Tomamos asiento alrededor de la mesa, aunque ahora el Arzobispo Secretario cedió la presidencia al cardenal Colli. Frente a mi, Glauser-Róist y el profesor Boswell, y a mi lado, el siempre agradable Monseñor Tournier. Aunque me moría de ganas por saber qué era lo que estaba pasando, decidí que mi actitud debía ser de aparente indiferencia. A fin de cuentas, si estaba allí era porque me necesitaban de nuevo y me habían hecho demasiado daño durante la última semana como para que me rebajara a pedir explicaciones. Por cierto, hablando de explicaciones, ¿sabrían en mi Orden por dónde andaba (o volaba) yo a esas horas…? Recordé que las hermanas irlandesas no habían ido al aeropuerto a buscarme, de modo que debían saberlo, así que dejé de preocuparme.
El primero en tomar la palabra fue el capitán:
– Verá, doctora -comenzó, con su voz de barítono germano-, los acontecimientos han dado un giro insospechado.
Y, diciendo esto, se inclinó hacia el suelo, recogió su cartera de piel, la abrió parsimoniosamente y sacó de su interior un bulto, del tamaño de una tarta de cumpleaños, envuelto en un lienzo blanco. Si yo esperaba unas disculpas o algún otro tipo de acto de conciliación, desde luego que ya estaba servida. Todos los presentes miraron el paquete como si fuera la joya más preciada del mundo y la siguieron con los ojos mientras se deslizaba suavemente sobre la mesa empujada por las manos del capitán. Ahora estaba justo frente a mí y yo no sabía muy bien qué debía hacer con aquello. Creo que, salvo yo, nadie más respiraba.
– Puede abrirlo -me invitó, tentadoramente, Glauser-Róist.
Por mi cabeza pasaron muchos pensamientos en aquel momento, todos a una velocidad vertiginosa y sin mucha coherencia, pero si de algo estaba segura era de que, si abría aquel envoltorio, volvería a convertirme en un vulgar instrumento de usar y tirar. Me habían hecho volver a Roma porque me necesitaban, pero yo ya no quería colaborar.
– No, gracias -objeté, empujando de nuevo el paquete hacia Glauser-Róist-. No tengo el menor interés.
La Roca se echó hacia atrás en el asiento y se ajustó el cuello de la chaqueta con un gesto duro. Luego, me lanzó una larga mirada de reconvención.
– Todo ha cambiado, doctora. Debe confiar en mí.
– ¿Y sería usted tan amable de decirme por qué? Si no recuerdo mal (y tengo una memoria muy buena) la última vez que le vi, hace exactamente ocho días, salía usted de mi laboratorio dando un portazo y, al día siguiente, por casualidad supongo, me despidieron del trabajo.
– Deja que yo se lo explique, Kaspar -atajó de repente Monseñor Tournier, que levantó incluso una mano admonitoria en dirección a la Roca mientras giraba su asiento hacia mí. Había un tono melodrámatico en su voz, de falsa contrición-. Lo que el capitán no quería revelarle es que… fui yo el responsable de su despido. Si, ya sé que es duro de oír… -en efecto, pensé, el mundo no está preparado para escuchar que Monseñor Tournier ha hecho algo incorrecto- El capitán Glauser-Róist había recibido unas órdenes muy estrictas…, mías, debo añadir, y, cuando usted le confesó que conocía todos los detalles de la investigación, él se vio en la obligación de… ¿cómo lo diría?, de informarme, sí, aunque debe saber que se mostró enérgicamente contrario a su… despido. Hoy he venido para decirle cuánto lamento la equivocada actitud que la Iglesia adoptó contra usted. Fue, sin duda…, un error deplorable.
– De hecho, hermana Salina -terció el cardenal Colli en ese momento-, el capitán Glauser-Róist ha asumido totalmente la dirección de esta investigación, por decisión personal del Cardenal Secretario de Estado, Su Eminencia Reverendísima Angelo Sodano. Monseñor Tournier, si puedo decirlo así, ya no lleva las riendas del asunto.
– Y las dos primeras cosas que he pedido al asumir tal dirección -apostilló Glauser-Róist, enarcando las cejas con aire impaciente-, son su incorporación inmediata a la investigación, como miembro de mi equipo, y la renovación de su contrato con el Archivo Secreto y la Biblioteca Vaticana.
– ¡Cierto! -confirmó el Cardenal Colli.
– Así que, doctora -terminó la Roca-, si está usted conforme con todo, ¡abra el maldito paquete de una vez!
Y propinándole un brusco empujón al envoltorio, este regreso patinando hasta mi lado de la mesa. Una exclamación de horror salió de la garganta del profesor Boswell.
– Lo siento, he perdido los nervios -se disculpó el capitán.
Sinceramente, estaba tan desconcertada que no sabía qué pensar. Puse las manos sobre el lienzo blanco del paquete y me quedé en suspenso, indecisa. Había recuperado mi trabajo en el Archivo Secreto, había dejado de ser una proscrita en el Vaticano y, además, era miembro de pleno derecho del equipo de investigación de Glauser-Róist en una misión que me había apasionado desde el primer momento. ¡Era más de lo que hubiera esperado aquella misma mañana cuando me levanté de la cama dispuesta a salir hacia el destierro! De repente, mientras sopesaba estas buenas noticias, un ligero cosquilleo en las palmas de las manos me llevó a frotármelas, inconscientemente, para quitar una molesta arenilla que se me había adherido a la piel. Sorprendida, miré los diminutos granitos blancos que caían como nieve sobre la oscura madera bruñida de la mesa.
Glauser-Róist los señaló con el dedo:
– No debería tratar así a la arena sagrada del Sinaí.
Le miré como si no le hubiera visto antes. Mi sorpresa y estupor no tenían limites.
– ¿Del Sinaí? -repetí automáticamente, atando cabos a la velocidad del viento.
– Para ser más preciso, del monasterio de Santa Catalina del Sinaí.
– ¿Quiere decir…? ¿Quiere decir que usted ha estado en Santa Catalina del Sinaí? -le reproché, apuntándole con el índice de mi mano derecha. ¡Era increíble! Mientras yo pasaba la peor semana de mi vida, él había estado en un lugar que, por derecho, como paleógrafa, me correspondía visitar a mí. Pero la Roca pareció no apercibirse de mi enojo.
– En efecto, doctora -repuso, volviendo a su tono neutro habitual-. Al final, resultó imprescindible. Y como estoy seguro que tendrá muchas preguntas que hacerme, le aseguro que responderé a todo… -se detuvo en seco y giró la cabeza hacia el profesor Boswell, que empezó a menguar en el sillón-, responderemos a todo sin ocultarle ninguna información.
Estaba molesta, desde luego, pero no por ello dejaba de llamarme la atención la nueva actitud de Glauser-Róist hacia Monseñor Tournier y el cardenal Colli. Mientras que en la primera reunión que mantuvimos, aquella en la que también estuvieron presentes Sodano y Ramondino, el capitán se mantuvo en un discreto y disciplinado segundo plano -atento, únicamente, a las órdenes de Tournier-, en el momento presente parecía ignorarlos por completo, igual que si fueran sombras proyectadas contra una pared.
– Muy bien, muy bien… -repuse levantando los brazos en el aire y dejándolos caer pesadamente con un gesto de resignación-. Empiece por Abi-Ruj Iyasus y termine por este envoltorio lleno de arena del Sinaí.
Glauser-Róist elevó la mirada al techo y tomó aire antes de empezar.
– Bueno, veamos… El accidente de la Cessna -182 el pasado 15 de febrero en Grecia fue el verdadero comienzo de esta historia. A los pies del cadáver del ciudadano etíope Abi-Ruj Iyasus, los bomberos encontraron una valiosa caja de plata, muy antigua y decorada con esmaltes y gemas, que contenía unos extraños pedazos de madera sin valor aparente. Como la caja, en realidad, parecía un relicario, las autoridades civiles consultaron a la Iglesia Or todoxa Griega, por si ellos podían ofrecer alguna explicación, y los ortodoxos se llevaron una sorpresa considerable al comprobar que uno de aquellos fragmentos de madera seca era, nada más y nada menos, que el famoso Lignum Crucis [6] del Monasterio Docheiariou, en el monte Athos. Rápidamente, dieron la voz de alarma al resto de los numerosos Patriarcados ortodoxos de Oriente y, al comprobar que, uno tras otro, todos los relicarios con fragmentos de la Verdadera Cruz estaban vacíos, decidieron ponerse en contacto con nosotros, los herejes católicos, dado que estamos en posesión de la mayoría de Ligna Crucis [7] del mundo.