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El antorchero al que se refería era apenas un punto luminoso en la distancia. ¿Cómo íbamos a distinguir la vela más corta y, en ella, la llama temblorosa?

– ¿Podéis percibir el olor de la mermelada de col que llega desde las cocinas? -continuó-. ¿Notáis el intenso aroma picante que despide la mejorana que le han puesto y el aliento ácido de las hojas de ruibarbo que la cubren en los cuencos?

Francamente, estábamos desconcertados. ¿De qué estaba hablando? ¿Cómo íbamos a oler algo semejante? Sin mover la cabeza ni bajar la mirada, intenté, infructuosamente, adivinar los ingredientes que componían el exquisito plato que tenía bajo la nariz, pero sólo pude recordar -y porque acababa de tragar un bocado- que sus sabores eran muy concentrados, mucho más intensos y naturales de lo normal.

– No sé adónde quieres llegar… -le dijo Farag a Shakeb.

– ¿Podrías decirme tú, didáskalos, cuántos instrumentos interpretan la música que acompaña nuestra comida?

¿Música…? ¿Qué música?, pensé, y en ese momento me di cuenta de que, en efecto, una bella melodía sonaba de fondo desde que nos habíamos sentado a la mesa. No la había oído porque no había prestado atención y porque sonaba muy suave y queda, pero hubiera sido imposible de todo punto distinguir los instrumentos musicales que la ejecutaban.

– ¿O cómo suena esa gota de sudor -continuó impertérrito- que resbala en este mismo momento por la espalda de Ottavia?

Me sobresalté. ¿Qué estaba diciendo aquel loco? Pero mi boca quedó sellada porque, cuando él lo dijo, advertí que, en efecto, por la tensión nerviosa y la excitación, una minúscula gota de transpiración se precipitaba a lo largo de mi columna vertebral aprovechando el espacio entre mi piel y la tela del himatión.

– ¿Qué está pasando aquí? -exclamé, sumida en el desconcierto.

– Y tú, Ottavia, dime -el hombre de los anillos era implacable-: ¿a qué ritmo está latiendo tu corazón? Yo te lo diré: a éste… -y empezó a golpear la mesa con dos dedos, haciendo coincidir perfectamente sus toques con las palpitaciones que yo sentía en el centro del pecho-. ¿Y cómo huele el vino que has bebido? ¿Has notado que lleva especias, que su textura es ligeramente mantecosa y que deja en la boca un sabor denso y seco, como de madera?

Yo era de Sicilia, la mayor región vinícola de Italia, y en mi familia teníamos viñedos y bebíamos vino en las comidas, pero jamás me había fijado en nada de todo eso.

– Si no sois capaces de percibir lo que os rodea ni de sentir las cosas que os pasan -concluyó con tono amable pero claramente firme-, si no disfrutáis de la belleza porque no podéis ni siquiera descubrirla, y si sabéis menos que los niños más pequeños de mi escuela, no pretendáis estar en posesión de la verdad ni os permitáis recelar de quienes os han acogido con afecto.

– Vamos, vamos, Shakeb -dijo Mirsgana, volviendo a salir en nuestra defensa-. Eso ha estado bien, pero ya es suficiente. Acaban de llegar. Hay que ser pacientes.

Shakeb modificó rápidamente su semblante, mostrando un cierto arrepentimiento.

– Perdonadme -rogó-. Mirsgana tiene razón. Pero acusarnos de asesinar a Dante ha sido una impertinencia por vuestra parte.

Aquella gente no tenía pelos en la lengua.

Farag, por su parte, estaba tenso y reconcentrado. Siguiendo la línea iniciada por Shakeb, me daba la impresión de oír los engranajes de su cerebro girando a toda velocidad.

– Discúlpame, Shakeb, por lo que voy a decir -soltó al fin con una voz sin inflexiones-, pero, aún aceptando como posible que puedas ver esa pequeña llama que dijiste u oler los aromas de la mermelada de col que llegan desde la cocina, me resisto a aceptar que oigas los latidos del corazón de Ottavia o el resbalar de una gota de sudor por su espalda. No es que dude de ti, pero…

– Bueno -le interrumpió Ufa, quitándole la réplica a Shakeb-, en realidad todos oímos como se deslizaba la gota y ahora mismo podemos oír también los latidos de vuestros corazones, igual que podemos saber por vuestra voz lo nerviosos que estáis o cómo se digieren los alimentos en vuestros estómagos.

Mi incredulidad no podía ser mayor y mi intranquilidad aumentó ante la sola idea de que algo así fuera cierto.

– No…, no es posible -vacilé.

– ¿Quieres una prueba? -ofreció amablemente Gete.

– Por supuesto -repuso Farag con aspereza.

– Yo te la daré -declaró, de pronto, Ahmose, la constructora de sillas, que no había intervenido hasta entonces-. Candace -dijo en susurros, como si hablara al oído del sirviente que nos había recomendado pasear por Parádeisos. Miré por todas partes, pero Candace no estaba en la sala en aquel momento-. Candace, por favor, ¿podrías traer un poco de ese pastel de flores de saúco que acabáis de sacar del horno? -se quedó en suspenso unos segundos y, luego, sonrió con satisfacción-. Candace ha contestado: «Enseguida, Ahmose.»

– ¡Ya…! -dejó escapar un desdeñoso Farag. Un desdeñoso Farag que tuvo que tragarse su desdén cuando, casi inmediatamente, Candace apareció por una de las puertas trayendo en las manos un plato con una especie de pudín blanco que no podía ser otra cosa que lo que le había pedido Ahmose.

– Aquí tienes el pastel de flores de saúco, Ahmose -comentó-. Lo he preparado pensando en ti. Ya he guardado un trozo para llevar a casa más tarde.

– Gracias, Candace -repuso ella con una sonrisa de felicidad. No cabía la menor duda de que vivían juntos.

– No lo entiendo -siguió recelando mi desconfiado didáskalos-. De verdad que no lo entiendo.

– No lo entiendes… aún, pero empiezas a aceptarlo -señaló Ufa, alzando con alegría su copa de vino en el aire-. ¡Brindemos por todas las cosas hermosas que vais a aprender en Parádeisos!

Los miembros de nuestro grupo levantaron sus copas y brindaron con entusiasmo. Los del grupo de la Roca y Catón ni se movieron, fascinados por lo que fuera que estaban oyendo.

Shakeb tenía razón. El vino olía maravillosamente a especias y su sabor era denso y seco como la madera. Un minuto después de haber brindado, todavía conservaba en mis papilas el recuerdo de su suave textura mantecosa. Una frase de John Ruskin [72] me vino entonces a la mente: «El conocimiento de la belleza es el verdadero camino y el primer peldaño hacia la comprensión de las cosas que son buenas.» La copa de la que bebí era de cristal esmerilado con relieves de hojas de acanto en forma de cenefas.

Aquella tarde fuimos de paseo por Stauros acompañados por Ufa, Mirsgana, Gete y una tal Khutenptah, la shasta de los cultivos, que había congeniado muy bien con el capitán Glauser-Róist y que venía con nosotros para enseñarnos los invernaderos y el sistema de producción agrícola. La Roca, como ingeniero agrónomo que era, se mostraba sumamente interesado en este aspecto de la vida de Parádeisos.

Cuando salimos del basileion de Catón después de comer, atravesando de nuevo numerosas salas y patios, nuestros guías, que se expresaban en inglés, nos aclararon el misterio de la ausencia de sol.

– Mirad hacia arriba -nos indicó Mirsgana.

Y arriba no había cielo. Stauros estaba ubicada en una gigantesca gruta subterránea cuyas dimensiones colosales quedaban delimitadas por unas paredes que no se veían y un techo que no se vislumbraba. Si cientos de máquinas excavadoras como las que habían abierto bajo el mar el túnel del Canal de la Mancha, hubieran trabajado sin descanso durante un siglo, ni así hubiesen sido capaces de abrir en el fondo de la tierra un espacio como el que ocupaba Stauros, con una superficie similar a la de Roma y Nueva York juntas y una altura superior a la del Empire State Building. Pero Stauros sólo era la capital de Parádeisos. Otras tres ciudades se levantaban en otras tantas grutas de parecido tamaño y un complejo sistema de corredores y galerías descomunales mantenía comunicados los cuatro núcleos urbanos.

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[72] Escritor y crítico de arte inglés (1819-1900).

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