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Se afanó a la tarea durante un rato, mientras mordisqueaba la cena que le habíamos subido. Farag y yo, entretanto, leimos las páginas impresas sobre la carrera de Maratón. Yo, que jamás hacía el menor ejercicio físico, que llevaba la vida más sedentaria del mundo y que nunca me había sentido atraída por ningún tipo de deporte, estudiaba ahora con atención los detalles de la histórica carrera que muy pronto iba a tener que afrontar. ¡Pero si no sabía correr!, me repetía, angustiada. ¡Estúpidos staurofílakes! ¿Cómo pretendían que hiciera treinta y nueve kilómetros en una noche? ¡Y a oscuras! ¿Es que creían que cualquiera podía ser Abebe Bikila [33]? Lo más probable es que muriera abandonada en alguna colina solitaria, a la fría luz de la luna, con la única compañía de animales peligrosos. ¿Y todo eso para qué? ¿Para conseguir otra bonita escarificación en mi cuerpo?

Por fin, el capitán anunció que estaba listo para introducir texto griego en los buscadores de Internet que lo admitieran, de modo que me desplacé hasta el ordenador y ocupé su puesto. Era difícil porque las letras latinas que pulsaba no se correspondían exactamente con las letras griegas virtuales que se dibujaban en la pantalla, pero, en poco tiempo, empecé a dominar los trucos y pude manejarme con bastante soltura. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo, porque, en cuanto tecleaba kapnikareias (kapnicareias), el capitán me quitaba del sillón y volvía a tomar las riendas del ordenador; pero, como seguía necesitándome para saber qué decían las páginas que aparecían en el monitor, acabó pareciendo que estábamos jugando al juego de las sillas.

Como el griego clásico y el bizantino presentan diferencias importantes con respecto al griego moderno, había muchas palabras, o construcciones enteras, que yo no comprendía, así que pedí ayuda a Farag y, entre los dos, intentamos traducir, aproximadamente, lo que salía en pantalla. Por fin, cerca ya de la medianoche, un buscador griego llamado Hellas, nos proporcionó una pista que resultó fundamental: una breve nota a pie de página (virtual) nos indicaba que no había encontrado más referencias que las que nos mostraba pero que, por similitud, tenía doce páginas más que también podíamos consultar si queríamos. Naturalmente, aceptamos. Una de reseñas afines era la página de una preciosa iglesita bizantina, situada en el corazón de Atenas, llamada Kapnikaréa. La página explicaba que la iglesia Kapnikaréa era conocida como la iglesia de la Princesa porque se atribuía su fundación a la emperatriz Irene, que reinó en Bizancio entre los años 797 y 802 de nuestra era. Sin embargo, el verdadero fundador había sido un rico recaudador de impuestos sobre bienes inmuebles que había decidido darle el nombre de su lucrativa profesión: Kapnikaréas, recaudador.

Origen y destino estaban ya en nuestro poder; sólo nos faltaba viajar a Grecia, a la hermosa ciudad de Atenas, cuna del pensamiento humano. Pero eso lo hicimos al día siguiente, después de que Glauser-Róist se pasara toda la noche colgado al teléfono dando instrucciones, pidiendo información y organizando los próximos días de nuestra vida con la ayuda del Santo Sínodo de la Iglesia de Grecia. Abandonábamos definitivamente el territorio que aún podía considerarse latino y católico para entrar de lleno en el mundo cristiano oriental. Si todo discurría como era de esperar, después de Atenas, la ciudad en la que superaríamos a la carrera el pecado de la pereza, visitaríamos la avara Constantinopla, la glotona Alejandría y la lujuriosa Antioquía.

El vuelo desde Tel-Aviv hasta el aeropuerto Hellinikon de Atenas en el pequeño Westwind de Alitalia duró apenas tres horas, durante las cuales trabajamos tenazmente preparando el cuarto círculo, la cuarta cornisa purgatorial que se encontraba ya a sólo medio camino de la cumbre.

Dante Alighieri, eximido por el tercer ángel de una nueva «P», camina libre del peso del pecado de la ira y se siente mucho más ligero y con ganas de hacer un montón de preguntas a su guía. Como en el círculo anterior, el contenido concreto referente a la prueba era mínimo, destinándose la mitad del Canto XVII y el Canto XVIII completo a dilucidar graves cuestiones relativas al amor. Virgilio le explica a Dante que los tres grandes círculos por los que ya han pasado -soberbia, envidia e ira- son lugares donde se purgan los pecados en los cuales se desea el mal del prójimo, pues los tres están relacionados con la alegría que produce la humillación y el dolor de los demás. Por el contrario, en los tres círculos que aún quedan sobre ellos, en las tres pequeñas cornisas superiores -avaricia, gula y lujuria-, se purgan los pecados en los que sólo se hace daño uno mismo.

Mi dulce padre, dime, ¿y qué pecado

se purga en este círculo? Si quedos

están los pies, no lo estén las palabras.

Y él me dijo: «El amor del bien escaso

de sus deberes, aquí se repara;

aquí se arregla el remo perezoso.»

Tras esto, y mientras vagan por la cornisa, vuelven a enzarzarse en otra larga discusión sobre la naturaleza del amor y sus efectos positivos y negativos sobre los hombres y, sólo transcurridos cuarenta y cinco tercetos, después de que Virgilio zanje el argumento hablando del libre albedrío del ser humano, aparece la turba de penitentes perezosos:

y yo, que la razón abierta y llana

tenía ya después de mis preguntas,

divagaba cual hombre adormilado;

mas fue esta soñolencia interrumpida

súbitamente por gentes que a espaldas

nuestro, hacia nosotros caminaban.

[…] Enseguida llegaron, pues corriendo

aquella magna turba se movía,

y dos gritaban llorando delante:

«Corrió María apresurada al monte ;

y para sojuzgar Lérida, César

voló a Marsella y luego corrió a España.»

«Raudo, raudo, que el tiempo no se pierda

por poco amor-gritaban los demás-;

que el anhelo de obrar bien torne la gracia»

Como siempre, el maestro Virgilio pregunta a las almas dónde se encuentra la abertura que da paso a la siguiente cornisa, y una de ellas que, con las demás, pasa corriendo por delante sin detenerse, les anima a que las sigan, pues, siguiéndolas, hallarán el pasaje. Pero los poetas se quedan donde están, contemplando asombrados cómo los espíritus que en vida fueron perezosos, se

pierden ahora en la distancia veloces como el viento. Dante, agotado por la caminata de todo el día, se queda profundamente dormido pensando en lo que ha visto y, con este sueño que sirve de transición entre Cantos y círculos, termina la cuarta cornisa del Purgatorio.

En el aeropuerto Hellinikon, al que llegamos cerca de las doce del mediodía, nos esperaba el coche oficial de Su Beatitud el Arzobispo de Atenas, Christodoulos Paraskeviades, que nos condujo hasta la puerta del hotel en el que íbamos a alojarnos, el Grande Bretagne, en la mismísima Plateia Syntágmatos, junto al Parlamento griego. El viaje desde el aeropuerto fue largo y la entrada en la ciudad sorprendente. Atenas era como un viejo pueblo de grandes dimensiones que no deseaba desvelar su condición de capital histórica y europea hasta que no se descubría lo más profundo de su corazón. Sólo entonces, con el Partenón saludando al viajero desde lo alto de la Acrópolis, se caía en la cuenta de que aquella era la ciudad de la diosa Atenea, la ciudad de Pendes, Sócrates, Platón y Fidias; la ciudad amada por el emperador romano Adriano y por el poeta inglés lord Byron. Hasta el aire parecía distinto, cargado de aromas inimaginables -aromas de historia, belleza y cultura-, que tornaban invisible lo que de ajado y mustio pudiera tener Atenas.

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[33] Atleta etíope, famoso por correr descalzo. Venció en las carreras de maratón de las olimpiadas de Roma (1960) y Tokio (1964).

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[34] María corre a visitar a su prima Isabel al saber que esta estaba embarazada

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