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El camino hasta Maratón estuvo lleno de consejos y recomendaciones variadas de última hora. Deduje que el capitán Glauser-Róist no tenía la menor intención de esperarnos ni a Farag ni a mí y, hasta cierto punto, me pareció bien. La idea era que al menos uno de los tres consiguiera llegar a Kapnikaréa antes del amanecer. Era fundamental poder seguir con las pruebas y, para ello, al menos uno de nosotros debía llegar para conseguir la siguiente pista. Aunque ni Farag ni yo obtuviéramos nuestras cruces escarificadas, podríamos seguir colaborando con la Roca en los círculos siguientes.

Las carreteras griegas tenían un algo de camino rural. Ni el tráfico era excesivo ni la amplitud y calidad del firme eran como las de las carreteras italianas. Viajando en aquel vehículo de la Archidiócesis, daba la impresión de que hubiéramos retrocedido diez o quince años en el tiempo. Con todo, Grecia seguía siendo un país maravilloso.

La noche se nos echaba encima cuando, por fin, atravesamos las primeras calles del pueblo de Maratón. Enclavado en un valle rodeado de colinas, Maratón era, sin duda, el lugar ideal para una batalla de la Antigüedad, por su terreno llano y sus amplios espacios. El resto no lo diferenciaba de cualquier pueblo industrial y laborioso de la Europa actual. El chófer nos explicó que, durante la temporada alta, Maratón recibía un tropel de turistas, en particular, deportistas y gentes con ganas de intentar la famosa carrera. A finales de mayo, sin embargo, por allí no se veía a nadie aparte de los lugareños.

El coche se detuvo junto a la acera en un extraño paraje fuera del pueblo, junto a un montículo cubierto de hierba verde y algunas flores. Abandonamos el vehículo sin dejar de mirar el túmulo, conscientes de que aquel era el lugar donde se había producido uno de los hitos más importantes y olvidados de la historia. Si los persas hubieran ganado la batalla de Maratón, si hubieran impuesto su cultura, su religión y su política a los griegos, no existiría, probablemente, nada del mundo que conocíamos hoy. Todo sería de otra manera, ni mejor ni peor, simplemente distinto. Así que aquella lejana batalla bien podía considerarse como el dique que había permitido crecer libremente nuestra cultura. Bajo aquel túmulo estaban, al decir de Heródoto, los ciento noventa y dos atenienses que murieron para que eso fuera posible.

El chófer se despidió de nosotros y se alejó rápidamente, dejándonos solos. Yo había dejado mi abrigo en el vehículo porque hacía un tiempo estupendo.

– ¿Cuánto falta, Kaspar? -preguntó Farag, que lucía un extraño modelo de camiseta de manga larga de color blanco y pantalón deportivo corto, azul claro. Cada uno de nosotros llevaba una pequeña mochila de tela con todo lo necesario para la prueba.

– Son las ocho y media. Está a punto de oscurecer. Demos una vuelta a la colina. -El capitán era el que mejor aspecto tenía, con su magnífico chándal de color rojo y su pinta de atleta de toda la vida.

El túmulo era mucho más grande de lo que parecía a simple vista. Incluso la Roca adquirió las dimensiones de una hormiga cuando llegamos hasta el borde donde comenzaba la hierba. Como el paraje era tan solitario, nos sobresaltó la voz que, en griego moderno y cerrado, nos llamó desde el otro lado de la colina.

– ¿Qué diablos ha sido eso? -bramó la Roca.

– Vayamos a ver-propuse, rodeando el túmulo.

Sentados en un banco de piedra, disfrutando del buen clima y de los últimos rayos del sol de la tarde, un grupo de ancianos, con sombreros negros y palos a modo de bastones, nos contemplaba muy divertido. Por supuesto, no entendimos nada de lo que decían, aunque tampoco parecía que fuera esa su intención. Acostumbrados a los turistas, debían pasar muy buenos ratos a costa de los que, como nosotros, llegaban hasta allí disfrazados de corredores dispuestos a emular a Spyros Louis. Las sonrisas burlonas de sus caras curtidas y arrugadas lo decían todo.

– ¿Será un comité de staurofílakes? -preguntó Farag, sin dejar de mirarlos.

– Me niego a pensarlo siquiera -suspiré, pero lo cierto era que la idea ya había pasado por mi cabeza-. Nos estamos volviendo paranoicos.

– ¿Lo tienen todo preparado? -preguntó el capitán mirando su reloj.

– ¿Por qué tanta prisa? Todavía faltan diez minutos.

– Hagamos algunos ejercicios. Empezaremos por unos estiramientos.

A los pocos minutos de haber comenzado aquella clase de aerobic, las farolas públicas se encendieron. La luz solar era ya tan pobre que apenas se veía nada. Los ancianos seguían observándonos haciendo comentarios jocosos que no podíamos comprender. De vez en cuando, ante alguna de nuestras posturas, estallaban en una estruendosa carcajada que requemaba peligrosamente mi humor.

– Tranquila, Ottavia. Sólo son unos viejos campesinos. Nada más.

– Cuando encontremos al actual Catón pienso decirle unas cuantas cosas sobre sus espías de las pruebas.

Los viejos volvieron a partirse de risa y yo les di la espalda furiosa.

– Profesor, doctora… Ha llegado el momento. Recuerden que la línea azul comienza en el centro del pueblo, en el lugar donde se inició la carrera olímpica de 1896. Procuren no separarse de mí hasta entonces, ¿de acuerdo? ¿Están preparados?

– No -declaré-. Y no creo que lo esté nunca.

La Roca me miró con gesto de desprecio y Farag se interpuso rápidamente entre ambos.

– Estamos listos, Kaspar. Cuando usted diga.

Todavía permanecimos unos instantes más en silencio y sin movernos, mientras la Roca miraba fijamente su reloj de pulsera. De repente, se volvió, nos hizo una señal con la cabeza e inició una suave marcha que Farag y yo imitamos. El calentamiento no me había servido de nada; me sentía como un pato fuera del agua y cada zancada que daba era un suplicio para mis rodillas, que parecían recibir impactos de un par de toneladas. En fin, me dije con resignación, costara lo que costase había que hacer un buen papel.

Pocos minutos después llegamos al monumento olímpico donde comenzaba la raya azul del suelo. Era un simple muro de piedra blanca delante del cual, apagado, había un sólido antorchero. A partir de ese punto, la carrera comenzaba en serio. Mi reloj marcaba las nueve y cuarto de la noche, hora local. Nos adentramos en la ciudad, siguiendo la línea, y no puede evitar sentir un poco de vergüenza por lo que pensaría la gente al vernos. Pero los habitantes de Maratón no demostraron el menor interés por nosotros; debían de estar acostumbrados a contemplar toda clase de cosas.

A la salida, cuando lo que teníamos delante era la misma rectilínea carretera por la que habíamos venido en coche, el capitán apretó el paso y fue distanciándose de nosotros poco a poco. Yo, por el contrario, empecé a reducir la velocidad hasta casi detenerme. Fiel a mi plan, adopté un paso ligero que no pensaba abandonar en toda la noche. Farag se volvió a mirarme.

– ¿Qué te ocurre, Basileia? ¿Por qué te paras?

¿Así que volvía a llamarme Basileia, eh? Desde nuestra llegada a Jerusalén sólo lo había hecho en un par de ocasiones -las había contado- y, desde luego, nunca delante de otras personas, de modo que se había convertido en una palabra clandestina, privada, sólo para mis oídos.

En ese momento mi pulsómetro pitó. Había superado las pulsaciones recomendadas. Y eso que iba despacio.

– ¿Estás bien? -balbució Farag, mirándome preocupado.

– Estoy perfectamente. He hecho mis propios cálculos -le dije, deteniendo el pitido del dichoso artilugio- y, a este paso, tardaré unas seis o siete horas en llegar a Atenas.

– ¿Estás segura? -preguntó, mirándome receloso.

– No, no del todo, pero una vez, hace muchos años, hice una excursión de dieciséis kilómetros y tardé cuatro horas. Es una simple regla de tres.

– Pero aquí el terreno es distinto. No te olvides de los montes que rodean Maratón. Y, además, la distancia que nos separa de Atenas es equivalente a más de dos veces dieciséis kilómetros.

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