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«Para que sus almas lleguen puras hasta la Verdadera Cruz del Salvador y sean dignas de postrarse ante ella, deberán purgar antes todas sus culpas hasta quedar limpias de toda mancha. La expiación de los siete graves pecados capitales se realizará en las siete ciudades que ostentan el terrible privilegio de ser conocidas por practicarlos perversamente, a saber, Roma por su soberbia, Rávena por su envidia, Jerusalén por su ira, Atenas por su pereza, Constantinopla por su avaricia, Alejandría por su gula y Antioquía por su lujuria. En cada una de ellas, como si fuera un purgatorio sobre la tierra, penarán sus faltas para poder entrar en el lugar secreto que nosotros, los staurofílakes, llamaremos Paraíso Terrenal, puesto que de una rama del Árbol del Bien y del Mal, que el arcángel Miguel entregó a Adán y este plantó, nació el Arbol con cuya Madera se construyó la Cruz en la que murió Cristo. Y para que los hermanos de una ciudad conozcan lo sucedido en las ciudades anteriores, al terminar cada lance el suplicante será marcado, en la carne, con una Cruz, una por cada pecado capital borrado de su alma, como recuerdo de su expiación. Las Cruces serán las mismas que las de la muralla del monasterio de Santa Catalina, en el Lugar Santo del Sinaí, donde Moisés recibió de Dios las Tablas de la Ley. Si el suplicante llega con siete cruces hasta el Paraíso Terrenal, será admitido como uno más entre nosotros, y ostentará para siempre en su cuerpo el Crismón y la palabra sagrada que da sentido a nuestras vidas. Si no llegase, que Dios se apiade de su alma.»

– Siete pruebas en siete ciudades… -musitó Farag, impresionado-. Y Alejandría es una de ellas, por el pecado de la gula.

Llevábamos dos días estudiando y analizando la última parte del material, el convulso siglo XII, y todo cuanto leíamos nos acercaba hasta Abi-Ruj Iyasus: las escarificaciones con las siete cruces de Santa Catalina, el Crismón y la palabra Stauros. La sola idea de que los staurofílakes existieran todavía, mil seiscientos cincuenta y nueve años después de su creación, resultaba estremecedora, pero creo que, a esas alturas, ninguno de nosotros dudaba de que eran ellos quienes estaban detrás de los robos de los Ligna Crucis.

– ¿Dónde estará ese Paraíso Terrenal? -pregunté, quitándome las gafas y frotándome los ojos cansados.

– A lo mejor lo dice el último bifolio -sugirió Farag, cogiendo de la mesa la transcripción hecha por mis adjuntos-. ¡Venga, que ya estamos terminando! ¡Eh, capitán!

Pero el capitán Glauser-Róist no se movió. Tenía la mirada perdida en el vacío.

– ¿Capitán…? -le llamé, y miré a Farag divertida-. Creo que se ha dormido.

– No, no… -murmuró la Roca, aturdido-. No me he dormido.

– Entonces ¿qué le pasa?

Farag y yo le contemplábamos sin salir de nuestro asombro. El capitán tenía el semblante demacrado y la mirada insegura. Se puso súbitamente en pie y nos observó, sin vernos, desde lo alto de su inmensa alzada.

– Sigan ustedes. Tengo que comprobar una cosa.

– ¿Qué tiene que…? -empecé a preguntar, pero Glauser-Róist ya había salido por la puerta. Me volví hacia Farag, que lucía también una incrédula expresión en la cara-. ¿Qué le pasa?

– Me gustaría saberlo.

En el fondo, la actitud del capitán tenía su explicación: trabajábamos bajo una fuerte presión durante muchas horas al día, apenas dormíamos y nos pasábamos la vida dentro de la atmósfera artificial del Hipogeo, sin ver el sol ni respirar el aire libre. Era todo lo contrario a una saludable excursión por el campo o a un día de playa, pero teníamos prisa, nos esforzábamos por encima de lo recomendable, temiendo que, en cualquier momento, nos dieran la mala noticia de algún nuevo robo de Ligna Crucis. Y estábamos, sencillamente, agotados.

– Sigamos nosotros, Ottavia.

El último Catón, curiosamente el que hacía el número 77 de la lista, comenzaba su crónica con una hermosa oración de gracias: la hermandad había rescatado la Vera Cruz en el año 1219.

– ¡La recuperaron! -exclamé alborozada. Había olvidado por completo que los staurofílakes eran los «malos».

– Es evidente, ¿no te parece?

– Pues no sé por qué… -repuse, ofendida.

– ¡Vaya, pues porque la Vera Cruz desapareció! ¿O es que ya no te acuerdas de la historia? Nunca se supo qué fue de ella.

Farag, claro, tenía razón. La verdad es que estaba tan agotada que mi cerebro parecía zumo de neuronas. La Vera Cruz desapareció misteriosamente durante la quinta y última Cruzada, a principios del siglo XIII. Catón LXXVII lo narraba, por supuesto, desde otro ángulo mucho más parcial. Según él, mientras el ejército del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Federico II, sitiaba el puerto de Damietta, en el delta del Nilo, el sultán Al-Kamil ofreció devolver la Vera Cruz si los latinos abandonaban Egipto. Poco antes, y tras grandes peligros y dificultades, el staurofílax Dionisios de Dara, uno de los cinco hermanos que treinta y dos años antes se habían infiltrado en el ejército de Saladino, había sido nombrado tesorero por el sultán. Estaba tan asimilado a su papel de importante diplomático mameluco que, la noche que se presentó en la humilde casucha de Nikephoros Panteugenos con un gran paquete entre las manos, este no le reconoció. Ambos se postraron ante la reliquia de la Cruz y lloraron largamente de alegría y, después, salieron en busca de los tres hermanos que faltaban. Con las primeras luces del día, los cinco staurofílakes, disfrazados, se encaminaron hacia Santa Catalina del Sinaí, donde permanecieron ocultos hasta que llegó Catón LXXVII con un nutrido grupo de hermanos. Es entonces cuando Catón LXXVII escribe su feliz crónica, al final de la cual anuncia que la Hermandad de los Staurofílakes va a retirarse para siempre al Paraíso Terrenal, encontrado, al fin, por los otros hermanos.

– ¡Pero no dice dónde! -protesté, dando vueltas a la hoja entre las manos.

– Creo que debemos seguir leyendo hasta el final.

– ¡No lo va a decir, ya lo verás!

Y, efectivamente, Catón LXXVII no decía dónde se encontraba el Paraíso Terrenal. Sólo mencionaba que era en un país muy lejano y que, por lo tanto, con los preparativos para el largo viaje ya completados, debía poner punto y final a su relato porque partían de manera inmediata. Dejaban el códice al cuidado de los monjes de Santa Catalina, en cuya biblioteca había permanecido desde hacía nueve siglos, y anunciaba, no sin pesar, que ya no seguiría escribiéndose allí la historia de la hermandad. «Mis sucesores -anotaba para terminar- seguirán haciéndolo en nuestro nuevo refugio. Allí protegeremos lo poco que la maldad de los hombres ha dejado de la Madera Santa. Nuestro destino está sellado. Que Dios nos proteja.»

– Y ya está -concluí, dejando caer, descorazonada, el papel de entre las manos.

Como dos estatuas de sal, Farag y yo permanecimos mudos e inmóviles durante un buen rato, incapaces de creer que todo hubiera terminado y que no tuviésemos mucho más que al principio. Donde quiera que estuviese el dichoso Paraíso Terrenal de los staurofílakes, se encontraban también los Ligna Crucis robados en la actualidad a las iglesias cristianas, pero, al margen de la satisfacción de conocer a los ladrones, no habíamos recibido ninguna otra alegría.

Meses y meses de investigación, todos los recursos del Archivo Secreto y la Biblioteca Vaticana a disposición de este encargo papal, horas y horas de encierro en el Hipogeo con todo el personal trabajando a destajo… Y tanto esfuerzo apenas había servido para nada.

Suspiré profundamente, dejando caer la cabeza, de golpe, hasta apoyar la barbilla contra el pecho. Mis cansadas cervicales crujieron como cristales pisoteados.

Desde que había empezado toda aquella historia no había conseguido dormir bien ni una sola noche. Cuando no era por insomnio, era porque me despertaba cualquier ruido minúsculo que se oyera en la habitación de la Domus (la pequeña nevera, la madera de los muebles, el reloj de la pared, el viento en la persiana…), y, si no, por unos sueños largos y agotadores en los que me pasaban las cosas más extrañas del mundo. No llegaban a ser pesadillas, pero en muchos de ellos si sentía miedo de verdad, como en el que tuve aquella noche, cuando me vi avanzando por una enorme avenida levantada en obras, llena de peligrosos socavones que debía salvar cruzando débiles tablazones o colgándome de cuerdas.

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