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– ¿Deberíamos partirla en varios pedazos o echamos todo esto en un bloque al canal? -preguntó Farag, indeciso.

– Quizá deberíamos partirla. Así abarcaríamos más superficie. No sabemos cómo funciona exactamente el mecanismo de las compuertas.

– Pues, adelante. Sujeta firmemente tu palo como si fuera una cuchara y vamos.

Aquella masa pesaba poco, pero entre los dos era mucho más fácil de transportar. Salimos de la capilla y avanzamos hacia las compuertas. Una vez allí, dejamos nuestro proyectil en el suelo -cuidando que estuviera bien seco- y lo partimos en tres pedazos idénticos. La Roca cogió uno de ellos con otra tea apagada y, una vez listos, lanzamos al centro del riachuelo aquellos proyectiles pringosos y repugnantes. Probablemente, éramos de las pocas personas que, en los últimos cinco o seis siglos, tenían la oportunidad de ver en acción el famoso Fuego Griego de los bizantinos, y algo así, desde luego, no dejaba de ser apasionante.

Unas furiosas llamaradas se elevaron hacia la bóveda de piedra en cuestión de décimas de segundo. El agua empezó a arder con un poder de combustión tan extraordinario que un huracán de aire caliente nos empujó contra el muro como un puñetazo. En medio de aquella luminosidad cegadora, de aquel horrible rugido del fuego y del denso humo negro que se estaba formando sobre nuestras cabezas, los tres mirábamos obsesionados las compuertas por ver si se abrían, pero no se movían ni un milímetro.

– ¡Se lo advertí, doctora! -gritó la Roca a pleno pulmón para hacerse oir- ¡Le advertí que era una locura!

– ¡El mecanismo se pondrá en marcha! -le respondí. Iba a decirle también que sólo había que esperar un poco, cuando un acceso de tos me dejó sin aire en los pulmones. El humo negro estaba ya a la altura de nuestras caras.

– ¡Abajo! -gritó Farag, dejando caer todo su peso sobre mi hombro para derribarme. El aire todavía estaba limpio a ras de suelo, de modo que respiré afanosamente, como si acabara de sacar la cabeza de debajo del agua.

Entonces oímos un crujido, un chasquido que se fue haciendo más y más fuerte hasta superar el bramido del fuego. Eran los ejes de las compuertas, que giraban, y la fricción de la piedra contra la piedra. Nos pusimos rápidamente en pie y, de un salto, descendimos hasta el borde seco del cauce, por el que corrimos en dirección a la estrecha abertura a través de la cual empezaba a colarse el agua hacia el otro lado. El fuego, que flotaba sobre el líquido, se acercaba a nosotros peligrosamente. Creo que no he corrido más rápido en toda mi vida. Medio cegada por el humo y las lágrimas, sin aire para respirar y suplicándole a Dios que volviera ligeras mis piernas para cruzar aquel umbral lo antes posible, llegué al otro lado al borde de un ataque al corazon.

– ¡No se detengan! -gritó el capitán-. ¡Sigan corriendo!

El fuego y el humo también cruzaron las compuertas, pero nosotros, por lo que nos iba en ello, éramos mucho más rápidos. Al cabo de tres o cuatro minutos, nos habíamos alejado lo suficiente del peligro y fuimos disminuyendo la velocidad hasta detenernos por completo. Resoplando y con los brazos en jarras como los atletas cuando culminan una carrera, nos volvimos a contemplar el largo camino que habíamos dejado atrás. Un lejano resplandor se adivinaba al fondo.

– ¡Miren, hay luz al final del túnel! -exclamó Glauser-Róist.

– Ya lo sabemos, capitán. La estamos viendo.

– ¡Esa no, doctora, por el amor de Dios! ¡La del otro lado!

Giré sobre mis pies como una peonza mecánica y vi, efectivamente, la claridad que anunciaba el capitán.

– ¡Oh, Señor! -dejé escapar, de nuevo al borde de las lágrimas, aunque estas de auténtica emoción-. ¡La salida, por fin! ¡Vamos, por favor, vamos!

Caminamos apresuradamente, alternando los pasos con las carreras. No podía creer que el sol y las calles de Roma estuvieran al otro lado de aquella bocamina. La sola idea de poder volver a casa ponía cohete en mis zapatos. ¡La libertad estaba allí delante! ¡Allí mismo, a menos de veinte metros!

Y esto fue lo último que pensé, porque un golpe seco en la cabeza me dejó inconsciente en un abrir y cerrar de ojos.

Percibí luces dentro de mi propia cabeza antes de volver completamente a la vida. Pero, además, aquellas luces se acompañaban de intensas punzadas dolorosas. Cada vez que una de ellas se encendía, yo notaba crepitar los huesos de mi cráneo, como si un tractor lo estuviera aplastando.

Lentamente, aquella desagradable sensación fue aminorando para dejarme percibir otra de similar encanto: una quemazón como de fuego al rojo vivo tiraba de mí desde mi antebrazo derecho para devolverme a la cruda realidad. Con gran esfuerzo, y acompañando el movimiento con algunos gemidos, me llevé la mano izquierda al lugar del intenso escozor pero, nada más tocar la lana del jersey, sentí un dolor tan violento que aparté la mano con un grito y abrí los ojos de par en par.

– ¿Ottavia…?

La voz de Farag sonaba muy lejana, como si estuviera a una gran distancia de mi.

– ¿Ottavia? ¿Estás… estás bien?

– ¡Oh, Dios mio, no lo sé! ¿Y tú?

– Me… me duele… bastante la cabeza.

Divisé su figura a varios metros, tirada como un pelele sobre el suelo. Un poco más allá, el capitán seguía inconsciente. A gatas, como un cuadrúpedo, me acerqué hasta el profesor intentando mantener la cabeza erguida.

– Déjame ver, Farag.

Hizo el intento de girarse para enseñarme la parte de la cabeza donde había recibido el golpe, pero entonces gimió bruscamente y se llevó la mano al antebrazo derecho.

– ¡Dioses! -aulló. Me quedé unos instantes en suspenso ante aquella exclamación pagana. Iba a tener que hablar muy en serio con Farag. Y pronto.

Le pasé la mano por el pelo de la nuca y, a pesar de sus gemidos y de que se apartaba de mí, noté un considerable chichón.

– Nos han golpeado con saña -susurré, sentándome a su lado.

– Y nos han marcado con la primera cruz, ¿no es cierto?

– Me temo que sí.

Él sonrió mientras me cogía la mano y la apretaba.

– ¡Eres valiente como una Augusta Basileia!

– ¿Las emperatrices bizantinas eran valientes?

– ¡Oh, si! ¡Mucho!

– No había oído yo nada de eso… -murmuré, soltándole la mano y tratando de levantarme para ir a ver cómo estaba el capitán.

Glauser-Róist había recibido un golpe mucho más fuerte que nosotros. Los staurofílakes debían haber pensando que para derribar a aquel inmenso suizo había que atizarle con ganas. Una mancha de sangre seca se distinguía perfectamente en su cabeza rubia.

– Ojalá cambiaran de método en las próximas ocasiones… -murmuró Farag, incorporándose-. Si van a golpearnos seis veces más, acabarán con nosotros.

– Creo que con el capitán ya han terminado.

– ¿Está muerto? -se alarmó el profesor, precipitándose hacia él.

– No. Afortunadamente. Pero creo que no está bien. No consigo despertarle.

– ¡Kaspar! ¡Eh, Kaspar, abra los ojos! ¡Kaspar!

Mientras Farag intentaba devolverle a la vida, miré a nuestro alrededor. Estábamos todavía en la Cloaca Máxima, en el mismo lugar donde habíamos perdido el conocimiento al ser golpeados, aunque ahora, quizá, un poco más cerca de la salida. La luz del exterior, sin embargo, había desaparecido. Una antorcha que no debía llevar mucho tiempo encendida, iluminaba el rincón en el que nos habían dejado. Inconscientemente, levanté mi muñeca para ver qué hora era, y sentí de nuevo aquel terrible escozor en el antebrazo. El reloj me dijo que eran las once de la noche, de manera que habíamos estado desvanecidos más de seis horas. No era probable que fuera sólo por el golpe en el cráneo; tenían que haber utilizado otros métodos para mantenernos dormidos. Sin embargo, no sentía ninguno de los síntomas posteriores a la anestesia o los sedantes. Me encontraba bien, dentro de lo posible.

– ¡Kaspar! -seguía gritando Farag, aunque ahora, además, golpeaba al capitán en la cara.

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