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Si aquello estaba pensado por los staurofílakes, había que reconocer que tenían una mente retorcida. La sensación era claustrofóbica, daban ganas de echar a correr, de salir de allí poniendo pies en polvorosa. Parecía que faltaba el aire y que el regreso a la superficie era poco menos que imposible. Como si nos hubiéramos despedido para siempre de la vida real (con sus coches, sus luces, sus gentes, etc.), teníamos la impresión de estar entrando en uno de esos nichos para muertos del que ya no podríamos salir jamás. El tiempo se hacía eterno sin que viéramos el final de aquella escalera diabólica, que cada vez era más y más pequeña.

En un momento dado, fui presa de un ataque de pánico. Sentí que no podía respirar, que me ahogaba. Mi único pensamiento era que tenía que salir de allí, salir de aquel agujero cuanto antes, volver inmediatamente a la superficie. Boqueaba como un pez fuera del agua. Me detuve, cerré los ojos e intenté calmar los feroces y apresurados golpes de mí corazón.

– Un momento, capitán -solicitó Farag-. La doctora no se encuentra bien.

El lugar era tan estrecho que apenas podía acercarse a mí. Me acarició el pelo con una mano y luego, suavemente, las mejillas.

– ¿Estás mejor, Ottavia? -preguntó.

– No puedo respirar.

– Sí puedes, sólo tienes que calmarte.

– Tengo que salir de aquí.

– Escúchame -dijo firmemente, sujetándome por la barbilla y levantándome la cara hacia él, que estaba unos peldaños más arriba-. No dejes que te domine la claustrofobia. Respira hondo. Varias veces. Olvídate de dónde estamos y mírame, ¿vale?

Le obedecí porque no podía hacer otra cosa, porque no había ninguna otra solución. De manera que le miré fijamente y, como por arte de magia, sus ojos me dieron aliento y su sonrisa ensanchó mis pulmones. Empecé a sosegarme y a recuperar el control. En menos de un par de minutos estaba bien. Volvió a acariciarme el pelo y le hizo una seña al capitán para que continuara el descenso. Cinco o seis escalones más abajo, sin embargo, Glauser-Róist se detuvo en seco.

– Otro Crismón.

– ¿Dónde? -preguntó Farag. Ni él ni yo podíamos verlo.

– En el muro, a la altura de mi cabeza. Está grabado más profundamente que los otros.

– Los otros estaban en el suelo -apunté-. El desgaste de las pisadas habrá rebajado el tallado.

– Es absurdo -añadió Farag-. ¿Por qué un Crismón aquí? No tiene que indicarnos ningún camino.

– Puede ser una confirmación para que el aspirante a staurofílax sepa que va por buen camino. Una señal de ánimo o algo así.

– Es posible -concluyó Farag, no muy convencido.

Reanudamos el descenso, pero apenas habíamos bajado otros tres o cuatro escalones, el capitán volvió a detenerse.

– Un nuevo Crismón.

– ¿Dónde se encuentra esta vez? -quiso saber el profesor, muy alterado.

– En el mismo sitio que el anterior -el anterior estaba, en ese momento, a la altura de mi cara; podía verlo con total claridad.

– Sigo diciendo que no tiene sentido -insistió Farag.

– Sigamos bajando -manifestó lacónicamente la Roca.

– ¡No, Kaspar, espere! -se opuso Boswell, nervioso-. Examine la pared. Mire a ver si hay algo que le llame la atención. Si no hay nada, continuaremos descendiendo. Pero, por favor, verifíquelo bien.

La Roca giró la linterna hacia mí y, accidentalmente, me deslumbró. Me tapé los ojos con una mano y solté una ahogada protesta. Al cabo de un momento, escuché una exclamación más fuerte que la mía.

– ¡Aquí hay algo, profesor!

– ¿Qué ha encontrado?

– Entre los dos Crismones se distingue otra forma erosionada en la roca. Parece un portillo, pero apenas se aprecia.

La ceguera que me había provocado el destello de luz iba pasándose. Enseguida pude apreciar la figura que decía el capitán. Pero aquello no tenía nada de portillo. Era un sillar de piedra perfectamente incrustado en el muro.

– Parece un trabajo de los fossores [19]. Un intento por reforzar la pared o una marca de cantería -comenté.

– ¡Empújelo, Kaspar! -le instó el profesor.

– No creo que pueda. Estoy en una posición muy incómoda.

– ¡Pues empújalo tú, Ottavia!

– ¿Cómo voy a empujar esa piedra? No se va a mover en absoluto.

Pero el caso es que, mientras protestaba, había apoyado la palma de la mano sobre el bloque y, con un mínimo esfuerzo, este se retiró suavemente hacia adentro. El agujero que quedó en la pared era más pequeño que la piedra, que en su cara frontal había sido rebajada por los bordes para que encajara en un marco de unos cinco centímetros de grosor y altura.

– ¡Se mueve! -exclamé alborozada-. ¡Se mueve!

Era curiosísimo, porque el sillar resbalaba como si estuviera engrasado, sin hacer el menor ruido y sin rozadura. En cualquier caso, mi brazo no iba a ser lo suficientemente largo para que la piedra llegara hasta el final de su recorrido: debía haber varios metros de roca a nuestro alrededor y el pasadizo cuadrado por el que se deslizaba parecía no tener fin.

– ¡Tome la linterna, doctora! -prorrumpió Glauser-Róist- ¡Entre en el agujero! Nosotros la seguiremos.

– ¿Tengo que entrar yo la primera?

El capitán resopló.

– Escuche, ni el profesor ni yo podemos hacerlo, no tenemos sitio para movernos. Usted está justo delante, así que ¡entre, maldita sea! Después entrará el profesor y, por último, yo, que retrocederé hasta donde se encuentra usted ahora.

De modo que me encontré abriéndome camino, a gatas, por un estrecho corredor de apenas un poco más de medio metro de alto y otro medio de ancho. Tenía que desplazar el sillar con la manos para poder avanzar, mientras empujaba la linterna con las rodillas. Casi me desmayo cuando recordé que llevaba detrás a Farag, y que, a cuatro patas, la falda no debía cubrirme mucho. Pero hice acopio de valor y me dije que no era el momento de pensar en tonterías. No obstante, en previsión de futuras situaciones de ese estilo, en cuanto volviera a Roma -si es que volvía- me compraría unos pantalones y me los pondría, aunque a mis compañeras, a mi Orden y al Vaticano en pleno les diera un ataque al corazón.

Por suerte para mis manos y mis piernas, aquel pasadizo era tan fino y terso como la piel de un recién nacido. El pulido que podía notar tenía tal acabado, que me daba la sensación de avanzar sobre un cristal. Los cuatro lados del cubo de piedra que tocaban las paredes debían estar igual de alisados, y esa era la respuesta a la facilidad con la que movía el sillar, que no obstante, en cuanto apartaba las manos se deslizaba ligeramente hacia mí, como si el túnel fuera adquiriendo una tenue elevación. No sé qué distancia recorrimos en esas condiciones, puede que quince o veinte metros, o más, pero se me hizo eterno.

– Estamos ascendiendo -anunció, a lo lejos, la voz del capitán.

Era cierto. Aquel corredor se volvía más y más empinado y parte del peso de la piedra comenzaba a recaer sobre mis cansadas muñecas. Desde luego, no parecía un lugar para que pasara por allí ningún ser humano. Un perro o un gato, a lo mejor, pero una persona, en absoluto. La idea de que, luego, en algún momento, habría que retroceder todo lo avanzado, volver a la siniestra escalera de caracol, ascenderla y subir dos niveles de catacumbas, me hacía pensar en lo lejos que me hallaba del sol y del aire libre.

Por fin me pareció notar que el extremo opuesto de la piedra salía del túnel. La pendiente estaba para entonces muy realzada y yo apenas podía sujetar el peso del bloque, que se venía continuamente contra mí. En un último esfuerzo, le propiné un empellón, y el sillar cayó al vacío, golpeando enseguida contra algo metálico.

– ¡Se acabó!

– ¿Qué puede ver?

– Espere un minuto a que recupere el aliento y le contestaré.

Sujeté la linterna con la mano derecha y enfoqué a través del agujero. Como no vi nada, avancé un poco más y asomé la cabeza. Era un cubículo de idénticas dimensiones a los que habíamos visto en las catacumbas, pero éste estaba completamente desocupado. Tras una primera ojeada me pareció que sólo eran cuatro paredes vacías, directamente excavadas en la roca, con un techo más bien bajo y un extraño suelo cubierto por una plancha de hierro. Lo curioso es que, en ese momento, no me llamara la atención el hecho de que todo estuviera perfectamente limpio, como tampoco me di cuenta de que me estaba apoyando sobre la misma piedra que había venido empujando durante tantos metros de rampa. Su altura coincidía aproximadamente con la distancia que había desde el suelo hasta la abertura por la que yo emergía.

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[19] Excavadores especializados en abrir las galerías de las catacumbas

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