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– Ahora mismo acabo de terminar su crónica -proclamé satisfecha-. Durante su gobierno, la hermandad creció inusitadamente. Jerusalén recibía innumerables peregrinos en las festividades religiosas y muchos de ellos se quedaban para siempre en Tierra Santa. Algunos de estos extranjeros llegaron a integrarse en la hermandad y Catón II refiere sus dificultades para gobernar una comunidad tan nutrida y diversa. Se plantea, incluso, poner restricciones a la admisión de nuevos miembros, pero no se decide porque el Patriarca de Jerusalén está muy satisfecho con el crecimiento de la hermandad. Por esas fechas… -dije, consultando mis notas-, el Patriarca debía ser Maximos II o Kyril I. Ya he pedido al Archivo que revisen sus biografías, por si encontramos algo.

– ¿Alguien ha buscado información directa sobre la hermandad en las bases de datos?

– No, capitán. Esa tarea es cosa suya. ¿No recuerda que se ofreció?

Glauser-Róist se puso en pie pesadamente, como si le costara moverse. Un desconcertante desaliño -por completo desacostumbrado en él- podía observarse en su elegantísimo traje, arrugado y desarreglado por el viaje. Se le notaba deprimido.

– Voy a darme una ducha en el cuartel y volveré esta tarde para ponerme a trabajar.

– El Prefecto, el profesor Boswell y yo subiremos dentro de un momento a la cafetería de personal. Si quiere comer con nosotros…

– No me esperen -declinó saliendo del laboratorio-. Tengo una audiencia urgente con el Secretario de Estado y con Su Santidad.

Después de Catón II, vino Catón III, Catón IV, Catón V… Por alguna razón desconocida, los archimandritas de los staurofílakes habían elegido ese curioso nombre para simbolizar la autoridad máxima dentro de la hermandad. A los títulos consabidos de Papa y Patriarca, se sumaba así el más extraño de Catón. El profesor Boswell se encerró un día en la biblioteca con los siete gruesos tomos de las Vidas paralelas de Plutarco [12] y se estudió a fondo las biografías de los dos únicos Catones conocidos de la historia, los políticos romanos Marco Catón y Catón de Útica. Al cabo de bastantes horas, regresó de la biblioteca con una teoría relativamente plausible que, de momento, y a falta de otra mejor, dimos por buena.

– Yo creo que no cabe la menor duda -nos dijo muy convencido- de que uno de los dos Catones sirvió de modelo a los archimandritas de los staurofílakes.

Estibamos en mi laboratorio, reunidos en torno a mi vieja mesa de madera cubierta de papeles y notas.

– Marco Catón, llamado Catón el Viejo -continuó-, era un maldito fanático, un defensor de los más rancios y tradicionales valores romanos, al estilo de esos americanos sudistas que creen en la superioridad de la raza blanca y son simpatizantes del Ku-Klux-Klan. Despreciaba la cultura y la lengua griegas porque decía que debilitaban a los romanos, y también todo lo extranjero por la misma razón. Era duro y frío como una piedra.

– ¡Vaya imagen que nos estás dando! -comenté divertida. Glauser-Róist me miró con la misma disgustada extrañeza con que me miraba desde que se había dado cuenta de que Farag y yo habíamos simpatizado más entre nosotros que con él.

– Sirvió a Roma como cuestor, edil, pretor, cónsul y censor entre los años 204 y 184 antes de nuestra era. Teniendo una fortuna, vivía con la máxima austeridad y consideraba superfluo cualquier gasto inútil, como por ejemplo la comida de los esclavos viejos que ya no podían trabajar. Simplemente, los mataba, como parte de su plan de ahorro, y aconsejaba a los ciudadanos romanos que siguieran su ejemplo por el bien de la República. Se consideraba a sí mismo perfecto y ejemplar.

– No me gusta este Catón -afirmó Glauser-Róist, doblando elegantemente en cuatro pliegues una de mis hojas de notas.

– No. A mí tampoco -corroboró Farag, haciendo un gesto de negación con la cabeza-. Creo que, sin duda, la hermandad se fijó en el otro Catón, Catón de Útica, biznieto del anterior y un hombre ciertamente admirable. Como cuestor de la República, devolvió al tesoro de Roma una imagen de honradez que había perdido muchos siglos antes. Era sumamente decente y honesto. Como juez fue insobornable e imparcial, pues estaba convencido de que, para ser justo, no se necesitaba nada más que querer serlo. Su sinceridad era tan proverbial que en Roma, cuando se quería refutar drásticamente algo, se decía: «¡Esto no es cierto, aunque lo diga Catón!» Fue un ardiente opositor de Julio César, al que acusaba, con razón, de corrupto, ambicioso y manipulador y de querer reinar sin oposición sobre toda Roma, que entonces era una república. César y él se odiaban a muerte. Durante años y años mantuvieron una lucha enconada, uno por llegar a ser el dueño exclusivo de un gran imperio y otro por impedirlo. Cuando, finalmente, Julio César triunfó, Catón se retiró a Útica, donde tenía una casa, y se clavó una espada en el vientre porque, dijo, no tenía la cobardía suficiente para suplicar a César por su vida, ni la valentía necesaria para disculparse ante su enemigo.

– Es curioso… -apuntó Glauser-Róist, que prestaba toda su atención al relato de Farag-. El nombre de César, el gran enemigo de Catón, se convirtió posteriormente en el título de los emperadores romanos, los Césares, igual que Catón se convirtió en el título de los archimandritas de la hermandad, los Catones.

– Es muy curioso, en efecto -asentí.

– Catón de Útica se convirtió en paradigma de la libertad -prosiguió Farag-, de modo que Séneca, por ejemplo, dice «Ni Catón vivió, muriendo la libertad, ni hubo ya libertad, muriendo Catón» [13], y Valerio Máximo se pregunta «¿Qué será de la libertad sin Catón?» [14].

– O sea, que el nombre de Catón era sinónimo de honradez y libertad como el de César lo era de enorme poder -insinué.

– Efectivamente -repuso el profesor, y se subió las gafas por el puente de la nariz al mismo tiempo que lo hacía yo, ambos con un gesto similar.

– Es… muy extraño, sin duda -confirmó Glauser-Róist, mirándonos alternativamente a uno y a otro.

– Empezamos a tener algunas piezas interesantes de este increíble rompecabezas -comenté para romper el silencio que se había formado-. Lo más fantástico de todo es lo que he averiguado en la crónica de Catón V.

– ¿Qué? -preguntó Farag, interesado.

– ¡Los Catones escribían sus crónicas en Santa Catalina del Sinaí!

– ¿En serio?

Afirmé contundentemente con la cabeza.

– De hecho, yo ya sospechaba algo parecido porque un códice como el Iyasus no podía hacerse fuera de algún centro monástico o de alguna gran biblioteca constantinopolitana. La vitela hay que cortarla y perforarla con minúsculos agujeros que indican el principio y el final del texto en la hoja; hay que pautarla (lo que se conoce como técnica del rayado) para que la escritura no se desvíe; hay que dibujar, o miniar, las grandes letras del principio de cada párrafo… En fin, un trabajo meticuloso que requiere personal experto. Y no olvidemos que también hay que encuadernar los bifolios. Resultaba evidente que los Catones contaban con los servicios de algún centro especializado, y dado que el contenido era supuestamente secreto, sólo podía ser un recinto monástico lo más aislado posible.

– ¡Pero había cientos de monasterios que podrían haberlo hecho! -alegó Farag.

– Sí, es verdad, pero Santa Catalina fue erigido por voluntad de Santa Helena, la emperatriz que descubrió la Vera Cruz, y no te olvides que fue allí donde lo encontrasteis. Lo lógico era pensar que el códice permanecía en Santa Catalina y que, o bien los Catones se desplazaban allí para escribir su crónica, o bien el códice les era remitido y, más tarde, devuelto al monasterio. Eso explicaría su posterior abandono. Quizá los staurofílakes ya no siguieron escribiendo más crónicas o quizá ocurrió algo que se lo impidió. El caso es que Catón V explica que su viaje hasta Santa Catalina fue azaroso y difícil pero que, siendo ya tan mayor, no podía retrasar más el momento.

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[12] Biógrafo y ensayista griego (e. 46-125).

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[13] Lucio A. Séneca, De Const. II

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[14] Val. Max. VI: 2.5.

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