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– ¿Qué quiere decir Basileia? -preguntó el capitán por toda respuesta.

A mi me temblaron las piernas de repente.

– Era una palabra muy común en Bizancio. Significa «mujer digna».

¡Qué mentiroso!, pensé, al tiempo que daba un silencioso suspiro de alivio. Ni Basileia hubiera podido traducirse jamás por «mujer digna» ni, desde luego, era una palabra común en Bizancio, ya que su sentido literal era «Emperatriz» o «Princesa».

Sólo eran las seis y media de la tarde, pero el capitán tuvo que encender su potente linterna porque estábamos inmersos en la más completa penumbra. Llevábamos todo el día caminando sin llegar a ninguna parte a través de aquellos largos caminos de tierra. Por fin, hicimos un alto y nos dejamos caer en el suelo para tomar la primera comida desde el desayuno en Roma. Mientras masticábamos los que ya empezaban a ser famosos sándwiches de salami con queso (el capitán no cambiaba el menú de una prueba a otra), recapitulamos sobre los datos recogidos aquel día y llegamos a la conclusión de que nos faltaban aún muchas piezas del puzzle. Al día siguiente sabríamos con mayor certeza a qué atenernos. Un termo con café caliente nos devolvió el buen humor.

– ¿Qué tal si nos quedamos aquí, dormimos y, en cuanto amanezca, nos ponemos de nuevo en camino? -aventuré.

– Sigamos un poco más -se opuso la Roca.

– ¡Pero estamos cansados, capitán!

– Kaspar, opino que deberíamos hacer caso a Ottavia. Ha sido un día muy largo.

La Roca cedió -a disgusto, eso sí-, de manera que montamos allí mismo un improvisado campamento. El capitán empezó por entregarnos un par de buenos gorros de lana que nos hicieron reír y mirarle como si estuviera loco. Por supuesto, se molestó.

– ¡Su ignorancia es vergonzosa! -tronó-. ¿No han oído nunca el dicho «Si tienes frío en los pies, ponte el sombrero»? La cabeza es responsable de buena parte de la pérdida de calor del cuerpo. El organismo humano está programado para sacrificar las extremidades si el torso y la espalda se enfrían. Si evitamos la pérdida de calor por la cabeza, mantendremos la temperatura y, por lo tanto, los pies y las manos calientes.

– ¡Uf, qué complicado! ¡Yo sólo soy un sencillo hombre del desierto! -se carcajeó Farag, quien, sin embargo, y al mismo tiempo que yo, se caló el gorro hasta las orejas. El que me había dado el capitán me resultaba ligeramente familiar, pero no pude recordar por qué hasta un poco más tarde.

A continuación, la Roca sacó de su mochila mágica lo que parecían unas cajetillas de tabaco y quiso darnos una a cada uno. Por supuesto, rechazamos el ofrecimiento de la manera más amable posible, pero Glauser-Róist, armándose de paciencia, nos explicó que se trataba de mantas de supervivencia, una especie de hojas de materia plástica aluminizada que no pesaban nada pero que mantenían muchísimo el calor. La mía era roja por un lado y plateada por el otro, la de Farag, amarilla y plateada y la del capitán, naranja y plateada. Y, en efecto, resultaron muy calientes, pues entre el gorro y la manta, que, eso sí, crepitaba de manera insoportable cuando te movías, apenas nos enteramos de que estábamos a la intemperie en mitad de un bosque. Apoyando la espalda con mucho cuidado contra la enredadera, me senté entre ambos y el capitán apagó la linterna. Supongo que fui deslizándome despacito, sin darme cuenta, hasta apoyarme contra Farag pero, el caso fue que, en cuanto dejé caer la cabeza sobre su hombro, entre sueños, recordé que el gorro de lana que yo llevaba era el mismo que lucía la chica morena de la foto que había visto en el salón de la casa del capitán.

Empezó a clarear -si se puede llamar clarear a pasar del negro al gris oscuro- sobre las cinco de la madrugada. Nos despertamos los tres al mismo tiempo, seguramente por el bullicioso canto de los pájaros, que era toda un aria coral ensordecedora. Vagamente, medio dormida, recordé que era sábado y que, sólo una semana antes, yo estaba en Palermo con mi familia, en el velatorio de mi padre y de mi hermano. Oré por ellos en silencio e intenté aceptar la realidad demencial que me rodeaba antes de abrir definitivamente los ojos.

Nos incorporamos a trompicones, bebimos un poco de café frío y recogimos los bártulos, poniéndonos en camino a partir del punto donde lo habíamos dejado. Caminamos sin descanso hasta las nueve o nueve y media de la mañana, contabilizando unos treinta y tantos símbolos de Saturno. Descansamos un rato y reanudamos la marcha, preguntándonos si aquella era una prueba purgatorial o una prueba de resistencia. De pronto, al fondo, vimos un muro enorme que clausuraba el pasillo.

– ¡Atención! -anunció Farag-. ¡Hemos llegado!

Aceleramos el paso, animados por unas ganas locas de alcanzar la última etapa. Pero no, no habíamos llegado al final porque, aunque aquella muralla cubierta de maleza cerrara el corredor por el que veníamos, una nueva puerta de hierro, idéntica a la que habíamos atravesado el día anterior, se ofrecía a nuestra izquierda. Sabiendo que no podríamos impedir su clausura, la empujamos y cruzamos con resignación, intuyendo que al otro lado íbamos a descubrir un panorama muy similar al que abandonábamos. De hecho, si no hubiera sido porque el nuevo pasillo era aún más estrecho que el anterior, podríamos haber jurado que no habíamos cambiado de lugar.

– Da la impresión de que atravesamos líneas paralelas cada vez más unidas entre sí-señaló Farag extendiendo los brazos de lado a lado para comprobar que, en este tercer callejón, las puntas de los dedos de sus manos quedaban a un palmo de las enredaderas. Pero las enredaderas también habían variado: los muros de tres metros de altitud ya no estaban cubiertos sólo por enrevesados tallos y hojas; ahora también, entrelazadas, enormes matas de espinos, zarzas, abrojos y ortigas amenazaban con aguijonearnos al menor roce.

– Desde luego, los pasillos son más estrechos -convino la Roca, que estaba mirando su brújula-, pero lo que ya no está tan claro es que avancemos por líneas rectas paralelas. Al parecer hemos girado unos setenta grados hacia la izquierda.

– ¿En serio? -se sorprendió Farag, que, incrédulo, se puso junto a él para observar la medición-. ¡Es cierto!

– Creo que fui yo la que mencioné el «circulo infinito cuyo centro está en todas partes y su circunferencia es tan grande que parece una línea recta» -comenté burlona, mientras con las yemas de los dedos examinaba uno de los puntiagudos espinos que sobresalían de la barda. Si su origen no hubiera sido claramente vegetal, hubiera apostado por el mejor fabricante de agujas de todos los tiempos. El pincho soltó una suave pelusilla negra que, en cuestión de segundos, enrojeció mi piel y, enseguida, aquella rojez empezó a quemarme como si hubiera tocado la cabeza de una cerilla encendida-. ¡Dios mío, estas ortigas son terribles! ¡Hay que alejarse de ellas!

– Déjeme ver.

Pero mientras el capitán estudiaba mi mano, el rubor y el escozor fueron desapareciendo poco a poco.

– Afortunadamente, el prurito de la ortiga que ha tocado es pasajero, pero no sabemos si el de todas las especies que hay aquí será igual. Lleven cuidado.

Intentando no rozarnos con las plantas espinosas, cuyos floretes podían perfectamente rasgarnos la ropa, caminamos unos cien o ciento cincuenta metros más hasta que el capitán, que iba un paso por delante, se detuvo en seco.

– Otra figura extraña -comentó.

Farag y yo nos inclinamos a observarla. Se trataba de un artístico número cuatro, fabricado con algún nuevo metal de resoles azulados:

– El símbolo del planeta Júpiter -señaló Boswell, cada vez más sorprendido-. No sé… Si es cierto que estamos girando y que en cada nuevo pasillo aparece un planeta, es posible que todo esto no sea más que una gran representación cosmológica.

– Quizá -admitió la Roca, tocando la figura con la mano-, pero una representación cosmológica hecha de estaño.

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