Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¡Lo tengo! ¡Lo tengo! -gritaba entusiasmado.

– ¿Qué pasa? -preguntó la voz somnolienta de Farag-. ¿Qué hora es?

– ¡Levántese, profesor! ¡Levántese, doctora! ¡Les necesito! ¡He encontrado algo!

Miré mi reloj. Eran las cuatro de la madrugada.

– ¡Señor! -sollocé-. ¿Es que nunca podremos volver a dormir seis o siete horas seguidas?

– Escuche atentamente, doctora -clamó la Roca, abalanzándose sobre mí como una fuerza de la naturaleza-: «Veía a aquel que noble fue creado…», «Veía en otro lado a Briareo…», «Veía a Marte, a Atenea y a Apolo…», «Veía a Nemrod al pie de su gran obra…». ¿Qué le parece, eh?

– ¿No son esos los primeros versos de los tercetos donde se describen los relieves? -pregunté a Farag que miraba al capitán con un gesto de incomprensión en la cara.

– ¡Pero hay más! -continuó Glauser-Róist-. Escuchen: «¡Oh, Niobe, con qué desolados ojos…!», «¡Oh, Saúl, cómo con tu propia espada…!», «¡Oh, loca Aracne, así pude verte…!», «¡Oh, Roboán, no parece que asustaras…!».

– ¿Qué le pasa al capitán, Farag? ¡No entiendo nada!

– Yo tampoco, pero escuchémosle a ver dónde quiere llegar.

– Y, por último, por-úl-ti-mo… -recalcó, agitando el libro en el aire y volviendo, luego, a mirarlo-. «Mostraba aún el duro pavimento…», «Mostraba cómo se lanzaron…», «Mostraba el crudo ejemplo…», «Mostraba cómo huyeron derrotados…». Y, ¡atención ahora!, es muy, muy importante. Versos 61 a 63 del Canto:

Veía a Troya en ruinas y en cenizas;

¡Oh, Ilión, cuán abatida y despreciable

mostrábate el relieve que veía!

– ¡Es una serie de estrofas acrósticas! -exclamó Boswell, arrebatándole el libro al capitán-. Cuatro versos que empiezan con «Veía», cuatro con «¡Oh!» y cuatro con «Mostraba».

– ¡Y un último terceto, el de Troya que les he leído completo, con la clave!

Me dolía mucho la cabeza, pero fui capaz de comprender lo que estaba pasando, e, incluso, descubrí antes que ellos la relación de esas estrofas acrósticas con la misteriosa palabra que Farag había encontrado en la losa oscilante y que nos llevó a los tres a ponernos encima de ella: «VOM».

– ¿Qué querrá decir «Vom»? -preguntó el capitán-. ¿Tendrá algún significado?

– Lo tiene, Kaspar, lo tiene. Y, por cierto, que esto me trae a la memoria a nuestro buen padre Bonuomo. ¿A ti no, Ottavia?

– Ya lo había pensado -repliqué, poniéndome dificultosamente en pie y frotándome la cara con las manos-. Y, por eso mismo, me pregunto cuántos pobres aspirantes a staurofílax habrán perdido sus vidas intentando superar estas pruebas. Hay que ser un lince para atar tanto cabo suelto.

– ¿Serían tan amables de explicarse, por favor? Ahora soy yo el que no les entiende.

– En latín, capitán, la U y la V se escriben igual, ambas con la grafía V, de manera que «Vom» es lo mismo que «Uom», o sea, hombre, en italiano medieval. Nuestro simpático sacerdote se hace llamar Bon-Uomo, o Bon-Uom, es decir, Buen hombre. ¿Lo pilla ahora?

– ¿A este lo hará detener, Kaspar?

El capitán rehusó con la cabeza.

– Estamos igual que antes. El padre Bonuomo tendrá una coartada sólida y un pasado intachable. Ya se habrá preocupado la hermandad de cubrirle bien las espaldas, sobre todo siendo el guardián de la prueba de Roma. Y él nunca reconocería voluntariamente su condición de staurofílax.

– ¡Bueno, señores! -dije con un suspiro-. Se acabó la cháchara. Ya que no vamos a dormir, será mejor continuar con el hilo argumental que habíamos iniciado. Tenemos el acróstico dantesco, tenemos la palabra UOM y tenemos unas compuertas de piedra. ¿Y ahora qué hacemos?

– Se me ocurre que, a lo mejor, alguna de estas calaveras tiene como rótulo «Uom sanctus» -sugirió Farag.

– Pues manos a la obra.

– Pero, capitán, las antorchas están casi consumidas. Tardaremos un rato en ir a buscar más.

– Cojan lo que queda en las brasas y empiecen. ¡No tenemos tiempo!

– ¡Mire lo que le digo, capitán Glauser-Róist! -exclamé, enfadada-. Si salimos de esta, me negaré a continuar como no descansemos. ¿Me ha oído?

– Tiene razón, Kaspar. Estamos molidos. Deberíamos parar unos días.

– Ya hablaremos de eso cuando salgamos de aquí. ¡Ahora, por favor, busquen! Usted, doctora, empiece por allí. Usted, por el extremo contrario, profesor. Yo examinaré el presbiterio.

Farag se agachó y escogió las dos únicas antorchas que aún ardían entre las brasas; luego, me entregó una a mí y él se quedó con la otra. Sería ocioso señalar que, bastante después, y con todas las reliquias revisadas, no habíamos encontrado ningún santo ni mártir que se llamara Uom. Resultaba descorazonador.

Debía estar saliendo el sol para los felices humanos que podían verlo, cuando se nos ocurrió que quizá Uom no era el nombre que debíamos buscar, sino, como en el acróstico, todos aquellos que empezaran por V o U, por O y por M. ¡Y acertamos! Tras otra larga y tediosa exploración, resultó que había cuatro santos cuyos nombres empezaban por V -Valerio, Volusia, Varrón y Vero-, cuatro mártires que empezaban por O -Octaviano, Odenata, Olimpia y Ovinio- y otros cuatro santos que empezaban por M -Marcela, Marcial, Miniato y Mauricio-. ¿No era increíble? Ya no cabía ninguna duda de que habíamos encontrado el buen camino. Señalamos con hollín las doce calaveras, por si su distribución tuviese algo que ver, pero no seguían ningún orden. La única característica que las igualaba a todas era que los doce cráneos estaban completos y, en aquel almacén de trastos rotos, eso era toda una señal. Pero, después de este gran avance, ya no sabíamos qué hacer. Nada de todo aquello parecía darnos la clave para abrir las compuertas.

– ¿Tiene algún sándwich de sobra, Kaspar? -quiso saber Farag-. Cuando no duermo me entra un hambre feroz.

– Algo queda en mi mochila. Mire a ver.

– ¿Quieres, Ottavia?

– Si, por favor. Estoy desfallecida.

Pero en la mochila del capitán sólo quedaba un miserable emparedado de salami con queso, así que lo partimos por la mitad con las manos sucias y nos lo comimos. A mí me supo a gloria bendita.

Mientras Farag y yo intentábamos engañar a nuestros estómagos con aquel magro alimento, el capitán deambulaba por la cripta como una fiera enjaulada. Se le veía concentrado, absorto, y repetía una y otra vez los tercetos de Dante que, obviamente, se había aprendido de memoria. Mi reloj marcaba las nueve y media de la mañana. Arriba, en alguna parte, la vida acababa de empezar. Las calles estarían llenas de coches y los niños entrando en los colegios. Bajo tierra, a bastante profundidad, tres almas agotadas intentaban escapar de una ratonera. El medio sándwich me había matado el hambre y, más relajada, me apoyé, sentada como estaba, contra la pared, contemplando los últimos rescoldos de la hoguera. En muy poco tiempo, se apagarían definitivamente. Sentí un profundo sopor que me obligó a cerrar los ojos.

– ¿Tienes sueño, Ottavia?

– Necesito dar una cabezada. ¿No te importa, Farag?

– A mí, no. ¿Cómo me va a importar? Al contrario, creo que haces bien descansando un poco. Dentro de diez minutos te despertaré, ¿vale?

– Tu generosidad me abruma.

– Hay que salir de aquí, Ottavia, y te necesitamos para pensar.

– Diez minutos. Ni uno menos.

– Adelante. Duérmete.

A veces, diez minutos son toda una vida, porque descansé más durante ese tiempo de lo que había descansado en las cuatro horas que habíamos dormido aquella noche.

Revisamos todo de nuevo a lo largo de la mañana y aprovechamos para encender un par de antorchas de las que había en la caja colocada junto al derrumbamiento del fondo del canal. Estaba claro que los staurofílakes tenían meticulosamente programado todo el proceso y sabían con exactitud cuánto podía durar aquella prueba.

Finalmente, desesperados y cabizbajos, regresamos a la iglesia.

53
{"b":"125401","o":1}