origen de su voz, pero no lo conseguí hasta que su siguiente grito, justo encima de mí, me hizo levantar la cabeza. Allá arriba, a cuatro patas sobre la lauda del sarcófago, estaba el mismísimo profesor Boswell, con los ojos abiertos de par en par y un rictus de estupor en la cara.

– ¡Ottavia, te juro que no me vas a creer! -seguía gritando-. ¡Te juro que no me vas a creer pero es cierto, Ottavia!

– ¡Deje de decir tonterías, profesor! -vibró la voz del capitán a mi derecha-. ¿Quiere hacer el favor de explicarse?

Pero Farag siguió ignorándole y mirándome a mí con cara de loco.

– ¡Basileia, te lo aseguro, es increíble! ¿Sabes lo que pone aquí encima? ¿Sabes lo que pone?

Mi corazón se disparó al oír que, de nuevo, me llamaba Basileia.

– Si no me lo dices -vacilé, tragando saliva-, dudo que pueda adivinarlo, aunque tengo una ligera sospecha.

– ¡No, no, no la tienes! ¡Imposible! ¡Ni en un millón de años averiguarías el nombre del muerto que está aquí dentro!

– ¿Cuánto te apuestas? -le dije, burlona.

– ¡Lo que quieras! -exclamó muy convencido-. ¡Pero no subas mucho la oferta porque vas a perder!

– El emperador Constantino el Grande -afirmé-, hijo de la emperatriz Santa Helena, la que descubrió la Vera Cruz.

Su cara reflejó una sorpresa mayúscula. Se quedó en suspenso unos segundos y luego balbució:

– ¿Cómo lo has adivinado?

– Por las escenas grabadas en el pórfido. Una de ellas exhibe la cara del emperador.

– ¡Menos mal que no apostamos nada!

Según Farag, en la lauda, además del Crismón del emperador, había una sencilla inscripción que rezaba Konstantinos enesti, es decir, «Constantino está aquí». Aquel era el descubrimiento más grande de la historia, el hallazgo más importante de cuantos se habían producido en los últimos siglos. En algún momento, entre el año 1000 y el 1400, la tumba de Constantino se perdió para siempre bajo el polvo de las sandalias de los cruzados, los persas o los árabes. Sin embargo, nosotros, ahora, nos encontrábamos junto al sarcófago del primer emperador cristiano, del fundador de Constantinopla, y esto venía a demostrar, una vez más, que los staurofílakes estuvieron siempre dispuestos a salvar cualquier cosa que tuviera que ver con la Vera Cruz. En cuanto esta dichosa alegoría del Purgatorio estuviera resuelta y tras terminar, como pensaba, con mis muchos años de trabajo en el Archivo Secreto, me encerraría en la casa irlandesa de Connaught y prepararía una serie de artículos sobre la Verdadera Cruz, los staurofílakes, Dante Alighieri, Santa Helena y Constantino el Grande, y daría a conocer al mundo entero el emplazamiento de los importantes restos del emperador. No albergaba la menor duda de que ganaría todos los premios académicos conocidos y eso me ayudaría mucho a restañar mi vanidad, herida tras dejar el todopoderoso Vaticano.

– No creo que el emperador Constantino esté ahí dentro -declaró la Roca de improviso. Farag y yo nos quedamos atónitos mirándole-. ¿No entienden que es imposible? Un personaje tan significativo no ha podido terminar sus días formando parte de las pruebas iniciáticas de una secta de ladrones.

– ¡Venga, Kaspar, no sea escéptico! -repuso Farag, iniciando el descenso-. Estas cosas pasan. En Egipto, por ejemplo, cada día se descubren nuevos yacimientos arqueológicos con las cosas más inverosími… ¡Eh! ¿Qué es esto? -exclamó de pronto. La lauda del sarcófago había iniciado un lento desplazamiento y estaba a punto de tirarlo al suelo, empujándole por el cuello.

– ¡Salta, Farag! -le urgí-. ¡Déjate caer!

– ¿Qué ha hecho, profesor? -bramó la Roca.

– Nada, Kaspar, se lo aseguro -declaró Boswell dando un atrevido salto con pirueta hasta las losas de mármol-. Sólo he apoyado los pies en las argollas de oro para bajar mejor.

– Pues está claro que esa era la forma de abrir el sarcófago -murmuré, mientras la plancha de pórfido terminaba su deslizamiento con un áspero chasquido.

Usando como estribo una de las cabezas de león y sujetándose al borde del sepulcro, Glauser-Róist se impulsó hacia arriba para echar una ojeada.

– ¿Qué ve, capitán? -pregunté llena de curiosidad. Juraría que fue en aquel momento cuando comenzó el ruido de las aspas, pero no estoy completamente segura.

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[46] Popa curvada de las naves

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