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– No se queden ahí -nos llamó la Roca-. Métanse conmigo en este depósito de petróleo.

Afortunadamente, el petróleo sólo era agua retenida en un estanque oscuro en el que empezaba a dibujarse la mancha blanquecina del agua que pasaba suavemente desde las catacumbas. Sorteamos lo que quedaba del muro de argamasa y bajamos cuatro grandes escalones.

– Al fondo de la sala hay una puerta -dijo el capitán-. Vamos hacia allá.

Con el agua al cuello, avanzamos en silencio por uno de aquellos anchos corredores por los que hubiera podido navegar sin problemas una barca de pesca. No cabía duda de que habíamos dado con una vieja cisterna de la ciudad, un antiguo depósito en el que los alejandrinos conservarían agua potable para cuando, anualmente, el Nilo bajara hasta el delta arrastrando el légamo rojo del sur, la famosa plaga de sangre que mandó Yahveh para liberar al pueblo judío de la esclavitud en Egipto.

Al acercarnos al recio muro de sillares en el que se encontraba la puerta, tropezamos con el primero de otros cuatro escalones que, al ascenderlos, nos sacaron del agua. No nos sorprendió encontrar un Crismón de Constantino labrado en la hoja de madera; antes bien, nos hubiera sorprendido mucho no encontrarlo. Así que, con toda confianza, el capitán empuñó el asidero de hierro y empujó. Nos quedamos sin reacción cuando nos encontramos, de pronto, frente a una sala de banquetes funerarios idéntica a las muchas que había en el primer piso de Kom el-Shoqafa.

– ¿Qué demonios es esto? -tronó la voz de Glauser-Róist al ver los bancos de piedra cubiertos por blandos cojines adamascados y una mesa central llena de exquisitas viandas.

Farag y yo le apartamos a un lado y entramos. Varias antorchas iluminaban la cámara, que tenía las paredes y los suelos guarnecidos por preciosos tapices y alfombras, y, aunque no se veía otra puerta por ninguna parte, alguien acababa de salir de allí a toda prisa porque la comida humeaba en los platos, recién servidos, y las copas de alabastro rebosaban de vino, agua y karkadé.

– ¡Esto no me gusta! -siguió rugiendo la Roca, muy enfadado-. ¡Si se trata de un banquete funerario estamos listos!

Al oírle me entró miedo. De pronto, sin que supiera muy bien por qué, percibí algo siniestro en aquella cámara tan delicadamente dispuesta, llena de los aromas que desprendían los exquisitos platos de carne, legumbres y verduras.

– ¡Oh…, no! -balbució Farag a mi espalda-. ¡No!

Me giré rauda como un rayo, alarmada por el timbre angustiado de su voz y le descubrí con el pecho al aire, sujetando convulsivamente cada uno de los lados de la camisa. Su torso estaba lleno de unos extraños trazos negros, gruesos y largos como dedos, que se movían.

– ¡Dios santo! -chillé-. ¡Sanguijuelas!

Poseído por un brío frenético, Glauser-Róist dejó la linterna sobre una esquina de la mesa y se arrancó los botones de la camisa. Su pecho, como el de Farag, aparecía cubierto por quince o veinte de aquellos repugnantes gusanos que engordaban a ojos vista gracias a la sangre caliente de la que se estaban alimentando.

– ¡Ottavia! ¡Quitate la ropa!

Hubiera sido divertido hacer un chiste fácil, pero la cosa no estaba para bromas. Mientras me desabrochaba la blusa con manos temblorosas, al borde de un ataque de nervios, Farag y el capitán se habían quitado también los pantalones. Ambos tenían las piernas bastante peludas, pero eso no parecía molestar a las sanguijuelas que, en número incontable, se habían adherido a su piel. Por desgracia, también mi cuerpo estaba lleno de aquellos repugnantes animales. Con el asco oprimiéndome la garganta y revolviéndome el estómago, tendí la mano hacia uno de los nueve o diez que tenía en el vientre, lo cogí -era blando y húmedo como la gelatina y de tacto rugoso- y tiré de él.

– ¡No lo haga, doctora! -me gritó Glauser-Róist. No sentí ningún dolor (tampoco lo había sentido cuando aquellos bichos me mordieron), pero, por más que estiré, no conseguí que me soltara. Su boca redonda era una ventosa y debía ejercer una succión muy fuerte-. Sólo se pueden quitar con fuego.

– ¿Qué dice? -me angustié; las lágrimas me rodaban por las mejillas de puro asco y desesperación-. ¡Nos quemaremos!

Pero la Roca ya se había subido sobre uno de los bancos y, estirándose todo lo largo que era, había cogido una antorcha. Le vi venir hacia mí con gesto decidido y una mirada fanática en los ojos que me hizo retroceder, espantada. Experimenté una incontenible arcada cuando, al chocar contra el muro, sentí que aplastaba una masa viscosa y elástica de gusanos que me succionaban la sangre por la espalda. No pude controlarme y vomité sobre aquellas preciosas alfombras, pero, antes de que hubiera tenido tiempo de recuperarme, Glauser-Róist aplicaba la llama contra mi cuerpo y los animales empezaban a desprenderse como fruta madura. El problema era que me estaba quemando y el dolor era tan intenso que no podía resistirlo. Mis gritos se convirtieron en alaridos cuando la Roca aplicó la antorcha por segunda vez.

Mientras tanto, las sanguijuelas del cuerpo de Farag y del capitán seguían engordando. Se redondeaban e hinchaban por la cabeza, donde tenían la ventosa, pero la parte inferior, la cola, seguía fina y delgada como una lombriz. No sabía cuánta sangre podían tragar aquellos bichos pero, con la cantidad que se nos había pegado, debíamos estar perdiendo mucha.

– ¡Deje la antorcha, capitán! -gritó Farag de reprente, apareciendo por detrás de la Roca con una copa de alabastro en la mano-. ¡Voy a intentarlo con esto!

Metió los dedos en la copa y los sacó húmedos de un líquido que olía a vinagre, y, acto seguido, impregnó con él una de las sanguijuelas que yo tenía en el muslo. El animal se retorció como un demonio bajo el agua bendita y se soltó de mi piel.

– ¡En la mesa hay vino, vinagre y sal! ¡Mézclelo y rocíese como acabo de hacer con Ottavia!

Conforme Farag mojaba a los animalillos con aquel revulsivo, estos me abandonaban y caían inertes al suelo. Di gracias a Dios por aquella solución porque las zonas de mi cuerpo donde la Roca había aplicado la antorcha me dolían como si me hubieran clavado cuchillos. Pero, si las quemaduras dolían, ¿por qué no dolía la mordedura de las sanguijuelas? No sentía ningún dolor, no notaba su presencia, ni siquiera percibía que me estuvieran desangrando. Sólo me enfermaba la visión de nuestros cuerpos sembrados de lombrices negras.

Glauser-Róist, en lugar de aplicarse la mezcla él mismo, en cuanto la tuvo preparada se aproximó a Farag y le fue despegando, uno a uno, los gusanos que tenía en la espalda, unos gusanos que estaban ya tan gordos como ratas. Pero eran demasiados. El suelo estaba lleno de aquellos bichos que se estremecían pesadamente por la gran cantidad de sangre que habían ingerido y, sin embargo, no parecía que su número disminuyera sobre nuestra piel. Cuando uno de ellos se desprendía, en el centro de la marca enrojecida que dejaba la ventosa se veían tres cortes en forma de estrella (idéntica a la de la marca Mercedes Benz) de los cuales seguía manando la sangre en abundancia; o sea, que, además de succionar, también mordían y disponían para ello de tres afiladas hileras de dientes.

– Sería mejor la antorcha, profesor -comentó la Roca -. Tengo entendido que la mordedura de la sanguijuela sangra durante mucho tiempo. El fuego lo impediría. Además, recuerde el sexto circulo de Dante: el ángel que indicaba la salida era rojo y llameante.

– No, Kaspar, créame. Conozco a estos bichos. He visto sanguijuelas desde que era pequeño. Hay muchas en Alejandría, tanto en la playa como en las riberas del Mareotis [62], y no hay manera de cortar la hemorragia. Su saliva lleva un anestésico muy fuerte y un potente anticoagulante. La herida sangra unas doce horas -Farag tenía el ceño fruncido y estaba concentrado mientras hablaba, arrancándome un gusano detrás de otro-. Tendríamos que provocarnos unas quemaduras muy profundas para atajar la sangría y, además, ¿íbamos a cauterizarnos todo el cuerpo…? Lo único que podemos hacer es quitarnos de encima a estos bichos cuanto antes porque pueden tragar hasta diez veces su peso.

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[62] Lago del norte de Egipto, en la parte occidental del delta del Nilo. Alejandría está situada en la franja de terreno que hay entre él y el Mediterráneo.

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